Aristóteles y su Ética a Nicómaco

Uno de los tratados sobre ética y moral más importantes de la cultura occidental fué escrito por Aristóteles el siglo IV a.C. y su mensaje aún pervive.
Aristóteles y su Ética a Nicómaco

La "Ética a Nicómaco" es una obra que analiza la influencia del carácter y la inteligencia sobre el alcance de la felicidad, siempre dependiendo del carácter del individuo y el entorno en que se mueve. A continuación se transcribe el texto de los doce libros que componen la obra.

Libro primero

De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco, su hijo, y por esta causa llamados nicomaquios

En el primer libro inquiere Aristóteles cuál es el fin de las humanas acciones, porque entendido el fin, fácil cosa es buscar los medios para lo alcanzar; y el mayor peligro que hay en las deliberaciones y consultas, es el errar el fin, pues, errado éste, no pueden ir los medios acertados. Prueba el fin de las humanas acciones ser la felicidad, y que la verdadera felicidad consiste en hacer las cosas conforme a recta razón, en que consiste la virtud. De donde toma ocasión para tratar de las virtudes.

En el primer capítulo propone la definición del bien, y muestra cómo todas las humanas acciones y elecciones van dirigidas al bien, ora que en realidad de verdad lo sea, ora que sea tenido por tal. Pone asimismo dos diferencias de fines: unos, que son acciones, como es el fin del que aprende a tañer o cantar, y otros, que son obras fuera de las acciones, como es el fin del que aprende a curar o edificar. Demuestra asimismo cómo unas cosas se apetecen y desean por sí mismas, como la salud, y otras por causa de otras, como la nave por la navegación, la navegación por las riquezas, las riquezas por la felicidad que se cree o espera hallar en las riquezas.3

 

Capítulo primero

 

Cualquier arte y cualquier doctrina, y asimismo toda acción y elección, parece que a algún bien es enderezada. Por tanto, discretamente definieron el bien los que dijeron ser aquello a lo cual todas las cosas se enderezan. Pero parece que hay en los fines alguna diferencia, porque unos de ellos son acciones y otros, fuera de las acciones, son algunas obras; y donde los fines son algunas cosas fuera de las acciones, allí mejores son las obras que las mismas acciones. Pero como sean muchas las acciones y las artes y las ciencias, de necesidad han de ser los fines también muchos. Porque el fin de la medicina es la salud, el de la arte de fabricar naves la nave, el del arte militar la victoria, el de la disciplina familiar la hacienda. En todas cuantas hay de esta suerte, que debajo de una virtud se comprenden, como debajo del arte del caballerizo el arte del frenero, y todas las demás que tratan los aparejos del caballo; y la misma arte de caballerizo, con todos los hechos de la guerra, debajo del arte de emperador o capitán, y de la misma manera otras debajo de otras; en todas, los fines de las más principales, y que contienen a las otras, más perfectos y más dignos son de desear que no los de las que están debajo de ellas, pues éstos por respecto de aquéllos se pretenden, y cuanto a esto no importa nada que los fines sean acciones, o alguna otra cosa fuera de ellas, como en las ciencias que están dichas.

 

Presupuesta esta verdad en el capítulo pasado, que todas las acciones se encaminan a algún bien, en el Capítulo II disputa cuál es el bien humano, donde los hombres deben enderezar como a un blanco sus acciones para no errarlas, y cómo éste es la felicidad. Demuestra asimismo cómo el considerar este fin pertenece a la disciplina y ciencia de la república, como a la que más principal es de todas, pues ésta contiene debajo de sí todas las demás y es la señora de mandar cuáles ha de haber y cuáles se han de despedir del gobierno y trato de los hombres.

 

Capítulo II

 

Pero si el fin de los hechos es aquel que por sí mismo es deseado, y todas las demás cosas por razón de aquél, y si no todas las cosas por razón de otras se desean (porque de esta manera no tenía fin nuestro deseo, y así sería vano y miserable), cosa clara es que este fin será el mismo bien y lo más perfecto, cuyo conocimiento podrá ser que importe mucho para la vida, pues teniendo, a manera de ballesteros, puesto blanco, alcanzaremos mejor lo que conviene. Y si esto así es, habemos de probar, como por cifra, entender esto qué cosa es, y a qué ciencia o facultad toca tratar de ello. Parece, pues, que toca a la más propia y más principal de todas, cual parece ser la disciplina de república, pues ésta ordena qué ciencias conviene que haya en las ciudades, y cuáles, y hasta dónde conviene que las aprendan cada uno. Vemos asimismo que las más honrosas de todas las facultades debajo de ésta se contienen, como el arte militar, la ciencia que pertenece al regimiento de la familia, y la retórica. Y pues ésta de todas las demás activas ciencias usa y se sirve, y les pone regla para lo que deben hacer y de qué se han de guardar, síguese que el fin de ésta comprenderá debajo de sí los fines de las otras, y así será éste el bien humano. Porque aunque lo que es bien para un particular es asimismo bien para una república, mayor, con todo, y más perfecto parece ser para procurarlo y conservarlo el bien de una república. Porque bien es de amar el bien de uno, pero más ilustre y más divina cosa es hacer bien a una nación y a muchos pueblos. Esta doctrina, pues, que es ciencia de república, propone tratar de todas estas cosas.

 

En el Capítulo III nos desengaña que en esta materia no se han de buscar demostraciones ni razones infalibles como en las artes que llaman matemáticas, porque esta materia moral no es capaz de ellas, pues consiste en diversidad de pareceres y opiniones, sino que se han de satisfacer con razones probables los lectores. Avísanos asimismo cómo esta doctrina requiere ánimos libres de pasión y sosegados, ajenos de toda codicia y aptos para deliberaciones, cuales suelen ser los de los que han llegado a la madura edad. Y así los mozos en edad o costumbres no son convenientes lectores ni oyentes para esta doctrina, porque se dejan mucho regir por sus propios afectos, y no tienen, por su poca edad, experiencia de las obras humanas.

 

Capítulo III

 

Pero harto suficientemente se tratará de esta materia, si conforme a la sujeta materia se declara. Porque la claridad no se ha de buscar de una misma suerte en todas las razones, así como ni en todas las obras que se hacen. Porque las cosas honestas y justas de que trata la disciplina de república, tienen tanta diversidad y oscuridad, que parece que son por sola ley y no por naturaleza, y el mismo mal tienen en sí las cosas buenas, pues acontece muchos por causa de ellas ser perjudicados. Pues se ha visto perderse muchos por el dinero y riquezas, y otros por su valentía. Habémonos, pues, de contentar con tratar de estas cosas y de otras semejantes, de tal suerte, que sumariamente y casi como por cifra, demostremos la verdad; y pues tratamos de cosas y entendemos en cosas que por la mayor parte son así, habémonos de contentar con colegir de allí cosas semejantes; y de esta misma manera conviene que recibamos cada una de las cosas que en esta materia se trataren. Porque de ingenio bien instruido es, en cada materia, hasta tanto inquirir la verdad y certidumbre de las cosas, cuanto la naturaleza de la cosa lo sufre y lo permite. Porque casi un mismo error es admitir al matemático con dar razones probables, y pedirle al retórico que haga demostraciones. Y cada uno, de aquello que entiende juzga bien, y es buen juez en cosas tales y, en fin, en cada cosa el que está bien instruido, y generalmente el que en toda cosa está ejercitado. Por esta causa el hombre mozo no es oyente acomodado para la disciplina de república, porque no está experimentado en las obras de la vida, de quien han de tratar y en quien se han de emplear las razones de esta ciencia. A más de esto, como se deja mucho regir por las pasiones de su ánimo, es vano e inútil su oír, pues el fin de esta ciencia no es oír, sino obrar. Ni hay diferencia si el hombre es mozo en la edad, o si lo es en las costumbres, porque no está la falta en el tiempo, sino en el vivir a su apetito y querer salir con su intención en toda cosa. Porque a los tales esles inútil cita ciencia, así como a los que en su vivir no guardan templanza. Pero para los que conforme a razón hacen y ejecutan sus deseos, muy importante cosa les es entender esta materia. Pues cuanto a los oyentes, y al modo que se ha de tener en el demostrar, y qué es lo que proponemos de tratar, basta lo que se ha dicho.

 

En el Capítulo IV vuelve a su propósito, que es a buscar el fin de las obras de la vida, y muestra cómo en cuanto al nombre de todos convenimos, pues todos decimos ser el fin universal de nuestra humana vida la felicidad, pero en cuanto a la cosa discrepamos mucho. Porque en qué consiste, esta felicidad, no todos concordamos, y así recita varias opiniones acerca de en qué consiste la verdadera felicidad; después propone el modo que ha de tener en proceder, que es de las cosas más entendidas y experimentadas por nosotros, a las cosas más oscuras y menos entendidas, porque ésta es la mejor manera de proceder para que el oyente más fácilmente perciba la doctrina.

 

Capítulo IV

 

Digamos, pues, resumiendo, pues toda noticia y toda elección a bien alguno se dirige, qué es aquello a lo cual se endereza la ciencia de república y cuál es el último bien de todos nuestros hechos. En cuanto al nombre, cierto casi todos lo confiesan, porque así el vulgo, como los más principales, dicen ser la felicidad el sumo bien, y el vivir bien y el obrar bien juzgan ser lo mismo que el vivir prósperamente; pero en cuanto al entender qué cosa es la felicidad, hay diversos pareceres, y el vulgo y los sabios no lo determinan de una misma manera. Porque el vulgo juzga consistir la felicidad en alguna de estas cosas manifiestas y palpables, como en el regalo, o en las riquezas, o en la honra, y otros en otras cosas. Y aun muchas veces a un mismo hombre le parece que consiste en varias cosas, como al enfermo en la salud, al pobre en las riquezas; y los que su propia ignorancia conocen, a los que alguna cosa grande dicen y que excede la capacidad de ellos, tienen en gran precio. A otros algunos les ha parecido que fuera de estos muchos bienes hay algún bien que es bueno por sí mismo, por cuya causa los demás bienes son buenos. Relatar, pues, todas las opiniones es trabajo inútil por ventura, y basta proponer las más ilustres, y las que parece que en alguna manera consisten en razón.

 

Pero habemos de entender que difieren mucho las razones que proceden de los principios, de las que van a parar a los principios. Y así Platón, con razón, dudaba y inquiría esto, si es el camino de la doctrina desde los principios, o si ha de ir a parar a los principios; así como en la corrida, desde el puesto al paradero, o al contrario. Porque se ha de comenzar de las cosas más claras y entendidas, y éstas son de dos maneras: porque unas nos son más claras a nosotros, y otras, ellas en sí mismas, son más claras. Habremos, pues, por ventura, de comenzar por las cosas más entendidas y claras a nosotros. Por tanto, conviene que el que conveniente oyente ha de ser en la materia de cosas buenas y justas, y, en fin, en la disciplina de república, en cuanto a sus costumbres sea bien acostumbrado. Porque el principio es el ser, lo cual si bastantemente se muestra, no hay necesidad de demostrar el por qué es; y el que de esta suerte está dispuesto, o tiene, o recibe fácilmente los principios; y el que ninguna de estas cosas tiene, oiga lo que Hesíodo dice en estos versos:

 

Aquel que en toda cosa está instruido,

varón será perfecto y acabado;

siempre aconsejará lo más valido.

Bueno también será el que, no enseñado,

en el tratar sus cosas se rigiere

por parecer del docto y buen letrado.

Mas el que ni el desvío lo entendiere,

ni tomare del docto el buen consejo,

turbado terná el seso y mientras fuere,

será inútil en todo, mozo y viejo.

 

 

 

En el Capítulo V refuta las opiniones de los que ponen la felicidad en el regalo mostrando ser esta opinión más de gente servil y afeminada que de generosos corazones. Ítem de los que piensan que consiste en ser muy honrados y tenidos en estima. Porque ponen el fin de su felicidad fuera de sí mismos y de su potestad, pues la honra más está en mano del que la hace que del que la recibe. Asimismo la de los que pretenden que consiste en la virtud, porque con la virtud se compadece sufrir trabajos y fatigas, lo cual es ajeno de la felicidad. Al fin reprehende a los que ponen la felicidad en las riquezas, pues la felicidad por sí misma es de desear, y las riquezas por causa de otro siempre se desean.

 

Capítulo V

 

Pero nosotros volvamos al propósito. Porque el bien y la felicidad paréceme que con razón la juzgan, según el modo de vivir de cada uno. Porque el vulgo y gente común por la suma felicidad tienen el regalo, y por esto aman la vida de regalo y pasatiempo. Porque tres son las vidas más insignes: la ya dicha, y la civil, y la tercera la contemplativa. El vulgo, pues, a manera de gente servil, parece que del todo eligen vida más de bestias que de hombres, y parece que tienen alguna excusa, pues muchos de los que están puestos en dignidad, viven vida cual la de Sardanápalo. Pero los ilustres y para el tratar las cosas aptos, la honra tienen por su felicidad; porque éste casi es el fin de la vida del gobierno de república. Pero parece que este fin más sumario es que no aquel que inquirimos, porque más parece que está en mano de los que hacen la honra, que no en la del que la recibe, y el sumo bien paréceme que ha de ser propio y que no pueda así quitarse fácilmente. A más de esto, que parece que procuran la honra para persuadir que son gente virtuosa, y así procuran de ser honrados de varones prudentes, y de quien los conoce, y por cosas de virtud. Conforme, pues, al parecer de éstos, se colige ser la virtud más digna de ser tenida en precio que la honra, por donde alguno por ventura juzgará ser ésta con razón el fin de la vida civil. Pero parece que la virtud es más imperfecta que la felicidad, porque parece que puede acontecer que el que tiene virtud duerma o que esté ajeno de las obras de la vida, y allende de esto, que se vea en trabajos y muy grandes desventuras, y al que de esta suerte viviere, ninguno lo terná, creo, por bienaventurado, sino el que esté arrimado a su opinión. Pero de esta materia basta; pues en las Circulares Cuestiones bastante ya tratamos de ello. La tercera vida es la contemplativa, la cual consideraremos en lo que trataremos adelante. Porque el que se da a adquirir dineros, es persona perjudicial; y es cosa clara que el dinero no es aquel sumo bien que aquí buscamos, porque es cosa útil y que por respecto de otra se desea. Por tanto, quien quiera con más razón juzgará por fin cualquiera de las cosas arriba ya propuestas, pues por sí mismas se aman y desean. Pero parece que ni aquéllas son el sumo bien, aunque en favor de ellas muchas razones se han propuesto. Pero esta materia quede ya a una parte.

 

Lo que en el Capítulo VI trata, más es cuestión curiosa y metafísica, que activa ni moral [cuestión activa se llama la que trata de lo que se debe o no debe hacer, porque consiste en actos exteriores, y por esto se llama activa, como si es bien casarse o edificar], y para aquel tiempo en que aquellas opiniones había, por ventura necesaria, pero para el de ahora del todo inútil. Y así el lector pasará por ella ligeramente, y si del todo no la entendiere, ninguna cosa pierde por ello de la materia que se trata. Disputa, pues, si hay una Idea o especie o retrato común de todos los bienes en las cosas. Para entender esto así palpablemente, se presupone, que por no haber cierto número en las cosas singulares, y porque de día en día se van mudando y sucediendo otras en lugar de ellas, como en el río una agua sucede a otra, y así el río perpetuamente se conserva, nuestro entendimiento, como aquel que tiene la fuerza del conocimiento limitada, no puede tener de ellas certidumbre, que esto a solo Dios, que es el hacedor de ellas, pertenece; y así consideralas en una común consideración, en cuanto son de naturaleza semejante; y a las que ve que tienen tanta semejanza en su ser, que en cuanto a él no hay ninguna diferencia entre ellas, hácelas de una misma especie o muestra; pero a las que ve que en algo se parecen y en algo difieren, como el hombre y el caballo, hácelas de un mismo género y de diversa especie, y cuanto mayor es la semejanza, tanto más cercano tienen el género común, y cuanto mayor la diferencia, más apartado; como agora digamos que entre el hombre y el caballo mayor semejanza de naturaleza hay, que no entre el hombre y el ciprés, y mayor entre el hombre y el ciprés, que entre el hombre y los metales, pues el hombre y el caballo se parecen en el sentido, de que el ciprés carece, y el hombre y el ciprés en el vivir, nacer y morir, lo que no tienen los metales. Y así más cercano parentesco o género o linaje habrá entre el ser del hombre y del caballo, que no entre ellos y el ciprés; y más entre ellos y el ciprés, que entre ellos y los metales, y esto es lo que llaman categoría o predicamento de las cosas. Pero si ve que no convienen en nada, hácelos de género diverso, como el hombre y la blancura, entre cuyo ser no hay ninguna semejanza. Y de las cosas debajo de estas comunes consideraciones entendidas, tiene ciencia nuestro entendimiento; que de las cosas así por menudo tomadas (como arriba dijimos), no puede tener noticia cierta ni segura, por ser ellas tantas y tan sujetas a mudanza. Esta filosofía los que no entendieron cayeron en uno de dos errores, porque unos dijeron que no se podía tener ciencia ni certidumbre de las cosas, como fueron los filósofos scépticos, cuyos capitanes fueron Pirrón y Herilo, y los nuevos Académicos dieron también en este error; otros, como Parménides y Zenón, por no negar las ciencias, dijeron que las muestras o especies de las cosas realmente estaban apartadas de las cosas singulares, por cuya participación se hacen las cosas singulares, como con un sello se sellan muchas ceras, y que éstas ni nacían ni morían, sino que estaban perpetuamente, y que de ellas se tenía ciencia. Pero esta opinión o error ya está por muchos refutado, y también nosotros, en los comentarios que tenernos sobre la Lógica de Aristóteles, lo refutamos largamente. Viniendo, pues, agora al propósito de las palabras de Aristóteles: presupuesto que hubiese ideas o especies de cada cosa, como decía Parménides, prueba que no puede haber una común idea de todos los bienes, pues no tienen todos una común naturaleza, ni todos se llaman bienes por una misma razón, lo cual había de ser así en las cosas que tuviesen una común idea. Y también que donde una cosa se dice primeramente de otra y después por aquélla se atribuye a otra, no pueden las dos tener una común natura. Como los pies se dicen primero en el animal, y después por semejanza se dicen en la mesa y en la cama; los pies de la mesa y de la cama no tenían una común idea con los del animal; y lo mismo acontece en los bienes, que unos se dicen bienes por respectos de otros, y así no pueden tener una común idea. Pero ya, en fin, dije al principio, que esta disputa era fuera del propósito, y que no se debe tener con ella mucha cuenta.

 

Capítulo VI

 

Mejor será, por ventura, en general, considerarlo y dudar cómo se dice esto. Aunque esta, cuestión será dificultosa, por ser amigos nuestros los que ponen las Ideas. Aunque parece que, por conservación de la verdad, es más conveniente y cumple refutar las cosas propias, especialmente a los que son filósofos; porque siendo ambas cosas amadas, como a más divina cosa es bien hacer más honra a la verdad. Pues los que esta opinión introdujeron, no ponían Ideas en las cosas en que dijeron haber primero y postrero, y por esto de los números no hicieron Ideas; lo bueno, pues, dícese en la sustancia y ser de la cosa, y en la calidad, y en la comparación o correlación. Y, pues, lo que por sí mismo es y sustancia, naturalmente es primero que lo que con otro se confiere, porque esto parece adición y accidente de la cosa. De suerte que éstos no tenían una común Idea. A más de esto, pues, lo bueno de tantas maneras se dice como hay géneros de cosas (pues se dice en la sustancia como Dios y el entendimiento, y en la cualidad como las virtudes, y en la cantidad como la medianía, y en los que se confieren como lo útil, y en el tiempo como la ocasión, y en el lugar como el cenador, y otros semejantes), cosa clara es que no tenían una cosa común, y universalmente una; porque no se diría de todas las categorías, sino de una sola. Asimismo, que pues los que debajo de una misma Idea se comprehenden, todos pertenecen a una misma ciencia, una misma ciencia trataría de todas las cosas buenas. Pero vemos que hay muchas aun de aquellos bienes que pertenecen a una misma categoría, como de la ocasión, la cual en la guerra la considera el arte militar, en la enfermedad la medicina. Y de la medianía en el manjar, trata la medicina, y en los ejercicios, la gimnástica. Pero dudaría alguno, por ventura, qué quieren decir, cuando dicen ello por sí mismoª, si es que en el mismo hombre y en el hombre hay una misma definición, que es la del hombre, porque en cuanto al ser del hombre, no difieren en nada. Porque si esto es así, ni un bien diferiría de otro en cuanto bien, ni aun por ser bien perpetuo será por eso más bien, pues lo blanco de largo tiempo no es por eso más blanco, que lo blanco de un día. Más probablemente parece que hablan los pitagóricos del bien, los cuales ponen el uno en la conjugación que hacen de los bienes, a los cuales parece que quiere seguir Espeusippo. Pero, en fin, tratar de esto toca a otra materia. Pero en lo que está dicho parece que se ofrece una duda, por razón que no de todos los bienes tratan las propuestas razones, sino que los bienes que por si mismos se pretenden y codician, por sí mismos hacen una especie, y los que a éstos los acarrean o conservan, o prohíben los contrarios, por razón de éstos se dicen bienes en otra manera. Por donde parece cosa manifiesta, que los bienes se dirán en dos maneras: unos por sí mismos, y otros por razón de aquéllos. Dividiendo, pues, los bienes que son por sí buenos de los útiles, consideremos si se dicen conforme a una común Idea. Pero ¿cuáles dirá uno que son bienes por sí mismos, sino aquellos que, aunque solos estuviesen, los procuraríamos haber, como la discreción, la vista, y algunos contentamientos y honras? Porque estas cosas, aunque por respecto de otras las buscamos, con todo alguno las contaría entre los bienes que por sí mismos son de desear, o dirá que no hay otro bien sino la Idea, de manera que quedará inútil esta especie. Y, pues, si éstos son bienes por sí mismos, de necesidad la definición del bien ha de parecerse una misma en todos ellos, de la misma manera que en la nieve y en el albayalde se muestra una definición misma de blancura. Pues la honra, y la discreción, y el regalo, en cuanto son bienes, tienen definiciones diferentes. De manera que lo bueno no es una cosa común según una misma Idea. Pues ¿de qué manera se dicen bienes? Porque no parece que se digan como las cosas que acaso tuvieron un mismo nombre, sino que se llamen así, por ventura, por causa que, o proceden de una misma cosa, o van a parar a una misma cosa, o por mejor decir, que se digan así por analogía o proporción. Porque como sea la vista en el cuerpo, así sea el entendimiento en el alma, y en otra cosa otra. Pero esta disputa, por ventura, será mejor dejarla por agora, porque tratar de ella de propósito y asimismo de la Idea, a otra filosofía y no a ésta pertenece. Porque si el bien que a muchos comúnmente se atribuye, una cosa es en sí y está apartado por sí mismo, cosa clara es que ni el hombre lo podrá hacer, ni poseer, y aquí buscamos el bien que pueda ser capaz de lo uno y de lo otro. Por ventura, le parecerá a alguno ser más conveniente entender el mismo bien confiriéndolo con los bienes que se hacen y poseen. Porque teniéndolo a éste como por muestra, mejor entenderemos las cosas que a nosotros fueren buenas, y, entendiéndolas, las alcanzaremos. Tiene, pues, esta disputa alguna probabilidad, aunque parece que difiere de las ciencias. Porque aunque todas ellas a bien alguno se refieren, y suplir procuran lo que falta, con todo se les pasa por alto la noticia de el, lo cual no es conforme a razón que todos los artífices ignoren un tan gran socorro y no procuren de entenderlo. Porque dirá alguno ¿qué le aprovechará al tejedor o al albañil para su arte el entender el mismo sumo bien, o cómo será mejor médico o capitán el que la misma Idea ha considerado? Porque ni aun la salud en común no parece que considera el médico, sino la salud del hombre, o por mejor decir la de este particular hombre, pues en particular cura a cada uno. Pero, en fin, cuanto a la presente materia, basta lo tratado.

 

Concluida ya la disputa, si hay una común Idea de todos los bienes, la cual, como el mismo Aristóteles lo dice, es ajena de la moral filosofía, y por esto se ha de tener con ella poca cuenta, vuelve agora a su propósito y prueba cómo la felicidad no puede consistir en cosa alguna de las que por causa de otras se desean, porque las tales no son del todo perletas, y la felicidad parece, conforme a razón, que ha de ser tal, que no le falte nada.

 

Capítulo VII

 

Volvamos, pues, otra vez a este bien que inquirimos qué cosa es: porque en diferentes hechos y diferentes artes parece ser diverso, pues es uno en la medicina y otro en el arte militar, y en las demás artes de la misma suerte, ¿cuál será, pues, el bien de cada una, sino aquel por cuya causa se trata todo lo demás? Lo cual en la medicina es la salud, en el arte militar la victoria, en el edificar la casa, y en otras cosas, otro, y, en fin, en cualquier elección el fin; pues todos, por causa de éste, hacen todo lo demás. De manera que si algo hay que sea fin de todo lo que se hace, esto mismo será el bien de todos nuestros hechos, y si muchas cosas lo son, estas mismas lo serán. Pero pasando adelante, nuestra disputa ha vuelto a lo mismo; pero habemos de procurar de más manifiestamente declararlo. Pues por cuanto los fines, según parece, son diversos, y de éstos los unos por causa de los otros deseamos, como la hacienda, las flautas y, finalmente, todos los instrumentos, claramente se ve que no todas las cosas son perfectas; pero el sumo bien cosa perfecta parece que ha de ser; de suerte que si alguna cosa hay que ella sola sea perfecta, ésta será sin duda lo que buscamos, y si muchas, la que más perfecta de ellas. Más perfecto decimos ser aquello que por su propio respecto es procurado, que no aquello que por causa de otro, y aquello que nunca por respecto de otro se procura, más perfecto que aquello que por sí mismo y por respecto de otro se procura, y hablando en suma, aquello es perfecto que siempre por su propio respecto es escogido y nunca por razón y causa de otra cosa. Tal cosa como ésta señaladamente parece que haya de ser la felicidad, porque ésta siempre por su propio respecto la escogemos, y por respecto de otra cosa nunca. Pero la honra, y el pasatiempo, y el entendimiento, y todos géneros de virtudes, escogémoslos cierto por su propio respecto, porque aunque de allí ninguna cosa nos hubiese de redundar, los escogeríamos por cierto, pero también los escogemos por causa de la felicidad, teniendo por cierto que con el favor y ayuda de éstos habemos de vivir dichosamente. Pero la felicidad nadie por causa de estas cosas la elige, ni, generalmente hablando, por razón de otra cosa alguna. Pero parece que lo mismo procede de la suficiencia, porque el bien perfecto parece que es bastante. Llamamos bastante, no lo que basta para uno que vive vida solitaria, pero también para los padres, hijos y mujer, y generalmente para sus amigos y vecinos de su pueblo, pues el hombre, naturalmente, es amigo de vivir en comunidad. Pero hase de poner en esto tasa, porque si lo queremos extender hasta los padres y abuelos, y hasta los amigos de los amigos, será nunca llegar al cabo de ello. Pero de esto trataremos adelante. Aquello, pues, decimos ser bastante, que sólo ello hace la vida digna de escoger, y de ninguna cosa falta, cual nos parece ser la felicidad. Demás de esto, la vida que más de escoger ha de ser, no ha de poder ser contada, porque si contar se puede, claro está que con el menor de los bienes será más de desear, porque, lo que se le añade, aumento de bienes es, y de los bienes el mayor siempre es más de desear. Cosa perfecta pues, y por sí misma bastante, parece ser la felicidad, pues es el fin de todos nuestros hechos; pero por ventura parece cosa clara y sin disputa decir que lo mejor es la felicidad, y se desea que con más claridad se diga qué cosa es, lo cual por ventura se hará si presuponemos primero cuál es el propio oficio y obra del hombre. Porque así como el tañedor de flautas, y el entallador, y cualquier otro artífice, y generalmente todos aquellos que en alguna obra y hecho se ejercitan, su felicidad y bien parece que en la obra lo tienen puesto y asentado, de la misma manera parece que habemos de juzgar del hombre, si alguna obra hay que propia sea del hombre. Pues, ¿será verdad que el albañil y el zapatero tengan sus propias obras y oficios, y que el hombre no lo tenga, sino que haya nacido como cosa ociosa y por demás? No es así, por cierto, sino que así como el ojo, y la mano, y el pie, y generalmente cada una de las partes del cuerpo parece que tiene algún oficio, así al hombre, fuera de estas cosas, algún oficio y obra le habemos de asignar. ¿Cuál será, pues, ésta? Porque el vivir, común lo tiene con las plantas, y aquí no buscamos sino el propio. Habémoslo, pues, de quitar de la vida del mantenimiento y del aumento. Síguese tras de ésta la vida del sentido; pero también ésta parece que le es común con el caballo y con el buey y con cualquiera manera otra de animales. Resta, pues, la vida activa del que tiene uso de razón, la cual tiene dos partes: la una que se rige por razón, y la otra que tiene y entiende la razón. Siendo, pues, ésta en dos partes dividida, habemos de presuponer que es aquella que consiste en el obrar, porque ésta más propiamente parece que se dice. Pues si la obra o oficio del hombre es el usar del alma conforme a razón, o a lo menos no sin ella, y si la misma obra y oficio decimos en general que es de tal, que del perfecto en aquello, corno el oficio del tañedor de citara entendemos del bueno y perfecto tañedor, y generalmente es esto en todos, añadiendo el aumento de la virtud a la obra (porque el oficio del tañedor de cítara es tañerla y el del buen tañedor tañerla bien), y si de esta misma manera presuponemos que el propio oficio del hombre es vivir alguna manera de vida, y que ésta es el ejercicio y obras del alma hechas conforme a razón, el oficio del buen varón será, por cierto, hacer estas cosas bien y honestamente. Vemos, pues, que cada cosa conforme a su propia virtud alcanza su remate y perfección, lo cual si así es, el bien del hombre consiste, por cierto, en ejercitar el alma en hechos de virtud, y si hay muchos géneros de virtud, en el mejor y más perfecto, y esto hasta el fin de la vida. Porque una golondrina no hace verano, ni un día sólo, y de la misma manera un solo día ni un poquillo de tiempo no hace dichosos a los hombres ni les da verdadera prosperidad. Hase, pues, de describir o definir el bien conforme a ésta. Porque conviene, por ventura, al principio darlo así a entender, como por cifras o figuras, y después tratar de ello más al largo. Pero parecerá que quien quiera será bastante para sacar a luz y disponer las cosas que bien estuvieren definidas, y que el tiempo es el inventor y valedor en estas cosas, de donde han nacido las perfecciones en las artes, porque quien quiera es bastante para añadir en las cosas lo que falta. Habémonos sí, pues, de acordar de lo que se dijo en lo pasado, y que la claridad no se ha de pedir de una misma manera en todas las cosas, sino en cada una según lo sufre la materia que se trata, y no más de cuanto baste para lo que propiamente a la tal ciencia pertenece. Porque de diferente manera considera el ángulo recto el arquitecto que el geómetra, porque aquél considéralo en cuanto es útil para la obra que edifica, pero estotro considera qué es y qué tal es, porque no pretende más de inquirir en esto la verdad; y de la misma manera se ha de hacer en las demás, de manera que no sea mis lo que fuera del propósito se trate, que lo que a la materia que se trata pertenece. Ni aun la causa por que se ha de pedir en todas las cosas de una misma suerte, porque en algunas cosas basta que claramente se demuestre ser así, como en los principios el primer fundamento es ser así aquello verdad. Y los principios unos se prueban por inducción y otros por el sentido, y otros por alguna costumbre, y otros de otras maneras diferentes. Y hase de procurar que los principios se declaren lo más llanamente que ser pueda, y hacer que se definan bien, porque importan mucho para entender lo que se sigue, pues parece que el principio es más de la mitad del todo, y que mediante él se entienden muchas cosas de las que se disputan.

 

En el Capítulo VIII hace distinción entre los bienes de alma y los del cuerpo y los exteriores, que llamamos bienes de fortuna, para ver en cuáles de éstos consiste la felicidad. Relata asimismo las opiniones de los antiguos acerca de la felicidad, y muestra en qué concordaron y en qué fueron diferentes.

 

Capítulo VIII

 

Habemos, pues, de tratar de la felicidad, no sólo por conclusiones ni por proposiciones de quien consta el argumento, pero aun por las cosas que de ella hablamos dichas. Porque con la verdad todas las cosas que son cuadran, y la verdad presto descompadra con la mentira. Habiendo, pues, tres diferencias de bienes, unos que se dicen externos, otros que consisten en el alma, y otros en el cuerpo, los bienes del alma más propiamente y con más razón se llaman bienes, y los hechos y ejercicios espirituales, en el alma los ponemos. De manera que conforme a esta opinión, que es antigua y aprobada por todos los filósofos, bien y rectamente se dirá que el fin del hombre son ciertos hechos y ejercicios, porque de esta manera consiste en los bienes del alma y no en los de defuera. Conforma con nuestra razón esto: que el dichoso se entiende que ha de vivir bien y obrar bien, porque en esto casi está propuesto un bien vivir y un bien obrar. Vese asimismo a la clara que todas las cosas que de la felicidad se disputan consisten en lo que está dicho. Porque a unos les parece que la suma felicidad es la virtud, a otros que la prudencia, a otros que cierta sabiduría, a otros todas estas cosas o alguna de ellas con el contento, o no sin él; otros comprehenden también juntamente los bienes de fortuna. de estas dos cosas, la postrera afirma el vulgo y la gente de menos nombre, y la primera los pocos y más esclarecidos en doctrina. Pero ningunos de éstos es conforme a razón creer que del todo yerran, sino en algo, y aciertan casi en todo lo demás. Pues con los que dicen que el sumo bien es toda virtud o alguna de ellas, concorda la razón, porque el ejercicio que conforme a virtud se hace, propio es de la virtud. Pero hay, por ventura, muy grande diferencia de poner el sumo bien en la posesión y hábito, a ponerlo en el uso y ejercicio; porque bien puede acaecer que el hábito no se ejercite en cosa alguna buena, aunque en el alma tenga hecho asiento, como en el que duerme o de cualquier otra manera está ocioso. Pero el ejercicio no es posible, porque en el efecto y buen efecto consiste de necesidad. Y así como en las fiestas del Olimpo no los más hermosos ni los más valientes ganan la corona, sino los que pelean (pues algunos de estos vencen), de esta misma manera aquellos que se ejercitan bien, alcanzan las cosas buenas y honestas de la vida. Y la vida de estos tales es ella por sí misma muy suave, porque la suavidad uno de los bienes es del alma, y a cada uno le es suave aquello a que es aficionado, como al aficionado a caballos el caballo, al que es amigo de ver las cosas que son de ver, y de la misma manera al que es aficionado a la justicia le son apacibles las cosas justas, y generalmente todas las obras de virtud al que es a ella aficionado. Las cosas, Pues, que de veras son suaves, no agradan al vulgo, porque, naturalmente, no son tales; pero a los que son aficionados a lo bueno, esles apacible lo que naturalmente lo es, cuales son los hechos virtuosos. De manera que a éstos les son apacibles, y por sí mismos lo son, ni la vida de ellos tiene necesidad de que se le añada contento como cosa apegadiza, sino que ella misma en sí misma se lo tiene. Porque conforme a lo que está dicho, tampoco será hombre de bien el que con los buenos hechos no se huelga, pues que tampoco llamará ninguno justo al que el hacer justicia no le da contento, ni menos libre al que en los libres hechos no halla gusto, y lo mismo es en todas las demás virtudes. Y si esto es así, por sí mismos serán aplacibles los hechos virtuosos, y asimismo los buenos y honestos, y cada uno de ellos muy de veras, si bien juzga de ellos el hombre virtuoso, y pues juzga bien, según habemos dicho, síguese que la felicidad es la cosa mejor y la más hermosa y la más suave, ni están estas tres cosas apartadas como parece que las aparta el epigrama que en Delos está escrito:

 

De todo es lo muy justo más honesto,

lo más útil, tener salud entera,

lo más gustoso es el haber manera

como goces lo que amas, y de presto.

 

Porque todas estas cosas concurren en los muy buenos ejercicios, y decimos que o éstos, o el mejor de todos ellos, es la felicidad. Aunque con todo eso parece que tiene necesidad de los bienes exteriores, como ya dijimos. Porque es imposible, a lo menos no fácil, que haga cosas bien hechas el que es falto de riquezas, porque ha de hacer muchas cosas con favor, o de amigos, o de dineros, o de civil poder, como con instrumentos, y los que de algo carecen, como de nobleza, de linaje, de hijos, de hermosura, parece que manchan la felicidad. Porque no se puede llamar del todo dichoso el que en el rostro es del todo feo, ni el que es de vil y bajo linaje, ni el que está sólo y sin hijos, y aun, por ventura, menos el que los tiene malos y perversos, o el que teniendo buenos amigos se le mueren. Parece, pues, según habemos dicho, que tiene necesidad de prosperidad y fortuna semejante. De aquí sucede que tinos dicen que la felicidad es lo mismo que la buenaventura, y otros que lo mismo que la virtud.

 

Levantado a resolución en el capítulo pasado, Aristóteles, cómo la prosperidad consiste principalmente en el vivir conforme a razón y virtud, aunque para mejor hacerlo esto se requiere también la prosperidad en las cosas humanas, disputa agora cómo se alcanza la prosperidad, si por ciencia, o por costumbre, o por voluntad de Dios, y concluye, que, pues, en la prosperidad tantas cosas contienen, de ellas vienen por fortuna, como la hermosura, de ellas por divina disposición, como las inclinaciones, y de ellas por hábito y costumbres de los hombres, como las virtudes.

 

Capítulo IX

 

De donde se duda si la prosperidad es cosa que se alcance por doctrina, o por costumbre y uso, o por algún otro ejercicio, o por algún divino hado, o por fortuna. Y si algún otro don de parte de Dios a los hombres les proviene, es conforme a razón creer que la felicidad es don de Dios, y tanto más de veras, cuanto ella es el mejor de los dones que darse pueden a los hombres. Pero esto a otra disputa por ventura más propiamente pertenece. Pero está claro que aunque no sea don de Dios, sino que o por alguna virtud y por alguna ciencia, o por algún ejercicio se alcance, es una cosa de las más divinas. Porque el premio y fin de la virtud está claro que ha de ser lo mejor de todo, y una cosa divina y bienaventurada. Es asimismo común a muchos, pues la pueden alcanzar todos cuantos en los ejercicios de la virtud no se mostraren flojos ni cobardes, con deuda de alguna doctrina y diligencia. Y si mejor es de esta manera alcanzar la felicidad que no por la fortuna, es conforme a razón ser así como decimos, pues aun las cosas naturales es posible ser de esta manera muy perfectas, y también por algún arte y por todo género de causas, y señaladamente por la mejor de ellas. Y atribuir la cosa mejor y más perfecta a la fortuna, es falta de consideración y muy gran yerro. A más de que la razón nos lo muestra claramente esto que inquirimos. Porque ya está dicho qué tal es el ejercicio del alma conforme a la virtud. Pues de los demás bienes, unos de necesidad han de acompañarlo, y otros como instrumentos le han de dar favor y ayuda. Todo esto es conforme a lo que está dicho al principio. Porque el fin de la disciplina de la república dijimos ser el mejor, y ésta pone mucha diligencia en que los ciudadanos sean tales y tan buenos, que se ejerciten en todos hechos de virtud. Con razón, pues, no llamamos dichoso ni al buey, ni al caballo, ni a otro animal ninguno, pues ninguno de ellos puede emplearse en semejantes ejercicios. Y por la misma razón ni un muchacho tampoco es dichoso, porque por la edad no es aún apto para emplearse en obras semejantes, y si algunos se dicen, es por la esperanza que se tiene de ellos, porque, como ya está dicho, requiérese perfecta virtud y perfecta vida. Porque suceden mudanzas y diversas fortunas en la vida, y acontece que el que muy a su placel esta, venga a la vejez a caer en muy grandes infortunios, como de Príamo cuentan los poetas. Y al que en semejantes desgracias cae y miserablemente fenece, ninguno lo tiene por dichoso.

 

En el décimo capítulo, tomando ocasión de un dicho que Solón Ateniense dijo a Creso, Rey de Lidia, que ninguno se había de decir dichoso mientras viviese, por las mudanzas que succeden tan varias en la vida, disputa cuándo se ha de llamar un hombre dichoso. Demuestra que si la felicidad depende de las cosas de fortuna, ni aun después de muerto no se puede decir uno dichoso, por las varias fortunas que a las prendas que acá deja: hijos, mujer, padres, hermanos, amigos, les pueden succeder, y que por esto es mejor colocar la felicidad en el uso de la recta razón, donde pueda poco o nada la fortuna.

 

Capítulo X

 

Por ventura, pues, es verdad, que ni aun a otro hombre ninguno no lo hemos de llamar dichoso mientras viva, sino que conviene, conforme al dicho de Solón, mirar el fin. Y si así lo hemos de afirmar, será dichoso el hombre después que fuere muerto. Lo cual es cosa muy fuera de razón, especialmente poniendo nosotros la felicidad en el uso y ejercicio. Y si al muerto no llamamos dichoso, tampoco quiso decir esto Solón, sino que entonces habemos de tener a un hombre por dichoso seguramente, cuando de males y desventuras estuviere libre. Pero esto también tiene alguna duda, porque el muerto también parece que tiene sus males y sus bienes como el vivo, que no siente cómo son honras y afrentas, prosperidades y adversidades de hijos o de nietos, y esto parece que causa alguna duda. Porque bien puede acaecer que uno viva hasta la vejez prósperamente y que acabe el curso de su vida conforme a razón y con todo esto haya muchas mudanzas en sus descendientes, y que unos de ellos sean buenos y alcancen la vida cual ellos la merecen, y otros al contrario. Cosa es, pues, cierta, que es posible que ellos caminen en la vida muy fuera del camino de sus padres. Cosa, pues, cierto sería muy fuera de razón, que el muerto mudase juntamente de fortuna, y que unas veces fuese dichoso y otras desdichado; pero también es cosa fuera de razón decir que ninguna cosa de las de los hijos por algún tiempo no toque a los padres. Pero volvamos a la primera duda nuestra, porque por ventura de ella se entenderá lo que agora disputábamos. Pues si conviene considerar el fin y entonces tener a uno por dichoso, no como a hombre que lo sea entonces, sino como a quien lo ha sido primero, ¿cómo no, será esto disparate, que cuando uno es dichoso no se diga con verdad que lo es siéndolo, por no querer llamar dichosos a los que viven, por las mudanzas de las cosas y por entender que la felicidad es una cosa firme y que no se puede fácilmente trastrocar, y que las cosas de fortuna se mudan a la redonda en los mismos muchas veces?; porque cosa cierta es que, si seguimos las cosas de fortuna, a un mismo unas veces le diremos dichoso y otras desdichado, y esto muchas veces, haciendo al dichoso un camaleón sin seguridad ni firmeza ninguna, puesto no es bien decir que se han de seguir las cosas de fortuna. Porque no está en ellas el bien o el mal, sino que tiene de ellas necesidad la vida humana, como habemos dicho. Pero lo que es propio de la felicidad son los actos y ejercicios virtuosos, y de lo contrario los contrarios. Conforma con nuestra razón lo que agora disputábamos. Porque en ninguna cosa humana tanta seguridad y firmeza hay como en los ejercicios de virtud, los cuales aun parecen más durables que las ciencias, y de estos mismos los más honrosos y más durables, porque en éstos viven y se emplean más a la continua los dichosos; y esta es la causa por donde no pueden olvidarse de ellos. Todo esto que habemos inquirido se hallará en el dichoso, y él será tal en su vivir, porque siempre y muy continuamente hará y contemplará las obras de virtud, y las cosas de la fortuna pasarlas ha muy bien y con muy gran discreción, como aquel que es de veras bueno y de cuadrado asiento, sin haber en él que vituperar. Siendo, pues, muchas las cosas de la fortuna, y en la grandeza o pequeñez diversas, las pequeñas prosperidades, y de la misma manera sus contrarias, cosa cierta es que no hacen mucho al caso para la vida; pero las grandes y que succeden bien en abundancia, harán más próspera la vida y más dichosa, porque éstas puédenla esclarecer mucho y el uso de ellas es bueno y honesto; y las que, por el contrario, succeden, afligen y estragan la felicidad, porque acarrean tristezas y impiden muchos ejercicios. Aunque, con todo esto, en éstas resplandece la bondad, cuando uno sufre fácilmente muchos y graves infortunios, no porque no los sienta, sino por ser generoso y de grande ánimo. Pues si los ejercicios son propios de la vida, como habemos dicho, ningún dichoso será en tiempo alguno desdichado, porque jamás hará cosas malas ni dignas de ser aborrecidas. Porque aquel que de veras fuere bueno y prudente, entendemos que con mucha modestia y buen semblante sufrirá todas las fortunas, y conforme a su posibilidad hará siempre lo mejor; porque así como un prudente capitán usa lo mejor que puede del ejército que tiene en perjuicio de sus enemigos, y un zapatero del cuero que alcanza procura hacer bien un zapato, de la misma manera los demás artífices procuran de hacerlo. De manera que el de veras dichoso nunca volverá a ser desdichado; pero tampoco será dichoso si en las desdichas de Príamo cayere, pero no será variable ni caerá de su firmeza fácilmente, porque de su prosperidad no le derribarán fácilmente y de ligero ni con cualesquiera desventuras, sino con muy muchas y muy grandes. Y de la misma manera, por el contrario, no se hará dichoso en poco tiempo, sino si por algún largo tiempo viniere a alcanzar en sí mismo cosas grandes y ilustres. ¿Por qué no podrá, pues, llamarse dichoso el que conforme a perfecta virtud obra, y de los exteriores bienes es bastantemente dotado, no por cualquier espacio de tiempo, sino por todo el discurso de su vida? O ¿habrase de añadir que ha de vivir de esta manera, y acabar su vida conforme a razón, pues lo porvenir no lo sabemos, y la prosperidad ponemos que es el fin y total perfección del todo y donde quiera? Y si esto es así, aquéllos diremos que entre los que viven son dichosos, los cuales tienen y tendrán todo lo que habemos dicho. Digo dichosos, conforme a la felicidad y dicha de los hombres. Y, cuanto a esto, basta lo tratado.

 

En el XI capítulo, disputa si las prosperidades de los amigos, hijos o nietos, o las adversidades, hacen o deshacen la felicidad. Y concluye ser lo mismo en esto, que en los bienes de fortuna, y que, por sí solos, ni la hacen ni deshacen, sino que valen para más o menos adornarla.

 

Capítulo XI

 

Pero decir que las fortunas de los hijos o nietos, y las de todos los amigos, no hacen nada al caso, cosa, cierto, parece muy ajena de amistad y contra las comunes opiniones de las gentes. Pero como son muchas cosas las que acaecen, y de muchas maneras, y unas hacen más al caso y otras, menos, tratar en particular de cada una, sería cosa prolija y que nunca tenía fin. Pero tratandolo así en común y por ejemplos, por ventura se tratará bastantemente. Porque de la misma manera que en las propias desgracias, unas hay que tienen algún peso y fuerza para la vida, y otras que parecen de poca importancia, de la misma manera es en las cosas de todos los amigos. Pero hay mucha diferencia en cada una de las desgracias, si acaecen a los vivos, o a los que ya son muertos, harto mayor que hay de representarse en las tragedias las cosas ajenas de razón y ley, y fuertes, al hacerlas. Pero de esta manera habemos de sacar por razón la diferencia, o, por mejor decir, habemos de disputar de los muertos, si participan de algún bien, o de mal alguno. Porque parece que se colige de lo que está dicho, que, aunque les toque cualquier bien, o su contrario, será cosa de poca importancia y tomo, o en sí, o, a lo menos, cuanto a lo que toque a ellos, o si no, a lo menos tal y tan grande, que no baste a hacer dichosos a los que no lo eran, ni, a los que lo eran, quitarles su felicidad. Parece, pues, que las prosperidades de los amigos importan a los muertos algo, y asimismo las desdichas; pero hasta tanto y de tal suerte, que ni a los dichosos hagan desdichados, ni a los desdichados les acarreen felicidad, ni cosa otra alguna de esta manera.

 

En el Capítulo XII disputa si la felicidad es cosa de alabar, o despreciable, y prueba que no se ha de alabar, sino preciar, porque lo que se alaba es por razón que importa para algún bien, y así tiene manera de oficio menor; pero la felicidad, como sea último fin, no importa para nada, antes las otras cosas importan para ella. Cuestión es del vocablo, y no muy útil, y aun ajena del común modo de hablar, porque bien puedo yo alabar una cosa de todas las grandezas que en sí tiene, sin dirigirla a fin alguno, y nuestra religión cristiana está llena de alabanzas de Dios, que es nuestra verdadera felicidad, la cual nunca acabó de conocer la gentil Filosofía.

 

Capítulo XII

 

Declaradas ya estas cosas, disputemos de la misma felicidad, si es una de las cosas que se han de alabar, o de las que se han de tener en precio y estima. Porque manifiesta cosa es que no es de las cosas que consisten en facultad; y parece que todo lo que es de alabar, se alaba por razón de ser tal o tal, y porque en alguna manera a otra cosa alguna se refiere. Porque al varón justo y al valeroso, y generalmente al buen varón y a la virtud misma, por razón de las obras y de los efectos la alabamos; y al robusto y al ligero, y a cada uno de los demás, por ser de tal calidad y valer algo para alguna cosa buena y virtuosa. Vese esto claramente en las alabanzas de los dioses, las cuales parecen dignas de risa atribuidas a nosotros. Lo cual sucede porque las alabanzas se dan, como habemos dicho, conforme al respecto de lo que se alaba. Pues si la alabanza es de este jaez, manifiesta cosa es que de las cosas mejores no hay alabanza, sino alguna cosa mayor y mejor que la alabanza, como se ve a la clara. Porque a los dioses juzgamos los por bienaventurados y dichosos, y asimismo entre los hombres, a los más divinos juzgamos por bienaventurados; y esto mismo es en las cosas buenas, porque ninguno alaba la felicidad como quien alaba lo justo, sino que como a cosa mejor y, más divina la bendice. Y así parece que Eudoxo favorece muy bien al regalo en cuanto a los premios. Porque en decir que siendo una de las cosas buenas no se ha de alabar, parecíale que daba a entender ser cosa de más ser que las que se alaban, y que tal era Dios y el sumo bien, porque a estas todas las demás cosas se refieren. Porque la alabanza es de la virtud, pues de ella salen pláticos los hombres en el hacer cosas ilustres, y las alabanzas por las obras se dan, y de la misma manera en las cosas del cuerpo y del espíritu. Pero tratar particularmente de estas cosas, por ventura les toca mis propiamente a los que se ejercitan en escribir oraciones de alabanzas, que a nosotros; cónstanos de lo que está dicho que la felicidad es una de las cosas dignas de ser en precio tenidas y perfectas. Parece asimismo ser esto así por razón de ser ella el principio, pues por causa de ésta todos hacemos todo lo demás, y el principio y causa de todos los bienes presuponemos que es cosa digna de preciar y muy divina.

 

Mostrado ha Aristóteles cómo la verdadera felicidad, consiste en vivir conforme a perfecta razón, aunque para mejor poder poner las cosas buenas en ejecución, es bien que juntamente con ello haya prosperidad en las cosas exteriores que llamamos de fortuna, muestra agora por qué parte toca a la disciplina de la república tratar de las virtudes, y es porque no es otra cosa virtud, sino hecho conforme a recta y perfecta razón; de manera que vivir felices y prósperamente y vivir conforme a recta y perfecta razón, y vivir conforme a virtud, todo es una cosa. Y como la virtud sea la perfección del alma, y el alma, según Platón y según todos los graves filósofos, tenga dos pares: una racional, en que consiste el entendimiento y uso de, razón, y otra apetitiva, en que se ponen todos los afectos, hace dos maneras de virtudes: unas del entendimiento, y otras tocantes al reprimir los afectos, que se llaman virtudes morales, y así de las unas como de las otras pretende tratar en los libros siguientes, de manera que queda ya trazada obra para ellos.

 

Capítulo XIII

 

 

Y pues la felicidad es un ejercicio del alma conforme a perfecta virtud, habremos de tratar de la virtud, porque por ventura de esta manera consideraremos mejor lo de la felicidad. Y el que de veras trata la disciplina y materia de la república, parece que se ha de ejercitar en esta consideración y disputa muy de veras, porque pretende hacer buenos los ciudadanos y obedientes a las leyes, en lo cual tenemos por ejemplo y muestra a los legisladores de los Candiotas o Cretenses y a los de los Lacedemonios, y si otros ha habido de la misma suerte. Y si esta consideración es aneja a disciplina de república, manifiesta cosa es que esta disputa es conforme al propósito que tomamos al principio. Y entiéndese, que habemos de tratar de la virtud humana, pues inquirimos el sumo bien humano y la felicidad humana. Y llamamos virtud humana, no a la del cuerpo, sino a la del alma, y la felicidad decimos que es ejercicio del alma. Y si esto es de esta manera, claramente se ve que le cumple al que tratare esta materia las cosas del alma tenerlas entendidas de la misma manera que el que ha de curar los ojos y todo el cuerpo, y tanto más de veras, cuanto de mayor estima y mejor es la disciplina de la república que no la medicina. Y los más insignes médicos de la noticia del cuerpo tratan largamente. De manera que, el que trata esta materia, está obligado a considerar las cosas del alma, pero por razón de las virtudes y no más de lo que sea menester para lo que se disputa. Porque quererlo declarar por el cabo, más aparato por ventura requiere que lo que está propuesto, y ya de ellas se trata bastantemente en nuestras Disputas vulgares, de quien se habrá de servir. Como agora que una parte de ella es incapaz de razón y otra que usa de razón. Y si estas dos partes están así divisas como las partes del cuerpo, y como todo lo que partes tiene, o si son dos cosas sólo en cuanto a la consideración, no estando, en realidad de verdad, partidas la una de la otra, como en la redondez del círculo la concavidad y extremidad, para la presente disputa no hace nada al caso. Pero en la parte que no es capaz de razón, hay algo que parece a lo común y vital, digo aquello que es causa del mantenerse y del crecer, porque esta facultad del alma a todas las cosas que toman mantenimiento la dará quien quiera, y aun a lo que se forma en el vientre de la madre, y la misma les atribuirá a los ya perfectos, a quien conforme a razón se les ha de conceder si se ha de conceder alguna otra. La virtud, pues, de esta común virtud parece, y no propia de los hombres. Porque esta parte y facultad en el tiempo del sueño parece que tiene más vigor, y el bueno y el malo no tienen diferencia ninguna mientras duermen, por lo cual dicen que los prósperos y los miserables en cuanto a la mitad de la vida en ninguna cosa difieren. Lo cual parece conforme a razón, porque el sueño es un reposo o sosiego del alma, así de la virtuosa como de la viciosa, excepto, si acaso, por algún poco de tiempo les pasan algunos movimientos, en lo cual mejores son los ensueños de los modo estos que los de los otros cualesquiera. Pero en fin, en cuanto a esta materia, baste lo dicho. Habemos, pues, de dejar a una parte, la facultad del mantenimiento, pues no tiene parte de la virtud humana. Pero parece haber, otra alguna naturaleza del alma, también incapaz, de razón, pero que en alguna manera tiene alguna como sombra de ella. Porque alabamos la razón, así del hombre templado en su vivir como la de el disoluto; y asimismo en el alma aquella parte que capaz es de razón, porque induce muy bien y inclina a lo mejor. Pero en éstos parece haber otra cosa hecha fuera de razón, lo cual se pone contra la razón y pelea contra ella. Porque en realidad de verdad, así como cuando las partes de nuestro cuerpo están fuera de su lugar, si las queremos mover hacia la parte derecha, ellas, al contrario, se mueven a la izquierda, de la misma manera acontece en lo del alma, porque los deseos de los disolutos siempre se encaminan al contrario. Sino que en los cuerpos vemos lo que va fuera de su movimiento, y en el alma no lo vemos. Pero no menos habemos de creer que hay en el alma alguna cosa fuera de razón que contradice y resiste a la razón. La cual, como sea diferente, no hace al caso disputarlo. Pero aun esta parte parece que alcanza, como habernos dicho, alguna manera de razón; porque en el varón templado en su vivir obedece a la razón, y aun por ventura en el templado y juntamente valeroso ya obedece más, porque todas las cosas conforman con la razón. Consta, pues, que lo que en nosotros no es capaz de razón, tiene dos partes. Porque la vital parte en ninguna manera alcanza uso ni parte de razón. Pero la parte en que consisten los deseos y apetitos, en alguna manera alcanza parte de razón, en cuanto se sujeta a ella y la obedece. Porque de esta manera decimos que nos regimos por la razón del padre y de los amigos, y no de la manera que los matemáticos toman la razón. Y que sea verdad que la parte que es sin razón se sujete a la razón, claramente nos lo muestran las exhortaciones y todas las reprehensiones y consuelos. Y pues si conviene decir que ésta alcanza parte de razón, lo que consiste en razón terná dos partes: la una que en sí misma tiene la razón, y propiamente se dice tener uso de razón, y la otra que es como el que escucha los consejos de su padre. Conforme a esta división y diferencia se divide asimismo la virtud, porque unas de ellas decimos que consisten en el entendimiento, y otras en las costumbres. Porque la sabiduría y el conocimiento y la prudencia llámanse virtudes del entendimiento, pero la liberalidad y la templanza virtudes de costumbres. Porque hablando de las costumbres de uno, no decimos que es sabio ni que es discreto, sino que es benigno y templado en su vivir. Y también alabamos al sabio conforme al hábito que tiene, y todos los hábitos dignos de alabanza llamámoslos virtudes.

 

Libro segundo

 

De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco

 

En el libro primero ha mostrado Aristóteles ser el último fin de los hechos la felicidad, y consistir la verdadera felicidad en el vivir conforme a buen uso de razón, que es conforme a virtud perfecta, aunque para mejor ponerla en uso se requiere tener favor de las cosas de fortuna; y que toca a la disciplina de la república tratar de las virtudes, como de aquellas que son medio para alcanzar la felicidad, y que, pues son dos las partes del alma, una racional y otra apetitiva, que hay dos maneras de virtudes de que se ha de tratar, unas tocantes al entendimiento, y otras a los afectos y costumbres. En el segundo disputa y considera otras cosas tocantes en común a todas las virtudes, como es de dónde proceden las virtudes, qué es lo que las estraga y destruye, en qué materia consisten, cómo se alcanzan, y otras cosas como éstas.

 

En el primer capítulo demuestra cómo las virtudes del entendimiento se alcanzan con doctrina, tiempo y ejercicio, y las morales con ejercicios de actos virtuosos.

 

Capítulo primero

 

 

Habiendo, pues, dos maneras de virtudes, una del entendimiento y otra de las costumbres, la del entendimiento, por la mayor parte, nace de la doctrina y crece con la doctrina, por lo cual tiene necesidad de tiempo y experiencia; pero la moral procede de la costumbre, de lo cual tomó el nombre, casi derivándolo, en griego, de este nombre: ethos, que significa, en aquella lengua, costumbre. De do se colige que ninguna de las morales virtudes consiste en nosotros por naturaleza, porque ninguna cosa de las que son tales por naturaleza, puede, por costumbre, hacerse de otra suerte: como la piedra, la cual, naturalmente, tira para abajo, nunca se acostumbrará a subir de suyo para arriba, aunque mil veces uno la avece echándola hacia arriba; ni tampoco el fuego se avezará a bajar de suyo para abajo, ni ninguna otra cosa de las que de una manera son naturalmente hechas, se podrá acostumbrar de otra diferente. De manera que ni naturalmente ni contra natura están las virtudes en nosotros, sino que nosotros somos naturalmente aptos para recibirlas, y por costumbre después las confirmamos. A más de esto, en todas las cosas que nos provienen por naturaleza primero recibimos sus facultades o potencias, y después hacemos los efectos, como se ve manifiestamente en los sentidos. Porque no de ver ni de oír muchas veces nos vino el tenor sentidos, antes al contrario, de tenerlos nos provino el usar de ellos, y no del usar el tenerlos. Pero las virtudes recibímoslas obrando primero, como en las demás artes. Porque lo que habemos de hacer después de doctos, esto mismo haciéndolo aprendemos, como edificando se hacen albañiles, y tañendo cítara tañedores de ella. De la misma manera, obrando cosas justas nos hacemos justos, y viviendo templadamente templados, y asimismo obrando cosas valerosas valerosos, lo cual se prueba por lo que se hace en las ciudades. Porque los que hacen las leyes, acostumbrando, hacen a los ciudadanos buenos, y la voluntad de cualquier legislador es esta misma, y todos cuantos esto no hacen bien, lo yerran del todo. Y en esto difiere una república de otra, digo la buena de la mala. Asimismo toda virtud con aquello mismo con que se alcanza se destruye, y cualquier arte de la misma suerte. Porque del tañer cítara proceden los buenos tañedores y los malos, y a proporción de esto los albañiles y todos los demás, porque de bien edificar saldrán buenos albañiles o arquitectos, y de mal edificar malos. Porque si así no fuese, no habría necesidad de maestros, sino que todos serían buenos o malos. Y de la misma manera acaece en las virtudes, porque obrando en las contrataciones que tenemos con los hombres, nos hacemos unos justos y otros injustos; y obrando en las cosas peligrosas, y avezándose a temer o a osar, unos salen valerosos, y cobardes otros. Y lo mismo es en las codicias y en las iras, porque unos se hacen templados y mansos, y otros disolutos y alterados: los unos, de tratarse en aquéllas de esta suerte, y los otros de esta otra. Y, por concluir con una razón: los hábitos salen conformes a los actos. Por tanto, conviene declarar qué tales han de ser los actos, pues conforme a las diferencias de ellos los hábitos se siguen. No importa, pues, poco, luego donde los tiernos años acostumbrarse de esta manera o de la otra, sino que es la mayor parte, o, por mejor decir, el todo.

 

En el Capítulo II trata cómo las virtudes son medianas entre excesos y defectos, y pruébalo por analogía o proporción de las cosas corporales, pues vemos que, de exceso de demasiado mantenimiento, vienen a estragar los hombres su salud, y también de falta de el: y lo mismo es en las demás cosas.

 

Capítulo II

 

 

Pero por cuanto la presente disputa no se aprende por sólo saberla, como las otras ciencias (porque no por saber qué cosa es la virtud disputamos, sino por hacernos buenos, porque en otra manera no fuera útil la disputa), de necesidad habemos de considerar los actos cómo se han de hacer, porque, como habemos dicho, ellos son los señores y la causa de que sean tales o tales los hábitos. Presupongamos, pues, que el obrar conforme a recta razón es común de todas ellas. Porque después trataremos de ello, y declararemos cuál es la recta razón y cómo se ha con las demás virtudes. Esto asimismo se ha de conceder, que toda disputa, donde se trate de los hechos, conviene que se trate por ejemplos, y no vendiendo el cabello, como ya dijimos al principio, porque las razones se han de pedir conforme a la materia que se trata, pues las cosas que consisten en acción y las cosas convenientes, ninguna certidumbre firme tienen, de la misma manera que las cosas que a la salud del cuerpo pertenecen. Y pues si lo que se trata así en común y generalmente es tal, menos certidumbre y firmeza terná lo que de las cosas en particular y por menudo se tratare, porque las cosas menudas y particulares no se comprehenden debajo de arte alguna ni preceptos, sino que los mismos que lo han de hacer han de considerar siempre la oportunidad, como se hace en la medicina y arte de navegar. Pero aunque esta disciplina sea de esta manera, con todo esto se ha de procurar de darle todo el favor que posible fuere. Primeramente, pues, esto se ha de entender, que todas las cosas de este jaez se pueden gastar y errarse por defecto y por exceso (porque en lo que no se ve ocularmente conviene usar de ejemplos manifiestos), como vemos que acontece en la fuerza y la salud. Porque los demasiados ejercicios, y también la falta de ellos, destruyen y debilitan nuestras fuerzas. De la misma manera el beber y el comer, siendo más o menos de lo que conviene, destruye y estraga la salud; pero tomados con regla y con medida, la dan y acrecientan, y conservan. Lo mismo, pues, acontece en la templanza y en la fortaleza, y en todas las otras maneras de virtudes. Porque el que de toda cosa huye y toda cosa teme y a ninguna cosa aguarda, hácese cobarde, y, por el contrario, el que del todo ninguna cosa teme, sino que todas cosas emprende, hácese arriscado y atrevido. De la misma manera, el que a todo regalo y pasatiempo se da, y no se abstiene de ninguno, es disoluto; pero el que de todo placer huye, como los rústicos, hácese un tonto sin sentido. Porque la templanza y la fortaleza destrúyese por exceso y por defecto, y consérvase con la medicina. Y no solamente el nacimiento y la crecida y la perdición de ellas procede de estas cosas y es causa de ellas, pero aun los ejercicios mismos consisten en lo mismo, pues en las otras cosas más manifiestas acaece de esta suerte, como vemos en las fuerzas, las cuales se alcanzan comiendo bien y ejercitándose en muchas cosas de trabajo, y el hombre robusto puédelo esto hacer muy fácilmente. Lo mismo, pues, acontece en las virtudes, porque absteniéndonos de los regalos y pasatiempos nos hacemos templados, y siendo templados nos podemos abstener de ellos fácilmente. Y de la misma manera en la fortaleza, porque acostumbrándonos a tener en poco las cosas temerosas y esperarlas, nos hacemos valerosos, y siendo valerosos, podremos fácilmente aguardar las cosas temerosas.

 

En el Capítulo III propone la materia de los vicios y virtudes, la cual dice ser contentos y tristezas. Porque la misma acción que es pesada por su mal hábito al vicioso, y por la misma razón le causa tristeza, esta misma al virtuoso, por su buen hábito y costumbre, le es fácil y le da contento.

 

Capítulo III

 

 

Habemos de tener por cierta señal de los hábitos el contento o tristeza que en las obras se demuestra, porque el que se abstiene de los regalos y pasatiempos corporales, y halla contento en el abstenerse, es templado; pero el que del abstenerse se entristece, es disoluto. Y el que aguarda las cosas peligrosas y se huelga con aquello, o a lo menos no se entristece de ello, es valeroso; pero el que se entristece, dícese cobarde. Porque la moral virtud en contentos y tristezas se ejercita, pues por el regalo hacemos cosas malas, y por la tristeza nos abstenemos de las buenas. Por lo cual conviene, como dice Platón, que luego donde la niñez se avecen los hombres a holgarse con lo, que es bien que se huelguen, y a entristecerse de lo que es bien que se entristezcan, porque ésta es la buena doctrina y crianza de los hombres. A más de esto, si las virtudes consisten en las acciones y afectos, y en toda acción y afecto se sigue contento o tristeza, colígese de aquí que la virtud consiste en contentos y tristezas. Vese claro esto por los castigos que por estas cosas se dan, los cuales son como unas curas, y las curas hanse de hacer por los contrarios. Asimismo cualquier hábito del alma, como poco antes dijimos, a las cosas que lo pueden hacer peor o mejor endereza su naturaleza y consiste en ellas, pues manifiesto está que por los halagos del regalo y temores de la tristeza se hacen cosas malas, por seguir o huir de las que no conviene, o cuando no conviene, o como no conviene, o de cualquier otra manera que la razón juzga de estas cosas. Por esto definen las virtudes ser unas seguridades de pasiones y sosiegos del espíritu, pero no bien, por hablar así generalmente y no añadir, como conviene, y como no conviene, y cuando conviene, y todas las demás cosas que se añaden. Presupónese, pues, que la virtud esta de que se trata, es cosa que en materia de contentos y tristezas nos inclina a que hagamos lo mejor, y que el vicio es lo que nos inclina a lo contrario. Pero por esto que diremos se entenderá más claro. Tres cosas hay que nos mueven a elegir una cosa: lo honesto, lo útil, lo suave, y sus tres contrarios a aborrecerla: lo deshonesto, lo dañoso, y lo pesado y enfadoso; en lo cual el bueno siempre acierta tanto cuanto yerra el malo, pero especialmente en lo que al contento toca y al regalo. Porque éste es común a todos los animales, y a todo lo que elección de cosas hace le es anejo. Porque lo honesto y lo útil también parece suave y aplacible. A más de esto, base criado donde la niñez juntamente con nosotros, por lo cual es cosa dificultosa despedir de nosotros este afecto, si una vez en el alma está arraigado. Todos también, cuál más, cuál menos, reglamos nuestras obras con el contento y la tristeza, por lo cual hay necesidad que en esta disputa se trate de estas cosas, por lo que no importa poco el alegrarse o entristecerse para el hacer las cosas bien o mal. Asimismo es más dificultoso resistir al regalo que a la ira, como dice Heráclito, y en las más dificultosas cosas se emplea siempre el arte y la virtud, porque el acertar en ellas es cosa más insigne. De manera que, siquiera por esto, ha de tratar curiosamente de los contentos y desabrimientos o tristezas, así la disciplina moral como también la de república, porque el que bien de éstas usare, será bueno, y malo el que mal en ellas se empleare. Ya, pues, está declarado cómo la virtud consiste en contentos y tristezas, y cómo, lo mismo que la causa, la hace crecer y la destruye cuando de una misma manera no se hace, y también cómo en los mismos actos de donde nace, en aquellos mismos se ejercita.

 

En el Capítulo IV propone una objeción que parece que se colige de lo dicho, para probar que los hábitos no nacen de los actos. Porque si el que adquiere hábito de justicia ha de obrar cosas de justicia para adquirirlo, ya, pues obra justicia, será justo, y, por el consiguiente, terná hábito de justicia. Esta objeción, fácilmente se desata con decir que los actos del que no está aún habituado son imperfectos, como se ve en el que aprende a tañer vihuela o cualquier otro instrumento, y por esto no bastan a darle nombre de perfecto en aquel hábito o arte en que se ejercitare.

 

Capítulo IV

 

 

Dudará por ventura alguno cómo se compadece lo que decimos, que conviene que ejercitándose en cosas justas se hagan justos, y empleándose en cosas de templanza templados. Porque si en cosas justas y templadas se emplean, ya serán justos y templados, así como, si hacen las cosas de gramática y de música, serán ya gramáticos y músicos. O diremos que no pasa en las artes de esta suerte, porque puede ser que acaso haga uno una cosa tocante a la gramática, o diciéndole otro cómo ha de hacerlo. Entonces, pues, será gramático, cuando como gramático hiciere alguna cosa tocante a la gramática. Quiero decir conforme a la gramática que en sí mismo tuviere. A más de esto, no es todo de una manera en las artes y en las virtudes, porque lo que en las artes se hace, en sí mismo tiene su remate y perfección, de manera que basta que se haga como quiera que ello sea; pero lo que se hace en las cosas de virtud, no de cualquier manera que se haga, justa y templadamente estará hecho, sino que es menester que el que lo haga de cierta manera esté dispuesto, porque primeramente ha de entender lo que hace. A más de esto halo de escoger de su propia voluntad y por sólo fin de aquello, y no por otra causa; terceramente, halo de hacer con firmeza y constancia. Todas estas cosas en las demás artes ni se miran ni se consideran, sino que basta sólo el entenderlas. Pero en las cosas de la virtud, lo que menos hace o nada al caso es el entenderlas, sino que lo más importante, o por mejor decir el todo, consiste en lo demás, pues del ejercitarse muchas veces en las cosas justas y templadas, proceden las virtudes. Entonces, pues, se dicen las cosas justas y templadas, cuando son tales, cuales las haría un hombre justo y templado en su vivir. Y aquél es justo y templado en su vivir, que no solamente hace estas obras, pero las hace como los hombres justos y moderados en el vivir las acostumbran hacer. Bien, pues, y conforme a razón se dice, que haciendo cosas justas se hace el hombre justo, y ejercitándose en cosas de templanza, templado en su vivir. Pero no ejercitándose, por mucho que lo considere, ninguno se hará bueno. Pero esto los más lo dejan de hacer, y contentándose con solo tratar las razones, les parece que son filósofos y que saldrán de esta manera virtuosos. A los cuales les acaece lo mismo que a los enfermos, que escuchan lo que el médico dice atentamente, y después no hacen nada de lo que él les manda. Y así como aquéllos, curándose de aquella manera, jamás tenían el cuerpo sano ni de buen hábito dispuesto, de la misma manera éstos, filosofando de esta manera, nunca tenían el alma bien dispuesta.

 

Ya que Aristóteles ha declarado ser los buenos ejercicios la origen y fuente de donde nacen y manan las virtudes, inquiere agora la definición de la virtud, y procura darnos a entender qué cosa es la virtud. Y como toda definición consta de género y diferencia, como los lógicos lo enseñan, en el Capítulo V prueba ser hábito el género de la virtud, y que las virtudes ni son facultades naturales ni tampoco son afectos, porque los afectos no nos dan nombres de buenos, ni malos, lo cual hacen las virtudes y los vicios, y la misma razón vale para probar que no son facultades naturales.

 

Capítulo V

 

 

Tras de esto habemos de inquirir qué cosa es la virtud. Y pues en el alma hay tres géneros de cosas solamente: afectos, facultades y hábitos, la virtud de necesidad ha de ser de alguno de estos tres géneros de cosas. Llamo afectos la codicia, la ira, la saña, el temor, el atrevimiento, la envidia, el regocijo, el amor, el odio, el deseo, los celos, la compasión, y generalmente todo aquello a que es aneja tristeza o alegría. Y facultades, aquellas por cuya causa somos dichos ser capaces de estas cosas, como aquellas que nos hacen aptos para enojarnos o entristecernos o dolernos.Pero hábitos digo aquellos conforme a los cuales, en cuanto a los afectos, estamos bien o mal dispuestos, como para enojarnos. Porque si mucho nos enojamos o remisamente, estamos mal dispuestos en esto, y bien si con rienda y medianía, y lo mismo es en todo lo demás. De manera que ni las virtudes ni los vicios son afectos, porque, por razón de los afectos, ni nos llamamos buenos ni malos, como nos llamamos por razón de las virtudes y vicios. Asimismo por razón de los afectos ni somos alabados ni vituperados, porque ni el que teme es alabado, ni el que se altera, ni tampoco cualquiera que se altera o enoja comúnmente así es reprehendido, sino el que de tal o de tal manera lo hace; pero por causa de las virtudes y los vicios somos alabados o reprehendidos. A más de esto, en el enojarnos o temer no hacemos elección; pero las virtudes son elecciones o no, sin elección. Finalmente, por causa de los afectos decimos que nos alteramos o movemos; pero por causa de las virtudes o vicios no decimos que nos movemos, sino que estamos de cierta manera dispuestos. Por las mismas razones se prueba no ser tampoco facultades; pues por sólo poder hacer una cosa, ni buenos ni malos nos llamamos, ni tampoco somos por ello alabados ni reprehendidos. Asimismo las facultades, naturalmente las tenemos, pero buenos o malos no somos por naturaleza. Pero de esto ya arriba se ha tratado. Pues si las virtudes ni son afectos ni tampoco facultades, resta que hayan de ser hábitos. Cuál sea, pues, el género de la virtud, de esta manera está entendido.

 

Ya que en el Capítulo V ha demostrado ser el hábito género de la virtud, en el sexto demuestra cuál es su diferencia, para que la definición de la virtud quede de esta manera declarada. Prueba, pues, la diferencia de la virtud, ser perfeccionar al hombre para que su propio oficio perfectamente haga, lo cual prueba por muchas virtudes y ejemplos.

 

Capítulo VI

 

 

No sólo, pues, conviene decir qué es hábito, sino también qué manera de hábito. Esto, pues, se ha de confesar ser verdad, que toda virtud hace que aquello cuya virtud es, si bien dispuesto está, se perfeccione y haga bien su propio oficio. Como la virtud del ojo perfecciona el ojo y el oficio de el, porque con la virtud del ojo vemos bien, de la misma manera la virtud del caballo hace al caballo bueno y apto para correr y llevar encima al caballero y aguardar a los enemigos. Y si esto en todas las cosas es así, la virtud del hombre será hábito que hace al hombre bueno y con el cual hace el hombre su oficio bien y perfectamente. Lo cual como haya de ser ya lo habemos dicho, y aun aquí se verá claro si consideramos qué tal es su naturaleza. En toda cosa continua y que puede dividirse, se puede tomar parte mayor y parte menor y parte igual, y esto, o en sí misma, o en respecto nuestro. Es igual lo que es medio entre el exceso y el defecto; llamo el medio de la cosa, el que igualmente dista de los dos extremos, el cual en todas las cosas es de una misma manera; pero el medio en respecto de nosotros es aquello que ni excede ni falta de lo que conviene, el cual ni es uno, ni el mismo en todas las cosas. Como agora si diez son muchos y dos pocos, en cuanto a la cosa será el medio seis, porque igualmente excede y es excedido, y éste, en la proporción aritmética, es el medio. Pero el medio en respecto nuestro no lo habemos de tomar de esta manera, porque no porque sea mucho comerse cien ducados, y comerse veinte poco, por eso el que gobierna los cuerpos les dará a comer sesenta; porque por ventura esto es aún mucho o poco para el que lo ha de recibir. Porque para uno como Milón, poco sería, pero para el que comienza a ejercitarse, sería demasiado; y lo mismo es en los ejercicios de la corrida y de la lucha. de esta manera todo artífice huye del exceso y del defecto, y busca y escoge lo que consiste en medianía; digo el medio, no el de la cosa, sino lo que es medio en respecto nuestro. De manera que toda ciencia de esta suerte hace lo que a ella toca perfectamente, considerando el medio y encaminando a él todas sus obras. Por lo cual suelen decir de todas las obras que están hechas como deben, que ni se les puede quitar ni añadir ninguna cosa; casi dando a entender que el exceso y el defecto estragan la perfección de la cosa, y la medianía la conserva. Y los buenos artífices, como poco antes decíamos, teniendo ojo a esto hacen sus obras. Pues la virtud, como más ilustre cosa y de mayor valor que toda cualquier arte, también inquire el medio como la naturaleza misma. Hablo de la virtud moral, porque ésta es la que se ejercita en los afectos y acciones, en las cuales hay exceso y defecto, y su medio, como son el temer y el osar, el codiciar y el enojarse, el dolerse, y generalmente el regocijarse y el entristecerse, en todo lo cual puede haber más y menos, y ninguno de ellos ser bien. Pero el hacerlo cuando conviene y en lo que conviene y con los que conviene y por lo que conviene y como conviene, es el medio y lo mejor, lo cual es propio de la virtud. Asimismo en las acciones o ejercicios hay su exceso y su defecto, y también su medianía; y la virtud en las acciones y afectos se ejercita, en las cuales el exceso es error y el defecto afrenta, y el tomar el medio es ganar honra y acertarlo; las cuales dos cosas son propias de la virtud. De manera que la virtud es una medianía, pues siempre al medio se encamina. A más de esto, que el errar una cosa, de varias maneras puede acaecer, porque lo malo es de las cosas que no tienen fin, como quisieron significar los pitagóricos; pero lo bueno tiene su remate, y para acertar las cosas no hay más de una manera. Por donde el errar las cosas es cosa muy fácil, y el acertarlas muy dificultosa. Porque cosa fácil es dar fuera del blanco, y acertar en él dificultosa. Y por esto el exceso y el defecto son propios del vicio, y de la virtud la medianía:

 

Porque para la virtud sólo un camino

se halla; y los del vicio son sin tino.

 

 

 

Es, pues, la virtud hábito voluntario, que en respecto nuestro consiste en una nuedianía tasada por la razón y como la tasaría un hombre dotado de prudencia; y es la medianía de dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto; asimismo por causa que los unos faltan y los otros exceden de lo que conviene en los afectos y también en las acciones; pero la virtud halla y escoge lo que es medio. Por tanto, la virtud, cuanto a lo que toca a su ser y a la definición que declara lo que es medianía, es cierto la virtud, pero cuanto a ser bien y perfección, es extremo. Pero no todo hecho ni todo afecto es capaz de medio, porque, algunos, luego en oírlos nombrar los contamos entre los vicios, como el gozarse de los males ajenos, la desvergüenza, la envidia, y en los hechos el adulterio, el hurto, el homicidio. Porque todas estas cosas se llaman tales por ser ellas malas de suyo, y no por consistir en exceso ni en defecto. De manera que nunca en ellas se puede acertar, sino que siempre se ha de errar de necesidad. Ni en semejantes cosas consiste el bien o el mal en adulterar con la que conviene, ni cuando conviene, ni como conviene, sino que generalmente el hacer cualquier cosa de éstas es errar. De la misma manera es el pretender que en el agraviar y en el cobardear y en el vivir disolutamente hay medio y exceso y asimismo defecto. Porque de esta manera un exceso sería medio de otro exceso y un defecto medio de otro. Pues así como en la templanza y en la fortaleza no hay exceso ni defecto, por ser, en cierta manera, medio entre dos extremos, de la misma manera en aquellas cosas ni hay medio ni exceso ni defecto, sino que de cualquier manera que se hagan es errarlas. Porque, generalmente hablando, ningún exceso ni defecto tiene medio, ni ningún medio exceso ni defecto.

 

Ya que en el Capítulo VI ha sacado en limpio Aristóteles la definición de la virtud y ha mostrado consistir en la medianía que hay entre dos extremos viciosos, en el Capítulo VII trata, más en particular, esto de la medianía, y especificándolo más en cada género de virtud, con ejemplos manifiestos lo da a entender más claramente.

 

Capítulo VII

 

 

Todo esto conviene que se trate, no solamente así en común, pero que se acomode también a las cosas en particular; porque en materia de hechos y negocios, lo que se dice ansí en común es más universal, pero lo que se trata en particular tiene la verdad más manifiesta. Porque los hechos en las cosas particulares acaecen. Conviene, pues, que la verdad cuadre también con éstas y concorde. Éstas, pues, hanse de tomar contándolas de una en una, por menudo. Es, pues, la fortaleza una medianía entre los temores y los atrevimientos. Pero de los que de ella exceden, el que excede en no temer no tiene vocablo propio (y aun otras muchas cosas hay que no tienen propio nombre); el que excede en osar llámase atrevido, mas el que excede en el temer y falta en el osar, llámase cobarde. Pero entre los placeres y tristezas no se halla siempre medio, porque solamente se halla en los placeres y pasatiempos del cuerpo; y entre éstos señaladamente en aquellos que consisten en el tacto, y en las molestias o tristezas no tanto. Es, pues, el medio entre éstos la templanza, y el exceso la disolución. Faltos en el tomar y gozar de los placeres, no se hallan así, y por esto ni éstos tampoco tienen nombre, pero llámense insensatos o gente falta de sentido. Asimismo en el dar y recibir dineros es el medio la liberalidad, y el exceso y defecto la prodigalidad y la escasez. Estas dos se han contrariamente en el exceso y el defecto, porque el pródigo excede en el dar y falta en el recibir, pero el escaso, por el contrario, es falto en el dar y demasiado en el recibir. Tratamos de esto agora así en suma y por ejemplos, pareciéndonos que para lo presente basta esto. Porque después se tratará de todo ello más de propósito y al largo. Hay asimismo en las cosas del interese y dinero otros afectos. Porque la generosidad es medianía, y difiere el generoso del liberal en esto: que el generoso es el que bien emplea su dinero en cosas graves, y el liberal el que hace lo mismo en cosas de no tanto tomo ni de tanta calidad. El exceso de la generosidad llámase, en griego, muy bien apirokalia, que es como si dijésemos ignorancia de lo que es perfecto o falta de experiencia de lo bueno, y también banausía, que es huequeza, y el defecto es vileza y poquedad de ánimo. Todas éstas difieren de las cosas que consisten en lo de la liberalidad, pero en qué difieran después lo trataremos. En lo de la honra y afrenta, la medianía es la magnanimidad o grandeza de ánimo, el exceso aquel vicio que llamamos hinchazón de ánimo, y el defecto abatimiento de ánimo. De la misma manera que dijimos que se había la liberalidad con la generosidad o magnificencia, que diferían en emplearse la una en cosas de más calidad y la otra en cosas de menos, de la misma se ha otra medianía que en honras pequeñas se emplea, con la magnanimidad, que consiste en honras de gran tomo. Porque acontece pretenderse una honra como conviene, y más y menos de lo que conviene. Y el que en los deseos de la honra excede, llámese ambicioso, y el que falta despreciador de honra, y el que entre éstos es medio, no tiene nombre propio, ni menos lo tienen tampoco los afectos mismos, si no es la ambición del ambicioso. De do sucede que los extremos se usurpan el derecho del medio, y nosotros, al que en esto sigue el medio, algunas veces lo llamamos ambicioso, y otras veces despreciador de la honra, y unas veces alabamos al que pretende las honras, y otras al que las desprecia. Lo cual por qué razón lo hagamos, tratarse ha en lo de adelante. Agora tratemos de las que restan de la manera que habemos comenzado. En la ira hay también su exceso, su defecto y su medianía, y como casi todos carecen de nombres, pues al que en esto tiene el medio llamamos manso, la medianía de ello llamarla hemos mansedumbre, y de los extremos el que excede llámese colérico y el vicio de ello cólera, y el que falta simple, y el defecto simplicidad. Hay asimismo otras tres medíanías que se parecen mucho las unas a las otras, aunque difieren entre sí. Porque todas ellas consisten en obras y palabras, y en el uso de ellas; pero difieren en que la una consiste en la verdad que en ellas hay, y las otras en la suavidad. De esto, parte consiste en la conversación, y parte en las demás cosas tocantes a la vida. Habemos, pues, de tratar también de todo esto, para que mejor entendamos cómo en todo es de alabar la medianía, y que los extremos ni son buenos ni dignos de alabanza, sino de reprehensión. Muchas, pues, de estas cosas no tienen nombre propio, pero habemos de probar cómo en lo demás de darles y fingirles nombres, por amor de su declaración y para que vaya bien continuada la materia. Pues en cuanto a la verdad, el que tiene la medianía llámase verdadero o hombre de crédito y verdad, y la medianía digamos que es la misma verdad, y la que la quiere remedar en lo que excede, fanfarronería, y el que de ella usa fanfarrón, y el que en lo que es menos la quiere remedar, disimulado, y el vicio disimulación. En lo que toca a cosas de suavidad, lo que es cosa de burlas o gracias, el que en ello guarda medianía llámase gracioso o cortesano, y el tal afecto cortesanía, pero el exceso truhanería, y el que la trata truhán, y el defecto grosería, y el que en él cae, rústico o grosero. En la tercera suavidad que hay en la vida, el que en lo que es bien da gusto y contento, dícese amigo, y la medianía en esto amistad. Pero el que excede, si por su propio interese no lo hace, llámase halagero, y si por su propio interese, lisongero, y el que falta y en ninguna cosa es amigo de dar contento a nadie, dícese terrible y incomportable. En los afectos también, y en las cosas a ellos anexas hay sus medianías. Porque la vergüenza no es cierto virtud, pero el que es vergonzoso es alabado. Pero de éstos uno decimos que tiene el medio y otro que el extremo, casi notando de tonto al que de todas las cosas tiene empacho. Mas el que falta, o el que de ninguna cosa tiene vergüenza, es desvergonzado, y el que entre éstos tiene el medio, llámase vergonzoso. La indignación es también medio entre la envidia y el vicio del que de ajenos males se huelga. Consisten estas cosas en la tristeza y contento de las cosas que a los vecinos o conocidos acaecen. Porque el que se indigna, entristécese por los prósperos sucesos de los que de ellos son dignos: el envidioso, excediendo a éste, de todos los bienes ajenos se entristece, pero el que de males ajenos se huelga, está tan lejos de entristecerse, que se alegra. Pero de esto en otro lugar habrá mejor oportunidad para tratarlo. Mas de la justicia, pues, tiene varias partes su consideración; dividiéndola en seis partes, trataremos por sí de cada una, mostrando cómo son asimismo medianías. Y de la misma manera de las demás virtudes que tocan al entendimiento.

 

En el Capítulo VIII declara cómo son contrarias estas virtudes y estos vicios, y asimismo los afectos en que se ejercitan. Demuestra cómo cada una de estas cosas tiene dos contrarios: el medio tiene por contrarios los extremos, y cada uno de los extremos tiene también por contrarios al otro extremo con el medio. Pero aquí no es el medio como en los contrarios naturales, que se hacen por participación de los extremos, como lo tibio, de participación de caliente y frío, sino que es como regla entre exceso y defecto, o como peso entre más y menos, o como el camino derecho entre los que se designan a mano derecha o a la izquierda.

 

Capítulo VIII

 

 

Siendo, pues, tres estas disposiciones, dos de los vicios, la una por exceso y la otra por defecto, y una de la virtud, que es la medianía, las unas a las otras en cierta manera son contrarias. Porque los extremos son contrarios del medio y el uno del otro por lo mismo, y el medio también de los extremos. Porque así como lo igual es mayor que lo menor y menor que lo mayor, asimismo los hábitos, que consisten en el medio, en comparación de los defectos, son excesos, y en comparación de los excesos, son defectos, en los afectos y en las obras. Porque el valeroso, comparado con el cobarde, parece atrevido, y puesto al parangón con el atrevido, parece cobarde. De la misma manera el templado, conferido con el tonto y insensato, parece disoluto, y comparado con el disoluto, parece tonto y insensato. Y el liberal, comparado con el escaso, parece pródigo, y conferido con el pródigo, parece ser escaso. Por esto los extremos rempujan al medio, el uno para el otro, y el cobarde llama atrevido al valeroso, y el atrevido dícele cobarde, y por la misma proporción acaece en los demás. Siendo, pues, éstos de esta manera contrarios en sí, mayor contrariedad tienen entre sí que con el medio los extremos. Porque más distancia hay del uno al otro, que de cualquiera de ellos al medio, de la misma manera que lo grande dista más de lo pequeño, y lo pequeño de lo grande, que cualquiera de ellos de lo igual. A más de esto, algunos de los extremos parece que tienen alguna semejanza y parentesco con el medio, como el atrevido con la valerosidad o fortaleza, y la prodigalidad con la liberalidad. Pero los extremos son entre sí muy diferentes; y aquéllos definen ser contrarios, que tienen entre sí la mayor distancia; de manera que las cosas que entre sí mayor distancia tengan, más contrarias serán. Pero con el medio, en unos tiene mayor contrariedad el defecto, y en otros el exceso, como a la fortaleza no le es tan contrario el atrevimiento, siendo exceso, como la cobardía, que es defecto; pero a la templanza no le es tan contraria la tontedad, siendo defecto, corno la disolución, que es el exceso, lo cual acaece por dos causas: la una consiste en las mismas cosas, porque por ser el uno de los extremos más cercano y más semejante al medio, no aquél, sino el otro le asignamos antes por contrario, como agora, que porque el atrevimiento parece más a la fortaleza o valerosidad y le es más cercano, y la cobardía le es más diferente, se la asignamos más de veras por contrario, porque las cosas que del medio están más apartadas y remotas, más parecen ser contrarias. Una, pues, de las causas consiste en la misma cosa, pero la otra de nuestra parte procede. Porque aquellas cosas a que nosotros de nuestro, naturalmente, más somos inclinados, parecen ser del medio más contrarias. Como agora nosotros de nuestro más inclinados somos al regalo, y por esto, con facilidad nos dejamos caer en la disolución más que en la templanza. Aquellas cosas, pues, decimos ser más contrarias, en que más fácilmente nos acrecentamos. Y por esto la disolución, aunque es exceso, es más contraria a la templanza.

 

En el nono y último capítulo da Aristóteles un muy prudente consejo para alcanzar la medianía en los hechos morales y de virtud, y es que, si no acertamos a tomar el medio perfectamente en nuestros hechos, nos arrimemos más al extremo con quien el medio menor contrariedad y diferencia tiene. Como antes a huir de todo pasatiempo, que a querer gozar de todos los regalos, y antes a osar las cosas arduas, que a temerlas.

 

Capítulo IX

 

 

Cumplidamente está ya declarado cómo la moral virtud es medianía, y de qué manera y cómo es medianía de dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto; asimismo cómo la virtud es de esta calidad, por encaminarse siempre al medio en los afectos y en las obras. Por lo cual el propio oficio del hombre es ser virtuoso en cada cosa, pues es su oficio buscar y tomar en cada cosa el medio. Como el hallar el medio en el círculo no es hecho de quien quiera, sino del que es docto en geometría, de esta misma manera, el enojarse cosa es que quien quiera la hará y fácil, y asimismo el dar dineros y gastarlos, pero a quién, y cuánto, y cuándo, y por qué, y cómo, no es hecho de quien quiera ni fácil de hacer; y por esto el obrar bien es cosa rara y alabada y ilustre. Por tanto, al que al medio se quiere allegar, conviénele primeramente huir del extremo más contrario, de la misma manera que en Homero la ninfa Calipso exhorta a Ulises:

 

Lejos del humo y de las ondas ata

tu nave, do no así se desbarata.

 

 

 

Porque de los extremos, uno es mayor yerro y otro no tan grave. Pero, pues, alcanzar el medio es negocio muy dificultoso, habemos de tomar en la no próspera navegación (como dicen vulgarmente) del mal lo menos, lo cual, sin duda, alcanzaremos de la manera que está dicho. También habemos de mirar a qué cosas nosotros de nuestro somos más inclinados; porque unos somos inclinados a uno, y otros a otro, y esto entenderlo hemos fácilmente del contento o tristeza que en nosotros se causare. Habemos, pues, de procurar de remar hacia la parte contraria, porque apartándonos lejos de lo que es errar, iremos al medio; como lo hacen los que enderezan los maderos que están tuertos. Sobre todo, en cualquier cosa que hiciéremos, nos habemos de guardar del cebo del regalo. Porque no juzgamos de el como jueces libres. Y hanos de acaecer lo mismo a nosotros con el regalo, que les aconteció a los senadores de Troya con Helena, y en todas las cosas servirnos del parecer y palabras de ellos. Porque echándolo de nosotros de esta suerte, menos erraremos. Haciendo, pues, esto (hablando así, en suma) muy bien podremos alcanzar el medio. Pero por ventura es esto cosa dificultosa, y más particularmente en cada cosa. Porque no es fácil cosa determinar cómo, y con quién, y en qué, y cuánto tiempo nos habemos de enojar; pues aun nosotros algunas veces alabamos a los que faltan en esto, y los llamamos mansos, y otras veces, a los que se enojan y sienten mucho las cosas, les decimos que son hombres de rostro y de valor. Pero lo que excede poco de lo que se debe hacer, no se reprehende, ora sea en exceso, ora en defecto, sino el que excede mucho, porque éste échase mucho de ver. Mas determinar con palabras hasta dónde y en cuánto es uno digno de reprehensión, no es cosa fácil de hacer, como el determinar cualquier otra cosa de las que con el sentido se perciben. Porque estas cosas en los negocios particulares y en la experiencia tienen su determinación. Esto a lo menos se muestra abiertamente, que en todas las cosas es de alabar el hábito que consiste en medianía, aunque de necesidad alguna vez nos habemos de derribar a la parte del exceso, y otras a la del defecto, porque de esta manera muy fácilmente alcanzaremos el medio y lo que debemos hacer para ser buenos.

 

 

Libro tercero

De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios

 

Por cuanto en el precedente libro se ha probado ser la virtud acto voluntario y consistir en la elección y aceptación de nuestra voluntad, para que mejor se entienda esto, trata en el tercero de los actos de nuestra voluntad cuáles se hayan de decir libres y cuáles forzados, y si lo que se hace por temor es voluntario, o no, y en qué consiste la potestad del libre albedrío. Tras de esto comienza de tratar, en particular, de cada género de virtud, y echa mano primero de las más estimadas, que es de la fortaleza o valerosidad; y tras de ella trata de la templanza, con las cosas que a ambas virtudes son anexas. En el primer capítulo propone la utilidad de esta disputa. Después divide los actos forzosos en dos especies: unos que se hacen por violencia y otros por ignorancia; y propone sus diferencias. Disputa asimismo si las cosas que por temor de algunos males se hacen son voluntarias o forzosas, y prueba la acción de ellas ser voluntaria, pues el principio de ellas es la aceptación de nuestra voluntad; aunque si libre estuviese no las escogería, y por esto concluye ser acciones mezcladas de elección y violencia, y no ser del todo violentas. Porque si lo fuesen, no tenían alabanza ni reprehensión.

 

Capítulo primero

 

 

Pues la virtud consiste en los afectos y en las obras, y las alabanzas y reprehensiones consisten asimismo en cosas voluntarias, y en las forzosas el perdón, y aun algunas veces duelo y compasión, por ventura que a los que tratan de cosa de virtud les es necesario definir cuáles cosas son forzosas y cuáles voluntarias. Esles asimismo útil a los legisladores para tasar las honras y castigos. Aquellas cosas, pues, parecen ser forzosas, que por violencia se hacen o por ignorancia. Violento es aquello cuyo principio procede de fuera, de tal suerte que no pone de suyo cosa alguna el que lo hace ni el que lo padece, como si el viento llevase algo a alguna parte, o los hombres que son señores de ello. Mas las cosas que se hacen por temor de algunos males mayores, o por causa de algún bien, como si un tirano le mandase a uno que hiciese alguna cosa fea, teniéndole en rehenes sus padres y sus hijos, de tal suerte que si lo hace se librarán, y si no lo hace morirán, hay disputa si son cosas voluntarias o forzosas. En las cuales acontece lo mismo que en las tormentas y borrascas de la mar, cuando se alivian en ellas los navíos. Porque allí ninguno de su voluntad echa al hondo su hacienda, pero hácenlo todos los que buen seso tienen, por salvar su vida y las de los que van con ellos. Son, pues, los hechos semejantes mezclados, aunque más parecen voluntarios, porque cuando se hacen, consisten en nuestra mano y elección. Pero el fin de la obra consiste en la ocasión, y hase de decir así lo voluntario como lo forzoso cuando se hace. Y hacelo voluntariamente, pues las partes que son instrumento de aquel movimiento y su principio en las tales acciones, están en el mismo que lo hace, y cuando en el que lo hace está el principio del hacerlo, también está en mano del mismo el hacerlo o dejarlo de hacer. De manera que las tales obras son voluntarias. Aunque generalmente hablando, por ventura son forzosas, pues ninguno por sí mismo aceptaría el hacer ninguna cosa como aquellas. Aunque en hechos semejantes algunas veces son alabados los que alguna cosa torpe o triste sufren, por causa de algunos grandes bienes, y si lo contrario hacen son reprehendidos. Porque sufrir cosas muy feas, si no es por razón de algún grande o mediano bien, es, cierto, hecho de ruines. Pero en algunos hechos de éstos no alabamos a los que los hacen, antes nos dolemos de ellos, cuando por causa de esto hace uno lo que no debería, y lo que a la natura humana excede, y lo que, en fin, ninguno sufriría. Porque cosas hay a que los hombres no han de ser forzados, antes han de morir sufriendo los más graves tormentos del mundo. Porque en aquel Almeon de Eurípides son dignas de risa las cosas que dice que le habían forzado, a matar a su madre. Es, cierto, algunas veces cosa dificultosa juzgar cuál se ha de escoger antes que cual, y cuál antes que cual habemos de sufrir, y más dificultoso el sufrirlo después que se entiende. Porque por la mayor parte acontece que lo que nos parece hacedero sea cosa triste y pesada, y a lo que nos fuerzan cosa fea y afrentosa. De do procede que los que se dejan o no se dejan vencer, son vituperados o alabados. ¿Qué cosas, pues, habemos de confesar ser violentas? ¿Generalmente no diremos que lo son aquellas cuya causa viene de fuera, y el que las hace no pone nada de su casa? Pero las cosas que de suyo son forzosas y violentas, pero en comparación de otras son más de escoger, y cuyo principio está en mano de quien las hace, ¿no diremos que de suyo cierto son forzosas y que en respecto de otras son voluntarias? Aunque más parecen cierto voluntarias, porque los tales hechos consisten en cosas particulares, las cuales son voluntarias. No es, pues, fácil cosa determinar cuál cosa primero que cuál habemos de aceptar, porque en esto hay en las cosas particulares muy gran diversidad. Mas si alguno quiere decir que las cosas apacibles y buenas son forzosas, pues estando fuera del alma nos competen, estará obligado a confesar que por la misma razón todas las cosas son forzosas, porque todos los que algo hacen, lo hacen por alguno de estos fines. Y los que por fuerza y contra su voluntad lo hacen, entristécense de aquello; mas los que obran lo malo, por razón de su dulzura, hácenlo con contentamiento. Es cosa, pues, de risa dar la culpa a las cosas de defuera, y no a sí mismo, de que así tan fácilmente se deje cazar de cosas semejantes de las cosas buenas por sí mismo y de las deshonestas por su suavidad. Aquello, pues, parece ser forzoso, cuyo principio y origen está defuera, no poniendo de suyo nada el que es forzado. Pero de las cosas que por ignorancia se hacen, no son todas voluntarias, mas aquellas en que el haberlas hecho da tristeza y causa arrepentimiento, son forzosas. Pero el que hace por ignorancia alguna cosa y de haberla hecho no se duele, no diremos que la hizo voluntariamente, pues no lo sabía, mas tampoco diremos que la hizo forzosamente, pues no le pesa de ello. De manera que de lo que por ignorancia se hace, lo que causa arrepentimiento forzoso parece, mas el que no se arrepintió, pues es diferente de éste, es no voluntario; porque, pues es diferente, mejor es que tenga su nombre propio. Pero parece cosa diferente el hacer una cosa por ignorancia del hacerla ignorantemente. Porque el borracho o el colérico no parece que por ignorancia hacen lo que hacen, sino por alguna otra causa de las ya tratadas; pero tampoco lo hacen a sabiendas, sino ignorantemente. Cualquier malo, pues, ignora lo que hacer debe y de lo que le conviene guardarse, y por semejante error se hacen injustos y perversos. No se debe, pues, decir forzoso, si uno no entiende lo que le conviene, porque la ignorancia en la elección o aceptación no es causa de lo que es forzoso, sino de la perversidad y tacañería; ni tampoco la ignorancia universal (que también se vitupera), sino la que acontece en una cosa particular, en la cual y acerca de la cual se ha de emplear nuestro oficio. Porque en tales el que lo hace, más es digno de misericordia y de perdón, pues el que tal cosa ignora, la hace contra su voluntad y forzosamente. No es, pues, cosa por ventura la peor de todas tratar de todo esto, qué cosas son y qué, tan grandes, y quién, y qué, y acerca de qué, y en qué lo hace, y aun algunas veces con qué como con instrumento, y por qué, como por salvar la vida, y cómo, si despacio o con prisa y fervor. Todas, pues, estas cosas el que algún juicio tiene no las ignora, cuanto más el que las hace. Porque, ¿cómo ha de tener ignorancia de sí mismo? Pero puede acaecer que uno ignore lo que hace. Como los que oran suelen decir, o que se les escapó algo de la lengua, o que no sabían que aquello era cosa que se había de callar, como le aconteció a Esquilo en las ceremonias de Ceres, o que queriéndolo mostrar se le cayó o soltó, como el que suelta una ballesta. Alguno también habrá que a su propio hijo lo tome por otro y piense que es su enemigo, como le acaeció a Merope; otro que le parezca que la lanza tiene la punta roma teniéndola aguda, o que la piedra es tosca; otro que hiriendo a uno, por curarle, lo mate; otro que queriendo hacer de sí demostración, hiera, como acaece a los que luchan con las puntas de los dedos. Habiendo, pues, lugar de ignorancia en todas las cosas de esta suerte en que haya obras, el que algo de esto hizo no entendiéndolo, forzosamente parece haberlo hecho, y señaladamente en las más principales obras, cuales parecen ser aquellas en las cuales consiste la obra y el fin de ella. Pero aunque lo que por semejante ignorancia se haga, se diga ser forzoso conviene con todo eso que la obra le dé pena y se arrepienta de haberla hecho. Si lo forzoso, pues, es lo que por violencia o ignorancia se hace, aquello se entenderá ser voluntario, cuyo principio y origen consiste en el mismo que lo hace, y que entiende particularmente las cosas, en que las tales obras consisten y se emplean. Porque no es por ventura bien decir que lo que por enojo o por codicia se hace, es forzoso y violento. Porque cuanto a lo primero, ninguno de los otros animales se puede decir, que obra de su voluntad, ni menos los muchachos, si no esto, ¿cómo diremos que obran? Pues ni tampoco se puede bien decir que lo que por codicia o por enojo hacemos, lo hacemos de nuestra voluntad. ¿Diremos, pues, que lo bueno hacemos de nuestro grado y voluntad, y lo malo por fuerza y contra voluntad? ¿O es hablar de gracia y sin fundamento decir esto, siendo una misma la causa? Cosa, pues, por ventura parece fuera de razón decir que las cosas que se han de desear son violentas y forzosas, y vemos que por algunas cosas conviene que nos enojemos, y que algunas cosas deseemos, como la salud y la doctrina. Asimismo parece que las cosas forzosas nos son tristes y pesadas, pero las que apetecemos somos suaves y aplacibles. Finalmente, ¿qué diferencia hay entre ser forzosas las cosas que se yerran por deliberación o las que se yerran por enojo, pues ambas a dos maneras de cosas son de aborrecer? Y pues las pasiones y afectos que son fuera de razón no menos parece que hayan de ser humanos que los otros, y las obras del hombre también proceden de enojo y de codicia, cosa, pues, es fuera, de razón decir que tales cosas sean violentas y forzosas.

 

Ya que en el primer capítulo ha declarado cuál obra se ha de llamar forzosa y cuál voluntaria, y ha mostrado cuál manera de ignorancia hace la obra forzosa y cuál viciosa, y asimismo ha probado que lo que se hace por turbación de ánimo, no se puede llamar verdaderamente forzoso, en el Capítulo II, por cuanto la virtud, como ya está dicho, consiste en elección y libre aceptación de nuestra voluntad, trata de la elección, que es lo que vulgarmente llamamos libre albedrío, y prueba ser éste propio del hombre, y que no es todo uno ser voluntario y proceder de libre albedrío. Ítem que no es todo uno voluntad y elección.

 

Capítulo II

 

 

Ya que habemos determinado cuál cosa se ha de decir voluntaria y cuál forzosa, síguese el tratar de la elección o aceptación, porque más propio oficio parece que es de la virtud juzgar de las costumbres, que no de las obras. La elección, pues, cosa clara es que consiste en las cosas voluntarias, pero no es lo mismo que ellas; antes lo voluntario es cosa más general. Porque los niños y los demás animales participan de las acciones voluntarias, pero no de la elección. Y las cosas que repentinamente hacemos y sin deliberación, bien decimos que son voluntarias, mas no decimos que proceden de elección. Los que dicen que la elección es codicia, o que es enojo, o querer a cierta opinión, no me parece que lo aciertan. Porque la elección no es cosa común a los hombres y a los animales que carecen de razón, y eslo la codicia y el enojo, y el disoluto hace sus obras con codicia, mas no con elección, y el templado, al contrario, obra con elección, mas no cierto con codicia. Y la codicia es contraria a la elección, mas una codicia a otra no es contraria. A más de esto la codicia consiste en lo suave y en lo triste, pero la elección ni en lo triste ni en lo suave. Pero .menos es la elección enojo, porque lo que con enojo se hace, en ninguna manera parece ser hecho por elección. Mas ni tampoco es querer, aunque le parece mucho. Porque la elección no consiste en cosas imposibles, y si se entendiese que une, las elige, nos parecería que está fuera de juicio. Pero la voluntad bien puede desear cosas imposibles, como si desease ser inmortal. Asimismo la voluntad bien se puede emplear en las cosas que el mismo hombre no las hace, como si yo quiero que algún representante gane la joya, o algún luchador; pero tales cosas ninguno las elige, sino las cosas que entiende él mismo haberlas de hacer. Finalmente, la voluntad enderézase al fin más particularmente, pero la elección consiste en las cosas que pertenecen para el fin. Como el tener salud querémoslo, más las cosas con que conservemos la salud, escogémoslas. También el vivir prósperamente querémoslo y lo decimos así que lo queremos, mas no cuadra bien decir que lo escogemos. En fin, generalmente hablando, la elección parece que consiste en las cosas que están en nuestra mano. Tampoco es opinión la elección, porque la opinión en todas las cosas parece que se halla, y no menos en las cosas perpetuas y en las imposibles, que en las que están en nuestra mano. Y la opinión divídese en verdadera y falsa, y no en buena y mala, mas la elección más se distingue con estotras diferencias. Ninguno, pues, creo dirá ni creerá ser todo uno opinión y elección. Mas ni tampoco es la elección particular especie de opinión. Porque por razón de elegir lo bueno o lo malo somos tales o tales, mas por creerlo no lo somos. También la lección consiste en escoger una cosa o huir de ella, o en cosa como ésta, mas la opinión en el entender qué cosa es, o a quién le cumple, o de qué manera. Mas en el tomar o dejar no consiste tanto nuestra opinión. Asimismo la elección es alabada por ser hecha en lo que más conviene, o por ser bien hecha, más la opinión por: ser verdadera. Por la misma razón escogemos aquellas cosas que sabemos ser mejores, pero pensamos ser así lo que de cierto no sabemos. Parece también que no son todos unos los que eligen las cosas mejores y los que las creen ser tales, sino que algunos hay que juzgan bien de ellas, y por su vicio eligen lo que no les cumple. Ni importa disputar si la opinión precede a la elección o si se sigue, porque aquí no consideramos eso, sino si es lo mismo elección que opinión particular. ¿Qué diremos, pues, que es, o qué tal es, pues ninguna cosa de las ya tratadas es? Cosa voluntaria ya se ve que, es, pero no toda cosa voluntaria es eligible, sino aquella que está primero consultada. Porque la elección con razón se hace y con entendimiento, lo cual el nombre que en griego tiene nos lo significa, porque prohereton quiere decir: cosa que es a otra preferida.

 

Estas materias morales van unas de otras dependiendo. Porque de la felicidad dependió el inquirir la virtud. De ser la virtud hábito voluntario, dependió el inquerir qué cosas son voluntarias y qué forzosas. Del ser las cosas voluntarias, las que consisten en nuestra aceptación o elección, salió el tratar de la elección. Del decir que no toda cosa voluntaria tiene elección, sí no es primero consultada, nace agora el tratar de la consulta. Trata, pues, en este tercer capítulo Aristóteles de la consulta de nuestro entendimiento, y declara cuáles cosas vienen en consulta y cuáles hombres son aptos para consulta, y cómo la consulta es de cosas que pueden acaecer de varias maneras. Ítem que las consultas no son de los fines, sino de los medios, y cómo el verdadero consultar es inquirir primero el fin, y después buscar los medios para alcanzarlo; asimismo como sean de contraria manera la consulta y la ejecución; porque lo que en la consulta es lo primero, es en la ejecución lo postrero; y lo que allá lo postrero, en ésta lo primero, como se ve en el que edifica.

 

Capítulo III

 

Es de considerar si hay consulta en todas las cosas, y si se puede toda cosa consultar, o si hay algunas cosas que no admiten consulta. Aquello, pues, se ha de decir que cae en consulta, no lo que consulta un necio, ni lo que un furioso, sino lo que consultaría un hombre de juicio y entendimiento. Primeramente, pues, ninguno consulta de las cosas perpetuas, como digamos del mundo, o de cómo tenían proporción en un cuadrado el diámetro y el lado. Ni de las cosas que consisten en movimiento, y que siempre se hacen de una misma manera, ora por necesidad, ora por naturaleza, ora por otra cualquier causa como de los solsticios o términos del sol, o de sus salidas. Ni tampoco de las cosas que en diversas partes acaecen de diversas maneras, como de las sequedades o lluvias. Ni menos de las cosas que consisten en fortuna, como del hallarse un tesoro. Pero ni aun de todas las cosas humanas, como agora ningún lacedemonio consulta de qué manera los scitias gobernarían bien su república. Porque ninguna cosa de éstas está a nuestra disposición ni gobierno. Consultamos, pues, o deliberamos de aquellas cosas que toca a nosotros el haberlas de hacer, porque éstas son las que restan por decir. Porque la naturaleza, y la necesidad, y la fortuna, y también el entendimiento, parecen tener ser de causas, y todo lo que tiene ser mediante el hombre, y cada cual de los hombres delibera de las cosas que a él toca el hacerlas y tratarlas. En las ciencias, pues, que son manifiestas, y que ellas para sí mismas son bastantes, no hay consulta; como en el escribir de las letras (porque nunca disputarnos cómo se han de escribir las letras), sino en aquellas que de nuestra deliberación dependen. Aunque no siempre de estas cosas de una misma manera consultamos, como de las cosas de la medicina, o del arte de hacer moneda, y tanto más consultamos del arte de navegar que del arte de luchar, cuanto menos cierta es aquélla que ésta; y de las demás de la misma suerte. Y en las artes consultamos más que no en las ciencias; porque más dudamos en ellas que no en éstas, y el consultar acaece en las cosas que por la mayor parte son así, pero en alguna manera inciertas, y que, en fin, no hay en ellas cosa firme y cierta, y tomamos consejeros en las cosas graves, no confiando de nuestros propios juicios como de no bastantes para entenderlo bien. Consultamos, pues, no de los fines, sino de las cosas que para ellos se requieren. Porque nunca el médico consulta si ha de sanar, ni el retórico si ha de persuadir, ni el gobernador de la república si ha de poner buenas leyes, ni, en fin, otro ninguno jamás consulta del fin, sino que, propuesto algún fin, consultan de qué manera y por qué medios lo alcanzarán. Y si parece que se puede alcanzar por muchos medios, deliberan por cuál medio más fácilmente y mejor se alcanzará, y si en un medio se resuelven, deliberan cómo se alcanzará por éste. Finalmente, aquella consulta, ´¿por qué medio?ª hasta tanto la. tratan, que lleguen a la primera causa, la cual en la invención era la postrera. Porque el que consulta, parece que inquiere y resuelve de la manera que está dicho, así como en la geometría una descripción. Pero parece que no toda cuestión es consulta, como las cuestiones matemáticas, mas toda consulta es cuestión, y lo que es lo último en la resolución, es lo primero en la ejecución. Y si en la consulta topan con alguna cosa imposible, no pasa adelante la consulta. Como si son menester dineros, y de ninguna parte se pueden haber. Mas si pareciere posible haberse, pónenlo por obra; llamo posible lo que podemos hacer nosotros, porque, lo que con favor de amigos hacemos, en cierta manera, nosotros mismos lo hacemos; pues el principio de ello está en nuestra mano. Muchas veces consultamos de los instrumentos, y otras veces del uso de ellos. Y de la misma manera en todo lo demás, unas veces se delibera por qué medio, otras de qué manera, y otras con cuyo favor. En todo lo cual, como habemos dicho, el hombre parece ser el principio de las obras, y la consulta es de lo que el hombre ha de hacer, y las obras siempre se hacen por otro fin. De manera que nunca el fin se pone en consulta, sino lo que conviene para alcanzar el fin. Tampoco se consultan las cosas particulares, como si esto es pan o si está cocido o hecho como debe. Porque estas cosas con el sentido se juzgan. Porque si siempre hubiésemos de estar consultando, sería nunca acabar; lo que se consulta, pues, y lo que se elige todo es una misma cosa; sino que lo que se elige ya es cosa determinada, porque lo que en la consulta se determina que se haga, aquello es lo que se escoge. Porque cuando uno reduce a si mismo el principio, y todo lo que precedió, para en él deliberar cómo lo ha de hacer, porque esto fue lo que escogió; véese esto claramente, por los antiguos gobiernos de república, que Homero imitó en sus poesías, en las cuales introduce a los reyes que dan razón al pueblo de las cosas en que se han determinado. Y, pues, lo que se elige es cosa que cae en consulta y deliberación, y que entre las cosas que a nuestro cargo y gobierno están, es digna de ser apetecida, la elección será un apetito consultado en las cosas que tocan a nosotros. Porque por haber de esta manera juzgado en la consulta, sucede que apetecemos conforme a la consulta. Qué cosa es, pues, elección, y en qué cosas la hay, y cómo consiste en lo que pertenece para el fin, quede así sumariamente declarado.

 

Porque en lo pasado se ha dicho que la elección no es voluntad, pues ya está tratado de la elección, trata brevemente en el Capítulo IV de la voluntad; llamamos voluntad en romance, no sólo la potencia del querer, que en griego se llama thelema, sino el mismo acto también del querer, que los griegos llaman bulesin, y en nuestra lengua, por no tener tanta diferencia de vocablos, lo uno y lo otro, llamamos de una misma manera. Declara, pues, cómo el querer o voluntad tira al fin, y cómo todo lo que queremos lo queremos por razón de ser bueno, o a lo menos, por parecernos a nosotros ser tal.

 

Capítulo IV

 

Que la voluntad o querer sea propio del fin, ya está dicho arriba. Pero hay algunos que tienen por opinión, que la voluntad va enderezada siempre a lo que es bueno, y otros que no, sino a lo que ella le parece bueno. Y los que dicen que a lo bueno, han de confesar de necesidad que no es querido lo que quiere el que buena elección no ha hecho. Porque si querido fuese, sería bueno, y era, si acaso así acaeció, malo. Mas los que dicen que lo que se quiere es lo que se tiene por bueno, han de confesar, que las cosas no son naturalmente amadas, sino que cada uno ama lo que bien le parece, y a uno le parece bien una cosa y a otro otra; y aun acaece parecer bien a unos lo uno y a otros lo contrario. Mas, en fin, no basta esto, sino que habemos de decir que, en general y en realidad de verdad, aquello es de amar, que es de su naturaleza bueno, pero que cada uno ama lo que le parece bien, y que el bueno ama lo que es de veras bueno, y el malo lo que le da gusto. Como acaece también en los cuerpos, en los cuales a los que bien dispuestos están y salud tienen, les son sanas las cosas que son de suyo tales; mas a los enfermizos las contrarias. De la misma manera lo amargo y lo dulce, lo caliente y lo pesado, y todas las cosas de esta misma manera. Porque el bueno de todas las cosas juzga bien, y la verdad que en cada cosa hay, él la conoce, y en todo género de hábito hay cosas buenas y también cosas aplacibles. Y en esto difiere el bueno muy mucho de los demás: en que en todas las cosas entiende la verdad, y es como una regla y medida de ellas. Pero en el vulgo parece que el contento es causa del error, porque el contento o regalo, no siendo bien, lo parece ser. De suerte que eligen el contento o regalo como cosa buena, y huyen de la pesadumbre y fatiga como de cosa mala.

 

En el Capítulo V demuestra Aristóteles en qué consiste la fuerza de la elección o libre albedrío, que es en tener facultad la voluntad de amar una cosa o su contraria, y seguir la una o la otra. Porque donde tal libertad no hay, no se dice haber libre albedrío. Como en el respirar no se dice tener libre albedrío, porque no está en nuestra mano el dejar de respirar. Pruébalo primero por razón, mostrando que no hay otra causa a quien atribuir estas obras sino la voluntad del hombre, y después por autoridad de los que hacen leyes, los cuales asignan premio para el bueno y castigo para el malo, en lo cual dan a entender ser obras libres la bondad y la malicia.

 

Capítulo V

 

Consistiendo, pues, el fin en la voluntad, y los medios que para él se requieren en la consulta y elección, las obras que acerca de estos medios se hacen, conforme a elección serán, y voluntarias, en la cuales se emplea el ejercicio de las virtudes. Está asimismo en nuestra mano la virtud y también el vicio. Porque en las cosas donde en nuestra mano está el hacerlas, está también el dejarlas de hacer, y donde está el no, también el sí. De manera que si el hacer algo, siendo bueno, está, en nuestra mano, también estará en la misma el no hacerlo, siendo malo; y si el no hacer lo que es bueno está en nuestra mano, el hacer lo que es malo también estará en la misma. Y si en nuestra mano está el obrar bien y el obrar mal, y asimismo el dejarlo de obrar (pues en esto consiste el ser los hombres buenos o malos), también estará en nuestra mano ser buenos o malos. Y lo que algunos dicen que ninguno voluntariamente es malo, ni contra su voluntad próspero y dichoso, en parte parece falso y en parte verdadero. Porque verdad es que ninguno es dichoso o bienaventurado contra su voluntad. Pero el vicio cosa voluntaria es, o habemos de poner duda en lo que agora habemos dicho, y decir que el hombre no es el principio ni el padre de sus propias obras como lo es de sus propios hijos. Mas pues esto se ve claro ser verdad, y no tenemos otros principios a quien reducir las tales obras sino aquellos que en nuestra mano están, las obras, cuyos principios están en nuestra mano, también estarán en nuestra mano y serán voluntarias. Parece que conforma con esto lo que particularmente en cada una de ellas cada uno juzga, y también lo que los legisladores han determinado, pues castigan, y dan la pena que merecen, a los que hacen las cosas ruines, si ya no las hacen por fuerza o por ignorancia, que no estuvo en su mano el remediarla; y a los que se ejercitan en buenas obras, hónranlos, casi exhortando a éstos y refrenando a aquéllos. Vemos, pues, que ninguno, exhorta a otro en las cosas que, ni están en nuestra mano, ni dependen de nuestra voluntad; porque superflua cosa sería persuadir a uno que no se caliente, o que no tenga dolor, o que no esté hambriento, o cosa alguna de éstas, porque, no obstante la persuasión, lo padecerá. Y aun la misma ignorancia es castigada, si el mismo ignorante es causa de ella; como en los borrachos, a los cuales les ordenaron el castigo doblado. Porque el principio de ello esta en su mano, pues pueden abstenerse del vino y borrachez, la cual les es causa de su ignorancia. Castigan asimismo a los que, de las leyes que están obligados a saber, ignoran algo, si ya no es muy dificultoso de saber, y lo mismo es en todas las otras cosas que parece que por descuido y negligencia se dejan de saber, pues esta en su mano no ignorarlas, siendo señores del considerarlo y poner en saberlo diligencia. Mas, por ventura, alguno es de tal calidad que no por no considerarlo es tal, sino que ellos mismos se son a sí mismos la causa de ser tales, viviendo disolutamente. Y de ser unos injustos o disolutos en la vida, es la causa elevarse los unos a hacer agravios, y los otros al comer y beber demasiado, y a cosas semejantes. Porque cada uno sale tal, cuales son las obras en que se emplea y ejercita. Lo cual se ve claro en los que se ejercitan en cualquier ejercicio de fuerzas corporales y en sus obras, en las cuales, con el ejercicio, vienen a hacerse perfectos. Es pues, de hombre harto falto de sentido no entender, que los hábitos proceden del ejercitarse en los particulares ejercicios. Asimismo es cosa fuera de razón decir que el que agravia no quiere agraviar, y que el que disolutamente vive no quiere ser disoluto. Y si el que hace agravio lo hace entendiendo lo que hace, de su propia voluntad es injusto. Mas el que una vez ya es injusto, aunque quiera, no se podrá abstener de hacer agravio y ser justo; de la misma manera que el que ha caído enfermo, aunque quiera, no puede estar sano, aunque sea verdad que de su voluntad haya caído enfermo viviendo disolutamente y no dejándose regir por el consejo de los médicos. Porque al principio estuvo en su mano el no enfermar, mas después que fue negligente en conservar su salud, ya no está en su mano; como el que arroja la piedra, ya no está, en su mano de detenerla; pero en su mano estuvo el echarla y arrojarla. Porque el principio de ello en él estuvo. De la misma manera acontece al injusto y al disoluto: que al principio estuvo en su mano no ser tales, y por esto voluntariamente lo son tales; pero después que ya lo son, no está así en su mano dejarlo de ser. Ni solamente los vicios del alma son libres y voluntarios, mas aun, en algunos, los del cuerpo, a quien solemos reprender. Porque los que de su naturaleza son feos, ninguno los reprende, sino los que lo son por flojedad y descuido. Y lo mismo es en la flaqueza, debilitación de miembros y ceguedad. Porque del que naturalmente es ciego, o por enfermedad, o por algún golpe de desgracia, ninguno hay que se burle: antes se duelen de su infortunio todos. Mas al que por beber mucho, o por otra alguna disolución, viniese a cegar, todos, con muy justa razón, lo reprenderían. De manera que de las faltas o vicios, aquéllos son dignos de reprensión, que, acaecen por nuestra propia culpa; mas los que no suceden por culpa nuestra, no merecen ser reprendidos. Lo cual, si así es, también en las demás cosas los vicios que merecen reprensión estarán en nuestra mano. Y si alguno hubiere que diga que todos apetecen aquello que les parece ser bueno, y que ninguno es señor de su apariencia o imaginación, sino que a cada uno le parece tal el fin cual cada uno es, decirle hemos que pues cada uno es a sí mismo causa de sus hábitos en alguna manera, también en alguna manera será él mismo causa de su apariencia. Y si ninguno es a sí mismo causa de obrar mal, sino que lo hace por no entender el fin, pretendiendo que con estas cosas podrá alcanzar el sumo bien, y que el deseo del fin no es cosa fácil de quitar, sino que lo ha de tener como vista, con que juzgue bien y escoja el bien que en realidad de verdad lo sea, y que aquél es de su natural bien inclinado, que de su natural alcanzó esto perfectamente y cual conviene (porque aquello que es lo mejor y lo más perfecto, y que de otro no se puede recibir ni menos aprender, halo de tener cada uno tal cual le cupo por su suerte), y que el alcanzar esto bien y perfectamente es la perfecta y verdaderamente buena inclinación: si alguno, en fin, hay que diga que todo esto es así, querría me dijese por qué más razón la virtud ha de ser voluntaria que no el vicio. Porque lo uno y lo otro tiene el fin de la misma manera, naturalmente, o de cualquier otra manera, puesto lo uno en lo bueno y el otro en lo malo; y todo lo demás que hacen, a este fin lo encaminan, de cualquiera manera que lo hagan. Ora pues el fin naturalmente no se les represente a cada uno tal, sino que sea algo que el en sí mismo tenga, ora sea el fin natural, y por hacer voluntariamente lo que al fin pertenece sea uno virtuoso, siempre la virtud será voluntaria, y por la misma razón lo será el vicio. Porque de la misma manera cuadra al malo tener facultad por sí mismo para las obras, que para conseguir su fin. Y pues si las virtudes, como se dice, son voluntarias (pues nosotros mismos somos, en alguna manera, causa de nuestros hábitos, y por ser tales nos proponemos tal fin), también serán los vicios voluntarios. Porque todo es de una misma manera. Habemos, pues, tratado hasta agora así, en general, de las virtudes, y propuesto su género casi como por ejemplos, diciendo que eran medianías y que eran hábitos, y de dónde procedían, y cómo se empleaban en los mismos ejercicios de donde procedían, y por sí mismas, y cómo consistían en nuestro libre albedrío, y cómo eran voluntarias, y cómo habían de ser tales cuales la recta y buena razón determinase. Aunque no son de la misma manera voluntarias las obras que los hábitos, porque de las obras, donde el principio hasta el fin, somos señores, entendiendo las cosas en particular y por menudo; mas de los hábitos no, sino al principio. Aunque el acrecentamiento de las particulares cosas no se echa de ver sensiblemente, de la misma manera que en las enfermedades. Mas porque estuvo en nuestra mano hacerlas de esta manera o de la otra, por eso se dicen ser voluntarias. Tornándolas, pues, a tomar de propósito, tratemos en particular de cada una, qué cosa es, y qué tal y de qué manera, y juntamente se entenderán cuántas son. Y sea la primera de que tratemos la valerosidad o fortaleza.

 

Todo lo que hasta agora Aristóteles de las virtudes ha tratado y propuesto, ha sido en común, como él mismo, en el epílogo que al fin del precedente capítulo ha hecho, lo ha mostrado. Pero porque las cosas así en común dichas y tratadas no dan entera certidumbre, si mas en particular no se declaran, agora en todo lo que resta de las Éticas o Morales, trata de cada virtud en particular lo que conviene entender de ella. Y primeramente echa mano de la más generosa y más importante de las virtudes, que es de la fortaleza de ánimo; llámole las más generosa, porque todos los que en el mundo son de veras generosos han comenzado por aquí, haciendo grandes hazañas en cosas de la guerra por la honra y libertad de su patria; de lo cual muchas naciones, pero señaladamente la española nación, puede dar ejemplos muy ilustres. Pues habiendo venido casi al cabo, como un enfermo ya de los médicos desconfiado, con el divino favor y sin ayuda de extranjeras naciones, no sólo tornó a cobrar su perdida tierra, pero ha extendido su poder hasta las más remotas partes del Oriente y del Poniente, descubriendo nuevas tierras y naciones, de que quedaran atónitos todos los pasados si hoy día fueran vivos. Declara, pues, cuál es la verdadera fortaleza de ánimo, y cuál no es fortaleza, sino atrevida necedad.

 

Capítulo VI

 

Que la fortaleza de ánimo, pues, sea una medianía entre los temores y los atrevimientos, ya está dicho en lo pasado (porque allí se mostró ya claramente). Tememos, pues, las cosas espantosas, las cuales, hablando así generalmente y en común, son cosas malas. Por lo cual, definiendo el temor, dicen de esta manera: que es una aprensión del mal venidero. De manera que todas las cosas malas nos ponen temor: como son la infamia, la pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte. Mas no en todas estas cosas parece que se emplea el hombre valeroso. Porque algunas cosas hay que las conviene temer, y el hacerlo así es honesto y el no hacerlo es afrenta, como la infamia. La cual el que la teme es hombre bien inclinado y de vergüenza, y el que no la teme es desvergonzado. Aunque a éste, algunos, como por metáfora, lo llaman valiente, porque tiene algo en que parece al hombre valeroso, pues también el hombre valeroso es ajeno de temor. Mas la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso. Porque bien hay algunos que en las cosas de la guerra y sus peligros son cobardes, y con todo eso son liberales y en cosa del gastar su dinero francos y animosos. Ni tampoco se puede decir uno cobarde por temer no le hagan alguna injuria y fuerza en hijos o en mujer, o que no le tengan envidia, y cosas de esta manera. Ni menos será valeroso el que habiéndole de azotar muestra grande ánimo. ¿En qué cosas temerosas, pues, se muestra un hombre valeroso sino en las mayores?; pues ninguno hay que más aguarde que él las cosas terribles. La cosa más terrible de todas es la muerte, porque es el remate de todo, y parece que para el muerto no hay ya más bien alguno ni más mal. Parece, pues, que ni aun en todo género de muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad. ¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas. De manera que, propiamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra temeroso, cuales son las cosas de la guerra. Aunque, con todo eso, el hombre valeroso, así en la mar como en las enfermedades, no mostrará cobardía. Aunque como lo son los marineros. Porque los valerosos ya tienen la esperanza de su salvación perdida y les pesa de morir de aquella manera, pero los marineros, por la experiencia que de las cosa de la mar tienen, están con esperanza de salvarse. A más de esto, donde hay esperanza de valerse de sus fuerzas o donde es honrosa la muerte, anímanse más las gentes; de las cuales dos cosas, ni la una ni la otra se halla en el morir de tales géneros de muerte.

 

En este, capítulo parece haber negado este filósofo la inmortalidad del alma, pues dice que no hay bien ni mal después de la muerte, y así ha de ser corregido con la regla de la verdad cristiana.

 

En el séptimo capítulo declara las diferencias que hay entre los hechos del hombre valeroso y los del cobarde, y los del atrevido. Y muestra cómo el valeroso ha de encaminar siempre sus hechos a fin honesto, y que las cosas peligrosas se aguardan por el fin. Del cual el que falta o excede, ya pierde el nombre de valeroso, y cobra el de cobarde o atrevido.

 

Capítulo VII

 

Pero no a todos son unas mismas cosas temerosas y terribles, sino que decimos que hay cosas que exceden a las humanas fuerzas, las cuales las teme cualquier hombre de juicio. Mas las cosas que al hombre tocan, difieren en la cantidad y en el ser más o menos. Y de la misma manera las cosas de osadía. El hombre, pues, valeroso en cuanto hombre, no se espanta, pero teme las tales cosas como conviene y como le dicta la razón, y esto por causa de lo bueno, porque éste es el fin de la virtud. Y estas cosas puede acontecer que se teman más y menos, y también que, lo que no es de temer, se tema como si fuese cosa de temer. En las cuales cosas acontece errar unas veces porque se teme lo que no conviene, otras porque no como conviene, y otras porque no cuando conviene, y otras cosas de esta manera. Y de la misma manera habemos de juzgar de cosas de osadía. Aquel, pues, que aguarda y que teme lo que conviene, y por lo que conviene, y como conviene, y de la misma manera osa cuando conviene, aquel tal se dice hombre valeroso. Porque el valeroso sufre y obra conforme a su honra, y conforme a lo que la buena razón le dicta y aconseja; y el fin de toda obra es alcanzar el hábito; y la valerosidad y fortaleza de ánimo del hombre valeroso es el bien, y por la misma razón el fin; porque cada cosa se define por el fin; y el valeroso, por causa del bien, sufre y hace lo que toca a su valor. Pero de los que exceden, el que excede en no temer no tiene nombre (y ya habemos dicho en lo pasado, que muchas cosas hay que no tienen propio vocablo), mas puédese decir hombre loco y sin sentido, y tonto, el que ninguna cosa teme: ni el terremoto, ni las crecidas de las aguas, como dicen que lo hacen los franceses. Mas el que en las cosas de temer excede en el osar, dícese atrevido o arriscado. Parece, pues, el arriscado hombre fanfarrón, y que quiere mostrarse valeroso; porque de la misma manera que el valeroso se ha en las cosas de temer, de esta misma quiere mostrarse el atrevido; de manera que lo imita en lo que puede. Y así hay muchos de ellos juntamente arriscados y cobardes. Porque en semejantes cosas son atrevidos, y las cosas temerosas no las osan aguardar. Y el que en el temer excede llámase cobarde, porque le es anexo el temer lo que no conviene, y como no conviene, y todas las demás cosas de este género. Falta, pues, el cobarde en el osar, pero más se muestra exceder en las cosas de molestia. Es, pues, el cobarde un desesperado, porque todas las cosas teme; en lo cual es al revés el valeroso, porque el osar, de buena esperanza procede. De manera que así el cobarde como el atrevido, y también el valeroso, todos se emplean en unas mismas cosas; pero hanse en ellas de diferente manera, porque aquéllos o exceden o faltan; pero el valeroso trátase con medianía y como conviene. Y los atrevidos son demasiadamente anticipados, y que antes del peligro ya muestran querer estar en él, y cuando están en él retíranse. Mas los valerosos en el hacer son fuertes, y antes de el moderados y quietos. Es, pues, la valerosidad o fortaleza (como está dicho) una medianía en las cosas de osadía, y de temor en las cosas que están dichas, las cuales escoge y sufre por ser cosa honesta el hacerlo y afrentosa el dejarlo de hacer. Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa triste, no es hecho de hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de ánimo el huir las cosas de trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir, sino por huir del mal. Es pues, la fortaleza de ánimo tal cual aquí la habemos dibujado.

 

Cosa es averiguada lo que Aristóteles dice en el principio de las Reprensiones de los sofistas, que unas cosas hay que de suyo son tales, y otras que, no siéndolo, quieren parecer ser tales. Como la mujer que de suyo no es hermosa, y con afeites quiere parecerlo. Y como el alatón, que no siendo oro, parece serlo, y como algunos hombres, que siendo bofos y de mal hábito de cuerpo, parece que están gordos. Y no sólo es esto verdad en las cosas exteriores, pero aun en las del ánimo; porque la malicia y astucia quiere imitar a la prudencia, y la crueldad a la justicia y otras cosas de esta manera. Enseña, pues, Aristóteles en este octavo capítulo cómo discerniremos la verdadera fortaleza de ánimo de la que, no siendo, quiere parecerlo, y muestra no haberse de decir fuerte el que por temor es fuerte; como los que en la guerra temen de desamparar la orden militar por el castigo, o los que lo son por vergüenza, o los que con saña o cólera hacen cosas peligrosas. Todos éstos y los que de esta manera fueren, no son fuerte, ni valerosos, porque no obran por elección ni lo hacen por fin honesto.

 

Capítulo VIII

 

Hay también cinco maneras de obras que se dicen tener nombre de fortaleza. La primera de las cuales es la fortaleza o valerosidad civil, la cual las parece más que otra ninguna a la verdadera fortaleza. Porque los ciudadanos parece que aguardan los peligros por las penas estatuidas por las leyes, y por las afrentas y honras. Por lo cual aquella nación se señala sobre todas las otras en fortaleza, donde los cobardes en ningún precio ni honra son tenidos, y los valerosos son muy estimados. Tales nos los pinta Homero en su poesía, como a Diómedes y a Héctor. Porque dice Héctor así:

 

Porque haciendo eso, el mismo Polidamas

Verná por me afrentar luego el primero.

 

 

 

Y Diómedes, en el mismo Homero, de esta manera:

 

Héctor, que es el mejor de los Troyanos,

Dirá, si eso yo hago, que a las naves

Huigo por escaparme de sus manos.

 

 

 

Es, pues, esta manera de fortaleza en esto muy semejante a la primera de que se ha tratado: en que procede de virtud; pues procede de vergüenza y de apetito o deseo de la honra, que es uno de los bienes, y del aborrecimiento de la afrenta, que es cosa vergonzosa. Contaría también entre éstos alguno a los que son forzados por los capitanes a ser fuertes. Mas éstos tanto peores son que aquéllos, cuanto no lo hacen de vergüenza, sino de temor, y queriendo evitar, no la afrenta, sino el daño. Porque los fuerzan a hacerlo los que tienen el gobierno, como en Homero, Héctor:

 

Al que ir de la batalla huyendo viere,

Mostrando al enemigo cobardía,

A los buitres y perros, si lo hiciere,

Daré a comer sus carnes este día.

 

 

 

Lo mismo hacen los que tienen el gobierno o oficio militar, hiriéndoles si se apartan de la orden; y los que delante de alguna cava, o algunos otros lugares semejantes, ordenan algún escuadrón; porque todos hacen, en fin, fuerza. Y el que ha de ser valeroso, no lo ha de ser por fuerza, sino porque el serlo es ilustre cosa. Pero parece que la experiencia de las particulares cosas es una manera de fortaleza. Por lo cual tuvo Sócrates por opinión que la fortaleza consistía en ciencia. Porque en otras cosas otros son tales, y en las cosas de la guerra los soldados, pues hay muchas cosas que comúnmente tocan a la guerra, en las cuales éstos más particularmente están ejercitados; y porque los otros no entienden qué tales son, por esto ellos parecen valerosos. A mas de esto, por la destreza que ya tienen, pueden mejor acometer y defenderse, y guardarse, y herir; como saben mejor servirse de las armas, y las tienen más aventajadas para acometer y para defenderse. Pelean, pues, con los otros como armados con desarmados, y como esgrimidores con gente que no sabe de esgrima; pues en semejantes contiendas no los más valerosos son más aptos para pelear, sino los más ejercitados y los más sueltos de cuerpo. Hácense, pues, cobardes los soldados cuando el peligro es excesivo y se ven ser inferiores en número y en bagaje, y ellos son los primeros al huir. Mas la gente de la tierra muestra rostro y muere allí, como le acaeció a Hermeo en el pueblo Corone a de Beocia. Porque la gente de la tierra, teniéndolo por afrenta el huir, quieren más morir que con tal vergüenza salvarse. Pero los soldados, al principio, cuando pretenden que son más poderosos, acometen; mas después, entendiendo lo que pasa, huyen, temiendo más la muerte que la vergüenza. Mas el hombre valeroso no es de esta manera. Otros hay que la cólera la atribuyen a la fortaleza, porque los airados y coléricos parece que son valientes, como las fieras, que se arremeten contra los que las han herido, y esto porque los hombres valerosos también son, en alguna manera, coléricos. Porque la cólera es una cosa arriscada para los peligros. Por lo cual dice Homero:

 

Dio riendas a la cólera y esfuerzo

Y despertó la ira adormecida.

 

 

 

Y en otra parte:

 

La furia reventó por las narices,

La sangre se encendió con saña ardiente.

 

 

 

Porque todo esto parece que quiere dar a entender el ímpetu y movimiento de la cólera. Los valerosos, pues, hacen las cosas por causa de lo honesto, y en el hacerlas acompáñales la cólera; pero las fieras hácenlo por el dolor, pues lo hacen o porque las han herido, o porque temen no las hieran. Pues vemos que estando en los bosques y espesuras no salen afuera. No son, pues, valerosas porque salgan al peligro movidas del dolor y de la cólera, ni advirtiendo el peligro en que se ponen. Porque de esa manera también serían los asnos, cuando están hambrientos, valerosos, pues no los pueden echar del pasto por muchos palos que les den. Y aun los adúlteros, por satisfacer a su mal deseo, se arriscan a hacer muchas cosas peligrosas. No son, pues, cosas valerosas las que por dolor o cólera se mueven al peligro. Mas aquella fortaleza que, juntamente con la cólera, hace elección, y considera el fin porque lo hace, aquélla parece ser la más natural de todas. Y los hombres, cuando están airados, sienten pena, y cuando se vengan, quedan muy contentos. Lo cual, los que lo hacen, hanse de llamar bregueros o cuistioneros, mas no cierto valerosos: porque no obran por causa de lo honesto, ni como les dicta la razón, sino como les incita la pasión. Casi lo mismo tienen los que por alguna esperanza son valientes; mas no por tener buena esperanza son los hombres valerosos. Porque los tales, por estar vezados a vencer a muchos y muchas veces, son osados en los peligros. Mas en esto parecen semejantes los unos y los otros a los valerosos, que los unos y los otros son osados. Pero los valerosos sonlo por las razones que están dichas; mas los otros, por presumir que son más poderosos, y que no les verná de allí mal ninguno, ni trabajo. Lo cual también acaece a los borrachos. Porque también éstos son gente confiada. Mas cuando el negocio no les sale como confiaban, luego huyen. Mas el oficio propio del hombre valeroso era aguardar las cosas que al hombre le son y parecen espantosas, por ser el hacerlo cosa honesta, y vergonzosa el dejarlo de hacer. Por lo cual más valeroso hecho parece mostrarse uno animoso y quieto en los peligros que repentinamente se ofrecen, que no en los que ya estaban entendidos porque tanto más aquello procede de hábito, cuanto menos en ellos estaba apercebido. Porque las cosas manifiestas puede escogerlas uno por la consideración y uso de razón; mas las repentinas por el hábito. Los ignorantes también parecen valientes, y parecen mucho a los confiados, aunque en esto son peores, que no tienen ningún punto de honra, como los otros. Y así, los confiados, aguardan por algún espacio de tiempo; pero los que se han engañado, si saben o sospechan ser otra cosa, luego huyen. Como les aconteció a los argivos cuando dieron en manos de los lacedemonios creyendo ser los sicionios. Dicho, pues, habemos cuáles son los verdaderamente valerosos, y cuáles, no siéndolo, quieren parecerlo.

 

En el capítulo nono hace comparación entre el osar y el temer, y muestra ser más propia materia suya 1as cosas de temor, que las de osadía.

 

Capítulo IX

 

Consiste, pues, la fortaleza en osadías y temores pero no en ambas cosas de una misma manera, sino que, principalmente en las cosas de temer. Porque el que en estas cosas no se altera, sino que muestra el rostro que conviene, más valeroso es que no el que lo hace en las cosas de osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho, se dicen ser los hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha razón es alabada. Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que abstenerse de las aplacibles. Pero con todo esto, el fin de la fortaleza parece dulce, sino que lo oscurecen las cosas que le estan a la redonda, como les acontece a los que se combaten en las fiestas; porque a los combatientes el fin porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios que les dan; pero el recibir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a la cual le son pesados todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y el premio por que se toman poco, parece que no contienen en sí ninguna suavidad. Y si lo mismo es en lo que toca a la virtud de la fortaleza, la muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su voluntad las recebirá; pero aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es cosa vergonzosa. Y cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso fuere, tanto más se entristecerá por la muerte. Porque éste tal vez era más digno de vivir, y éste sabe bien de cuán grandes bienes se aparta por la muerte. Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es menos valeroso; antes, por ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a ellos. Ni aun en ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y contento, hasta que se alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales no sean los mejores soldados de todos, sino otros que no son tan valerosos, y que otro bien ninguno no tengan sino éste. Porque estos tales son gente arriscada para todo peligro, y por bien pequeño provecho ponen sus vidas en peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza, cuya propiedad fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.

 

No poca falta le hizo al filósofo, para el tratar bien esta materia de la fortaleza, el no entender las cosas del siglo venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe los cristianos tenemos entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como arriba dijo: que después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo acrecentara diciendo que el hombre valeroso muere triste, entendiendo los bienes que deja; porque no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores; y así vemos que aquellos valerosos mártires iban a la muerte, no tristes, como este filósofo dice, sino como quien va a bodas, certificados por la fe de los bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de alcanzar. Y así parece que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y castigo de los malos, este filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo abiertamente su parecer. Más a la clara habló en esto su maestro Platón, y más conforme a la verdad cristiana, que en los libros de República confesó infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos, aunque no tan claramente como nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto he querido añadir aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas semejantes, lo atribuya a que no tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su doctrina era, en fin, de hombres, y dé gracias al Señor, que esta cristiana filosofía así le quiso revelar: que entienda más de esto un simple cristiano catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos del mundo.

 

Capítulo X

 

De la templanza y disolución

 

Declarada ya la materia de la fortaleza o valerosidad de ánimo, viene a tratar del segundo género de virtud, que es de la templanza, la cual es una manera de virtud muy importante para la quietud del mundo, pues los más de los males acaecen por falta de ella, apeteciendo muchos un contento y no pudiéndolo gozar todos, y moviendo, sobre quién lo gozará, grandes alborotos. Demuestra no consistir la templanza en todo género de contentamientos, sino en los corporales y que por el sentido se perciben. Después de haber tratado de la fortaleza, vengamos a tratar de la templanza; porque entendido está ser estas virtudes de aquellas partes que no usan de razón. Ya, pues, dijimos arriba que la templanza es medianía entre los placeres; porque menos, y no de la misma manera, consiste en las cosas de tristeza. En los mismos placeres parece que consiste también la disolución. Pero en cuáles placeres consistan, agora lo determinaremos. Dividamos, pues, los placeres de esta manera, que digamos que unos de ellos son espirituales y otros corporales, como el deseo de honra, o doctrina, porque cada uno de éstos se huelga con aquello a que es aficionado, sin recibir de ello el cuerpo ninguna alteración ni sentimiento, sino el entendimiento solamente. Los que en semejantes placeres se emplean, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, y lo mismo es en los demás pasatiempos y placeres que no son sensuales. Porque a los que son amigos de fábulas y de contar cuentos, y que de lo primero que a las manos les viene parlan todo el día, solémosles llamar vanos y parleros, mas no cierto disolutos. Ni tampoco a los que por causa de algunos intereses o amigos se entristecen. De manera que la templanza consiste en los placeres corporales, mas no en todos ellos. Porque los que, se huelgan con las cosas de la vista, como con los colores y figuras, y con la pintura, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, aunque parezca que se huelgan con ellos como conviene, o más o menos de lo que conviene. Y lo mismo acontece en las cosas del oído: porque a los que demasiadamente se huelgan con cantares o con representaciones, ninguno los llama disolutos, ni tampoco templados a los que se tratan en ello como deben; ni menos en lo que toca a los olores, sino accidentariamente; porque a los que se deleitan con los olores de las manzanas o de las rosas, o de los sahumerios, no los llamamos disolutos, sino a los que son amigos de almizcles y de olores de viandas. Porque 1os disolutos huélganse con olores semejantes, porque les traen a la memoria lo que ellos codician. Otros hay que, cuando tienen hambre, se agradan mucho de los olores de las buenas viandas, lo cual es propio de hombres disolutos en comer; porque de ellos es propio desear cosas semejantes; lo cual no vemos que acaezca en los demás animales, que con estos sentidos se deleiten, si no es accidentariamente. Porque ni aun los perros no se deleitan con oler las liebres, sino con comerlas, aunque el olor les dio el sentimiento de ellas; ni menos el león se deleita con el bramido del buey, sino con comerlo. Pero dónde está sintiolo por el bramido, y por eso parece que se deleita con la voz. Y lo mismo es cuando ve un ciervo algún corzo: que no se deleita de verlos, sino de que terná con qué matar su hambre. Consiste, pues, la templanza, y asimismo la disolución, en aquellos deleites de que son también participantes los otros animales. Por lo cual parecen cosas serviles y bestiales; éstas son el tacto y también el gusto, aunque parece que del gusto poco o ninguna cosa se sirven. Porque el juzgar del gusto es propio de los labrios, como lo vemos en los que gustan los vinos o guisan las viandas; de lo cual poco o no nada se huelgan los disolutos, si no han de gozar de ello; lo cual consiste todo en el tacto, así en las viandas como en las bebidas, y también en lo que toca a los deleites de la carne. Por lo cual dice de un gran comedor, llamado Filoxeno Frigio, que deseaba tener el cuello más largo que una grulla, dando a entender que se deleitaba mucho con el tacto, el cual es el más universal de todos los sentidos y en quien consiste la disolución. Y así, con razón, parece ser de los sentidos el más digno de ser vituperado, pues lo tenemos, no en cuanto somos hombres, sino en cuanto somos animales. De manera que holgarse mucho con cosas semejantes y quererlas mucho, es cosa bestial. Porque los más ahidalgados deleites del tacto, como son los que consisten en los ejercicios de la lucha y en los baños, no entran en esta, cuenta. Porque el deleite y tacto del disoluto no consiste en todo, el cuerpo, sino en ciertas partes de el.

 

Capítulo XI

 

De la diferencia de los deseos

 

En el capítulo onceno va distinguiendo los deleites, y mostrando cómo de ellos hay que consisten en cosas naturales, y de ellos en cosas vanas, y de ellos en cosas necesarias para el vivir, y de ellos en cosas que los hombres se han buscado sin forzarles necesidad ninguna. Y muestra pecarse más en lo vano que no en lo necesario.

 

Mas entre los deseos, unos parece que hay comunes, y otros propios y casi como sobrepuestos. Como el deseo del mantenimiento, que es natural, porque cada uno lo desea cuando de el tiene necesidad, ora sea seco, ora húmedo, y aun algunas veces el uno y el otro, y aun la cama (dice Homero) la apetece el gentil mozo y de floridos años. Pero tales o tales mantenimientos, ni todos los desean, ni los mismos. Por lo cual parece que depende de nuestra voluntad, aunque la naturaleza tiene también alguna parte en ello. Porque unas cosas son aplacibles a unos y otras a otros, y algunas cosas particulares agradan más a unos, que las que a otros agradan comúnmente. En los deseos, pues, naturales, pocos son los que pecan, y por la mayor parte en una cosa, que es en la demasía. Porque el comer uno todo cuanto le pongan delante, y beber hasta reventar, es exceder la tasa que la naturaleza puso, pues el natural apetito es henchir lo que hay necesidad. Y así, éstos se llaman comúnmente hinchevientres, como gentes que los cargan más de lo que sería menester. Esta es una condición de hombres serviles y de poca calidad. Pero en los particulares deleites muchos pecan, y de muy diversas maneras. Porque de los que a cosas particulares se dicen ser aficionados, pecan los que se deleitan en lo que no deben, o más de lo que deben, o como la vulgar gente se deleita, o no como debrían, o no con lo que debrían; pero los disolutos en toda cosa exceden, pues se deleitan con algunas cosas con que no debrían, pues son cosas de aborrecer. Y aunque se permita deleitarse con algunas de ellas, deléitanse más de lo que debrían, y como se deleitaría la gente vulgar y de poca estofa. Bien entendido, pues, esta, que la disolución es exceso en las cosas del deleite, y cosa digna de reprensión. Mas en lo que toca a las cosas de molestia, no es como en lo de la fortaleza; porque no se dice uno templado por sufrirlas, ni disoluto por no hacerlo, sino que se dice uno disoluto por entristecerse más de lo que debería por no alcanzar lo que apetece, la cual tristeza el mismo deleite se la causa; y templado se dice por no entristecerse por carecer y abstenerse del deleite. El disoluto, pues, todas las cosas deleitosas apetece, o, a lo menos, las que mas deleitosas son; y de tal manera es esclavo de sus propios deseos, que precia y escoge aquéllos más que todo el resto de las otras cosas; y por esto, como las desea, entristécese si no las alcanza, porque el deseo siempre anda en compañía de la tristeza. Aunque parece cosa ajena de razón entristecerse por el deleite. Pero faltos en el deleite y que se alegren con él menos de lo que conviene, no se hallan ansí, porque no consiente la naturaleza humana una tan grande tontedad, pues vemos que aun los demás animales disciernen los mantenimientos, y de unos se agradan y otros aborrecen; y pues si alguno hay que ninguna cosa le sea deleitosa, ni de unas cosas a otras haga diferencia, parece que este tal está lejos de ser hombre. De manera, que este tal no tiene nombre, porque tal cosa no se halla. Pero el templado, en esta cosas trátase con medianía, porque ni se deleita con las cosas con que se deleita mucho el disoluto, antes abomina de ellas, ni en alguna manera se huelga con lo que no debe, ni con ninguna cosa demasiadamente; ni por carecer de ello se entristece, ni desea sino moderadamente, ni se deleita con ninguna cosa más de lo que debe, ni cuando no debe, ni, generalmente hablando, con ninguna cosa de éstas. Antes apetece las cosas que importan para la salud y para conservar el buen hábito del cuerpo, si son cosas deleitosas, y esto moderadamente y como debe, y las demás cosas aplacibles, que no sean perjudiciales a éstas, ni menos estraguen la honestidad ni la hacienda. Porque el que disoluto es, más quiere sus deleites que toda la honra; mas el templado no es de esta manera, sino como la buena razón le enseña que ha de ser.

 

Capítulo XII

 

Cómo la disolución es cosa más voluntaria que la cobardía

 

En este último capítulo compara dos vicios de las dos virtudes, de que hasta agora ha tratado, el uno por exceso, que es la disolución, y el otro por defecto, que es la cobardía, de los cuales dos vicios la disolución es exceso de la temperancia, y la cobardía defecto de la fortaleza. Prueba, pues, la disolución tanto ser más digna de reprensión que no la cobardía, cuanto es más voluntaria y más puesta en nuestra libertad de albedrío. Porque la cobardía parece nacer de una escaseza o poquedad de ánimo, y la disolución de la misma voluntad.

 

La disolución, cosa más voluntaria parece que no la cobardía: pues ésta nace del deleite, y aquélla de la tristeza, de las cuales dos cosas el deleite es cosa de amar, y la tristeza de aborrecer. Y la tristeza disipa y destruye la naturaleza del que la tiene, mas el deleite ninguna cosa de esas hace, antes procede más de nuestra elección, y por esto es digno de mayor reprensión; pues en semejantes cosas es más fácil cosa acostumbrarnos. Porque muchas cosas hay en la vida de esta condición, en las cuales el acostumbrarse es cosa que está lejos de peligro, lo cual en las cosas de espanto es al revés. Aunque parece que la cobardía así en común tomada, no es de la misma manera voluntaria, que si en las cosas particulares la consideramos. Porque ella en sí carece de tristeza, mas las cosas particulares dan tanta pena, que fuerzan muchas veces a arrojar las armas, y a hacer otras cosas afrentosas, y por esto parece que son cosas violentas. Pero en el disoluto es al revés: que las cosas particulares le son voluntarias, como a hombre que desea y apetece; mas así en común no tanto, porque ninguno apetece así en común ser disoluto. Y el nombre de la disolución atribuímoslo a los hierros (esto es en griego conforme al nombre acolastos) de los niños, porque se parece mucho lo uno de estos a lo otro. Aunque para nuestra presente disputa no hace al caso inquirir cuál tomó de cuál el nombre; pero cosa cierta es que lo tomó lo postrero de lo primero, y no parece que se hace mal la traslación de lo uno para lo otro. Porque todo lo que cosas torpes apetece y en esto crece mucho, ha de ser castigado, cuales son el apetito y el niño más que otra cosa alguna, porque también los niños viven conforme al apetito, y en ellos se ve más el apetito del deleite. De manera que si no está obediente a la parte que señorea y se subjeta a ella, crece sin término, porque es insaciable el apetito del deleite; y el no bien discreto de dondequiera lo apetece. Y el ejercitarse en satisfacer al apetito hace crecer las obras de su mismo jaez, las cuales si vienen a cobrar fuerza y arraigarse, cierran la puerta del todo a la razón. Por tanto, conviene que estos tales deleites sean moderados y pocos, y que a la razón en ninguna manera sean contrarios. A lo que de esta manera es, llamámosle obediente y corregido. Porque así como el niño ha de vivir conforme al mandamiento de su ayo, de la misma manera en el hombre la parte apetitiva ha de regirse como le dicta la razón. Por lo cual, conviene que en el varón templado la parte del apetito concuerde con la razón: porque la una y la otra han de tener por blanco lo honesto, y el varón templado desea lo que conviene y como conviene y cuando conviene, porque así lo manda también el uso de razón. Esto, pues, es la suma de lo que habemos tratado de la virtud de la templanza.

 

Libro cuarto

 

De los morales de Aristóteles escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del cuarto libro de las Éticas

 

Ya que en el tercer libro ha tratado de dos géneros de virtudes principales, de la fortaleza y de la templanza, en el cuarto libro pretende tratar del tercer género principal de virtud, que es la liberalidad, la cual consiste en el dar y recibir de los propios intereses, y juntamente de los hierros que en ella acaecen por exceso y por defecto. Trata asimismo de la magnificencia y de otros inferiores géneros de virtudes que propuso en el segundo libro.

 

Capítulo primero

 

De la liberalidad y escaseza

 

En el primer capítulo propone en qué materia se emplea y consiste la liberalidad y los extremos suyos viciosos, que es en la comunicación de los propios intereses, y pone las diferencias que hay entre el verdaderamente liberal y el pródigo, y declara por qué se dice el pródigo perdido.

 

De aquí adelante tratemos de la liberalidad, la cual parece ser una medianía en cosa de lo que toca al dinero y intereses. Porque no alabamos a un hombre de liberal orque haya hecho ilustres cosas en la guerra, ni tampoco por las cosas en que el varón templado se ejercita, ni menos por tratarse bien en las cosas tocantes a la judicatura, sino por el dar o recibir de los dineros, y más por el dar que por el recibir. Llamamos dineros, todo lo que puede ser apreciado con dinero. Son asimismo la prodigalidad y la avaricia excesos y defectos en lo que toca a los intereses y dineros, y la avaricia siempre la atribuimos a los que procuran el dinero con más diligencia y hervor que no debrían; mas la prodigalidad (que en griego se llama asotia, que palabra por palabra quiere decir perdición) algunas veces con otros vicios la acumulamos juntamente. Porque los que son disolutos y amigos de gastar en profanidades sus dineros, llamámoslos pródigos y perdidos. Y por esto parece que estos tales son los peores de los hombres, porque juntamente están en muchos vicios puestos. Mas no los llamamos con aquel nombre propriamente. Porque perdido quiere decir hombre que tiene en sí algún vicio, con que destruye su propria hacienda, porque aquel se dice perdido, que él por sí mismo se destruye; y parece que la perdición de la hacienda es una perdición del mismo, pues de la hacienda depende la vida. de esta manera, pues, habemos de entender la prodigalidad o perdición. De aquellas cosas, pues, que por algún uso se procuran, puede acontecer, que bien o mal se use; y el dinero es una de las cosas que se procuran por el uso y menester. Aquél, pues, usa bien de cada cosa, que tiene la virtud que en lo tal consiste, y así aquél usará bien del dinero, que tiene la virtud que consiste en el dinero, y este tal es el hombre liberal. Parece pues, que el uso del dinero más consiste en el emplearlo y darlo, que no en recebirlo y conservarlo. Porque esto más es posesión que uso, y por esto más parece hecho de hombre liberal dar a quien conviene, que recibir de quien conviene, ni dejar de tomar de quien no conviene, porque más propio oficio es de la virtud hacer bien que recebirlo, y más propio el hacer lo honesto, que dejar de hacer lo torpe y vergonzoso. Cosa, pues, manifiesta es, que al dar es cosa anexa el bien hacer y el obrar cosas honestas, y al recibir el padecer bien o no hacer cosas vergonzosas. Y el agradecimiento, al que da se tiene, y no al que no recibe, y más alabado es el que da que no el que no recibe, y también más fácil cosa es el no recibir que no el dar, y los hombres más se recatan en no gastar lo propio que en tomar lo ajeno. A más de esto, aquellos que dan se dicen liberales: que los que no reciben no son tanto alabados de liberales cuanto de hombres justos, y los que reciben no por ello son muy alabados. Y de todos los virtuosos, los liberales son los más amados, porque son útiles, lo cual consiste en el dar. Las obras, pues, de la virtud son honestas y hechas por causa de lo honesto. De manera que el liberal dará conforme a razón y por causa de lo honesto, porque dará a quien debe y lo que debe y cuanto debe, y con las demás condiciones que son anexas al bien dar. Y esto alegremente, o a lo menos no con triste rostro, porque lo que conforme a virtud se hace, ha de ser aplacible, o a lo menos no pesado, cuanto menos triste. Mas el que da a quien no debería, o no por causa de lo honesto, sino por otra alguna causa, no es liberal, sino que se dirá ser algún otro, ni tampoco el que da con rostro triste, porque precia más el dinero que no la obra honesta, lo cual no es hecho de hombre liberal. Ni tampoco recebirá de quien no debe recibir, porque eso no es de hombre que tiene en poco el dinero. Tampoco será importuno en el pedir, porque mostrarse fácil en el ser remunerado, no es de hombre que a otros hace bien. Pero recebirá de donde debe, que es de sus propias posesiones: y esto no como cosa honesta, sino como cosa necesaria para tener que dar. Ni tampoco en sus propias cosas será negligente, por abastar a algunos con aquéllas. Ni menos dará al primero que se tope, por tener que dar a quien conviene, y cuando conviene y en lo que es honesto. Es también de hombre liberal y ahidalgado exceder mucho en el dar, tanto que deje lo menos para sí, porque el no tener cuenta consigo es de hombre liberal. Entiéndese esta liberalidad en cada uno según su posibilidad, porque no consiste lo liberal en la muchedumbre de lo que se da, sino en el hábito del que lo da, el cual da según es la facultad; de do se colige que bien puede acontecer que el que menos dé, sea más liberal, si lo da teniendo menos. Aquéllos, pues, parecen ser más liberales, que no ganaron ellos la hacienda, sino que la heredaron, porque éstos no saben qué cosa es necesidad; y en fin, cada uno ama lo que él mismo ha hecho, como los padres a sus hijos y los poetas a sus versos. Es cosa cierto dificultosa el hacerse rico un hombre liberal, porque ni sabe recibir, ni sabe guardar; antes todo lo despide de sí, ni para sí mismo precia nada el dinero, sino para dar. Y de esto se quejan los hombres de la fortuna, porque aquellos que más merecían ser ricos, lo son menos. Aunque esto acontece conforme a razón. Porque ¿cómo han de tener dineros los que no tienen cuidado cómo los ternán? como acontece también en todo lo demás. Pero el hombre liberal no dará a quien no es bien dar, ni cuando no es bien, ni en las demás circunstancias semejantes, porque ya no sería eso usar de liberalidad, y si en semejantes cosas gastase su dinero, no ternía después qué gastar en lo que conviniese. Es, pues, el varón liberal, como está ya dicho, aquel que conforme a su posibilidad o facultad gasta su dinero, y en lo que conviene, y el que de esto excede es pródigo o perdido. Por esto no digamos que los tiranos son pródigos, porque, como tienen mucho, parece que no pueden fácilmente exceder en las dádivas y gastos. Consistiendo, pues, la liberalidad en una medianía entre el dar y recibir del dinero, el hombre liberal dará y gastará en lo que esté bien empleado, y tanto cuanto convenga gastar, así en lo poco como en lo mucho, y esto alegremente, y tomará de do convenga, y tanto cuanto convenga. Porque, pues, así en lo uno como en lo otro es la virtud medianía, lo uno y lo otro hará como convenga, porque tal manera de recibir es anexa a tal manera de dar, y lo que no es de esta manera, le es contraria. Las que son, pues, anexas entre sí, en un mismo hombre se hallan juntamente, y las contrarias está claro que no. Y si acaso le aconteciese emplear su dinero en lo que no conviene ni está bien, se entristecería, no excesivamente, sino como conviene. Porque propio oficio de la virtud es holgarse y entristecerse en lo que conviene, y como conviene. Es asimismo el hombre liberal de muy buen contratar en cosa del dinero, porque como no lo precia, antes se entristece más si no gastó lo que convenía, que se duele de haber gastado lo que no convenía, no siguiendo el parecer del poeta Simónides puede fácilmente ser defraudado en los intereses. Mas el pródigo aun en esto no lo acierta, porque ni se alegra en lo que debería, ni como debería, ni tampoco se entristece, como más claramente, prosiguiendo adelante, lo veremos. Ya, pues, habemos dicho cómo la prodigalidad y la avaricia son excesos y defectos, y que consisten en dos cosas: en el dar y en el tomar, porque el gastar también lo contamos con el dar. La prodigalidad, pues, excede en el dar y no recibir, y en el recibir es falta; mas la avaricia falta en el dar y excede en el recibir, sino en algunos. Las cosas, pues, del pródigo nunca crecen mucho, porque no es posible que el que de ninguna parte recibe, dé a todos. Porque fácilmente se le acaba la hacienda al particular que lo da todo, si pródigo se muestra ser. Aunque este tal harto mejor parece ser que no el avariento, porque parece que la edad y la necesidad lo puede corregir y traer al medio, y también porque tiene las condiciones del liberal, pues da y no recibe, aunque lo uno y lo otro no bien ni como debe. Y si él esto viniere a entender, o por otra cualquier vía se mudare, verná a ser liberal, porque dará a quien conviene dar, y no recebirá de donde no conviene recibir. Por lo cual parece que no es vil de su condición, porque no es condición de ruin ni de villano el exceder en el dar y no recibir, sino de simple. Y el que de esta manera es pródigo, muy mejor parece ser que no el avariento, por las razones que están dichas, y también porque el pródigo es útil para muchos, mas el avariento para nadie, ni aun para sí mismo. Pero los más de los pródigos, como está dicho, reciben de donde no es bien, y en cuanto a esto son avarientos, y hácense pedigüeños o importunos en el pedir, porque quieren gastar y no tienen facultad para hacerlo fácilmente, porque se les acaba presto la hacienda. Esles, pues, forzado buscarlo de otra parte, y como no tienen, juntamente con esto, cuenta con la honestidad y honra, toman de dondequiera y sin ningún respecto, porque desean dar y no llevan cuenta con el cómo ni de dónde. Y por esto sus dádivas no son nada liberales. Porque ni son honestas, ni hechas por honesta causa, ni como conviene, sino que a veces hacen ricos a los que merecían ser pobres, y a los que son de vida y costumbres moderadas no darán un maravedí; y a truhanes, o a gente que les da pasatiempo alguno, dan todo cuanto tienen. Y así, los más de ellos son gente disoluta. Porque, como gastan prontamente, inclínanse a emplear su dinero en disoluciones, y como no viven conforme a lo honesto, inclínanse mucho a los deleites. De manera que el pródigo, si no es corregido, viene a parar en todo esto; mas si tiene quien le corrija y tenga cuenta con él, verná a dar al medio y a lo que conviene. Pero la avaricia es vicio incurable. Porque la vejez, y todo género de debilitación, parece que hace avarientos a los hombres, y que es más natural en ellos que no la prodigalidad, porque los más son más amigos de atesorar que no de dar. Pártese, pues, este vicio en muchas partes y tiene muchas especies, porque parece que hay muchas maneras de ella. Porque como consiste en dos cosas: en el defecto del dar y en el exceso del recibir, no proviene en todos de una misma manera, sino que algunas veces difiere una avaricia de otra, y hay unos que exceden en el recibir, y otros que faltan en el dar. Porque todos aquellos a quien semejantes nombres cuadran, escasos, enjutos, duros, todos éstos pecan en ser faltos en el dar, pero tampoco apetecen las cosas de los otros, ni son amigos de tomar, unos por una natural bondad que tienen y temor de no hacer cosas afrentosas (porque parece que algunos, o a lo menos ellos lo quieren dar así a entender, se guardan de dar porque la necesidad no les fuerce a hacer alguna cosa vergonzosa), entre los cuales se han de contar los tenderos de especias, y otros semejantes, los cuales tienen este nombre porque son tan tenedores en el dar, que no dan nada a ninguno. Otros hay que de temor se abstienen de las cosas ajenas, pretendiendo que no es fácil cosa de hacer que uno reciba las cosas de los otros, y los otros no las suyas. Conténtanse, pues, con no recibir nada de ninguno, ni dar nada a ninguno. Otros exceden en el recibir, recibiendo de doquiera toda cosa, como los que se ejercitan en viles oficios, y los rufianes que mantienen mujeres de ganancia, y todos los demás como éstos, y los que dan dineros a usura, y los que dan poco porque les vuelvan mucho. Porque todos éstos reciben de donde no es bien y cuanto no es bien. A todos los cuales parece serles común la vergonzosa y torpe ganancia. Porque todos éstos, por amor de la ganancia, y aun aquélla no grande, se aconhortan de la honra, ni se les da nada de ser tenidos por infames. Porque a los que toman cosas de gran tomo de donde no conviene, y las cosas que no es bien tomar, como son los tiranos que saquean las ciudades y roban los templos, no los llamamos avarientos, sino hombres malos, despreciadores de Dios, injustos. Pero los que juegan dados, los ladrones y salteadores, entre los avarientos se han de contar, pues se dan a ganancias afrentosas. Porque los unos y los otros hacen aquello por amor de la ganancia, y no se les da nada de ser tenidos por infames. los unos, por la presa, se ponen a gravísimos peligros, y los otros ganan con los amigos, a los cuales tenían obligación de dar. Y, en fin, los unos y los otros, pues, procuran de ganar de do no debrían: son amigos de ganancias afrentosas. Todas, pues, estas recetas son propias de hombres avarientos. Con razón, pues, se dice la avaricia contraria de la liberalidad, pues es mayor mal que la prodigalidad, y más son los que pecan en ella, que no en la prodigalidad que habemos dicho. De la liberalidad, pues, y de los vicios que le son contrarios, basta lo que está dicho.

 

Capítulo II

 

De la magnificencia y poquedad de ánimo

 

Junto con la liberalidad puso Aristóteles la magnificencia y la magnanimidad o grandeza de ánimo, y otras algunas particulares virtudes. Por esto, concluida ya la disputa de la liberalidad, trata en el segundo capítulo de la magnificencia, y muestra en qué géneros de obras consiste, y en qué difiere de la liberalidad, que es en la cantidad y calidad de las cosas en que la una y la otra se ejercitan.

 

Parece, pues, que es anexo a esta materia el tratar también de la magnificencia. Porque también ésta parece ser una virtud, que consiste en el tratar y emplear de los dineros. Aunque no se emplea en todos los ejercicios del dinero como la liberalidad, sino en los gastos solamente, y en éstos excede a la liberalidad en la grandeza. Porque la magnificencia, como claramente su nombre nos lo muestra, es un conveniente gasto en la grandeza o cantidad. Pero la grandeza nota cierto respeto. Porque no es un mismo gasto el del capitán de una galera que el de toda la armada. En esto, pues, consiste lo conveniente, refiriéndolo al mismo: en ver en qué se gasta y acerca de qué. Pero el que, o en cosas pequeñas o en medianías, gasta como debe, no se llama magnífico, como el que dijo:

 

Yo muchas veces, cierto, me he empleado

En dar favor y ayuda al extranjero;

 

 

 

sino el que gasta en cosas graves. Porque cualquier que es magnífico, es asimismo liberal, mas no cualquier que es liberal es por eso luego magnífico. El defecto, pues, de hábito semejante llámase bajeza o poquedad de ánimo; pero el exceso es vanidad y ignorancia de lo honesto, y todas cuantas son de esta manera, que no exceden en la cantidad acerca de lo que conviene hacerse, sino que se quieren mostrar grandes en las cosas que no convienen, y de manera que no conviene. Pero de éstas después se tratará. Es, pues, el magnífico muy semejante al hombre docto y entendido, porque puede entender lo que le está bien hacer y gastar largo con mucha discreción. Porque el hábito (como ya dijimos al principio) consiste en los ejercicios y en aquellas cosas cuyo hábito es, y los gastos del varón magnífico han de ser largos y discretamente hechos; y del mismo jaez han de ser las obras en que los hobiere de emplear. Porque de esta manera será el gasto grande y para la tal obra conveniente. Conviene, pues, que la obra sea digna del gasto, y el gasto de la obra, y aun que le exceda. Ha de hacer, pues, el varón magnífico estos gastos por causa de alguna cosa honesta (porque esto es común de todas las virtudes), y, a más de esto, con rostro alegre y gastando prontamente. Porque el llevar muy por menudo la cuenta, no es de ánimo magnífico. Y más ha de considerar cómo se hará más hermosa la obra y más conveniente, que en cuánto le estará, o cómo la hará a menos costa. Ha de ser el varón magnífico necesariamente liberal, porque el hombre liberal gastará lo que conviene y como conviene. Porque en estas cosas consiste lo más del varón magnífico, como es la grandeza de la cosa. Consistiendo, pues, en semejantes cosas la liberalidad, con un mismo gasto hará la obra más magnífica y ilustre. Porque no es toda una la calidad de la obra que la de alguna posesión: que la posesión es lo que es digno de mayor precio y valor, como el oro; pero la obra lo que es cosa grande y muy ilustre. Porque de tales cosas se maravillan los que las miran, y las cosas magníficas y ilustres han de ser tales, que causen admiración, y la magnificencia de la obra consiste en la grandeza de ella. De todos los gastos, pues, éstos decimos que son los más dignos de preciar: las cosas que se dedican para el culto divino, y los aparatos y sacrificios que en su servicio se hacen. También son obras muy dignas de preciar las que se hacen en memoria de todas las criaturas bienaventuradas, cuales son las angélicas, y las que se emplean en el bien y provecho de la comunidad, como si uno hace unas muy solemnes fiestas o edifica alguna ilustre armada, o hace algún general convite a toda una ciudad. En todas estas cosas, como está ya dicho, todo se refiere al que lo hace, qué calidad de hombre es y qué hacienda tiene. Porque todo esto ha de ser conforme a estas cosas, y no sólo ha de cuadrar a la obra, pero también a la persona que lo hace. Por lo cual, el hombre pobre nunca será magnífico, porque no tiene de dónde gastar como conviene. Y el pobre que tal hacer intenta, es necio, pues intenta lo que no le está bien ni le conviene, y lo que conforme a virtud se ha de hacer, ha de ser bien hecho. Aquéllos, pues, lo hacen decentemente, que o por sí mismos lo han alcanzado, o por sus antepasados, o los a quien ellos suceden, o los que son de ilustre sangre, o los que están puestos en estado, y los demás de esta manera. Porque todas estas cosas tienen en sí grandeza y dignidad. El hombre, pues, magnífico en semejantes cosas principalmente se señala, y la magnificencia, como esta, ya dicho, consiste en gastos semejantes, porque todas éstas son cosas muy ilustres y en mucha estima tenidas. Pero de las cosas propias, en aquéllas se debe mostrar el magnífico que sola una vez se hacen, como en sus bodas y en cosas de esta manera. Ítem, en aquello que todo el pueblo lo desea, o los que más valen en el pueblo; también en el recoger y despedir de los huéspedes, y en el dar y tornar de los presentes, porque el varón magnífico no es tan amigo de gastar en lo que particularmente toca a él, cuanto en lo que en común a todos. Y los presentes parecen en algo a las cosas que se ofrecen, a Dios. También es de hombre magnífico edificar decentemente una casa para sí según su facultad (porque también ésta es parte de lo que da lustre a las gentes), y en aquellas obras principalmente gastar su dinero, que sean de más dura y no fenezcan fácilmente, porque todas éstas son cosas muy ilustres, aunque en cada una de ellas se ha de guardar el decoro que conviene. Porque lo que es bastante para los hombres, no lo es para los dioses, ni se ha de hacer un mismo gasto para hacer un sepulcro que para edificar un templo. Y en cada género de gastos por sí hay su manera de grandeza. Y aquella obra es la más magnífica de todas, que es de las más ilustres la mayor, y en cada género por sí, el que es entre ellos el mayor. Aunque hay diferencia entre ser la obra en sí grande y ser de grande gasto. Porque una pelota muy hermosa o un muy hermoso vaso es magnífico don para presentar a un niño, aunque el precio de ello es cosa de poco y no de hombre liberal. Por lo cual, es propio oficio del varón magnífico, en cualquier género de cosas que trate, tratarlas con magnificencia. Porque semejante manera de tratar no puede ser fácilmente por otro sobrepujada, y la obra hácese conforme a la dignidad del gasto. Tal, pues, es el varón magnífico, cual lo habemos declarado. Pero el que en esto excede y es vano, excede en el gastar no decentemente como ya también está dicho, porque gasta largo en cosas que quieren poco gasto, y neciamente y sin orden muere por mostrarse magnífico y ilustre, como el que a los que habían de comer a escote les da una comida como en bodas, o el que a los que representan comedias les da los aparejos, aderezándoles los tablados con paños de púrpura, como hacen los de Megara, y todo esto no lo hace por ninguna cosa honesta, sino por mostrar sus riquezas y pretendiendo que por ellas le han de preciar mucho, y donde había de gastar largo, gasta cortamente, y donde bastaba gastar poco, gasta sin medida. Pero el hombre apocado y de poco ánimo en toda cosa es corto, y, de que ha gastado mucho, por una poquedad pierde y destruye la obra ilustre. Y si algo ha de hacer, no mira sino cómo la hará a menos costa, y todo lo hace llorando duelos y pareciéndole que aún gasta más de lo que debería. Son, pues, semejantes hábitos de ánimo viciosos, pero los que los tienen, no por eso son infames, pues ni a los circunvecinos son perjudiciales, ni tampoco son muy deshonestos.

 

Capítulo III

 

De la grandeza y bajeza de ánimo

 

En los dos capítulos pasados ha tratado de las dos virtudes, que consisten en lo que toca a los propios intereses, que son la liberalidad y la magnificencia. En este tercero trata de la virtud que consiste en otro bien, que es la honra, la cual se llama magnanimidad o grandeza de ánimo, y declara quién es el que se ha de llamar magnánimo, y quién soberbio y fanfarrón, y en qué difieren el uno del otro, y los dos del hombre de bajos pensamientos. Aunque esta materia es algo ajena de nuestra cristiana religión, la cual se funda en humildad y caridad y desprecio de sí mismo. Pero éste escribió conforme a lo que el mundo trata: nosotros habemos de obrar como gente que de veras desprecia el mundo por el cielo.

 

La magnanimidad o grandeza de ánimo, según el nombre nos lo muestra, también consiste en cosas grandes. Declaremos, pues, primero en qué género de cosas está puesta, y importa poco que tratemos de la misma magnanimidad o del que la tiene y es magnánimo. Aquél, pues, parece hombre magnánimo, que se juzga por merecedor de cosas grandes, y lo es, porque el que no siéndolo se tiene por tal, es muy gran necio, y conforme a la virtud ninguno puede ser necio, ni falto de juicio. El que habemos dicho, pues, es el magnánimo. Mas el que poco merece y él mismo se lo conoce, es varón discreto, mas magnánimo no es, porque la magnanimidad consiste en la grandeza; de la misma manera que la hermosura en el cuerpo grande. Porque los que son de pequeña estatura, dícense que tienen buen donaire y proporción, mas que son hermosos no se dicen. Pero el que se tiene por digno de grandes cosas no 1o siendo, dícese hinchado. Aunque no todos los que se tienen por dignos de mayores cosas que no son, se dicen hinchados. Pero el que se juzga por digno de menos de lo que es, es hombre de poco ánimo, ora sea digno de cosas grandes, ora de medianas, ora de menores, si él en fin se juzga por digno de menos de lo que es. Y el más bajo de ánimo parecerá ser aquel que, siendo digno de las cosas mayores, se apoca a las menores, porque ¿qué hiciera si de cosas tan grandes no fuera merecedor? Es, pues, el hombre magnánimo en cuanto toca a la grandeza el extremo, pero en cuanto al pretenderlo como conviene, tiene el medio; pues se juzga por digno de aquello que en realidad de verdad lo es, pero los demás o exceden o faltan. Y si de cosas grandes se tuviere por digno, siéndolo, y señaladamente siendo digno de las más ilustres cosas, particularmente se juzgará por digno de una cosa, pero cuál sea ésta, por la dignidad lo habemos de entender. Es, pues, la dignidad uno de los bienes exteriores, y aquello tenemos por mayor que a los mismos dioses lo atribuimos, y lo que más apetecen los que puestos están en dignidad, y lo que es el premio de las más ilustres cosas, la cosa, pues, a quien todas estas calidades cuadran, es la honra, porque éste es el mayor bien de todos los externos. De manera que el varón magnánimo es el que en lo que toca a las honras y afrentas se trata como debe. Y sin más probarlo con razones, es cosa manifiesta que los varones magnánimos se emplean en lo que consiste acerca de la honra. Porque los hombres graves señaladamente se tienen por dignos de la honra, pero de la que merecen. Pero el hombre de poco ánimo y bajos pensamientos falta a sí mismo y a la dignidad del magnánimo varón; mas el hinchado y entonado para consigo mismo excede, mas no para con el varón magnánimo. Pero el, varón magnánimo, si digno es de las mayores y más graves cosas, será el mejor de todos, porque el que es mejor siempre es merecedor de lo mayor, y el más perfeto de las cosas más graves. Conviene, pues, en realidad de verdad, que el varón magnánimo sea hombre de bien, y aun parece que se requiere que en cada género de virtud sea muy perfeto, ni cuadra en ninguna manera al varón magnánimo huir por temor de los peligros, ni hacer agravio a nadie. Porque ¿a qué fin ha de hacer cosas feas el que todo lo tiene en poco? Si queremos, pues, en cada cosa particularmente escudriñarlo, veremos claramente cuán digno de risa es el varón magnánimo si no es hombre dotado de virtud, y cuán lejos está de ser digno que le hagan honra, pues es malo. Porque la honra premio es de la virtud, y a los buenos se les debe de derecho. Parece, pues, que la magnanimidad es una como recámara en que se contienen todas las virtudes, las cuales ella las engrandece, y sin ellas no se halla. Por lo cual es cosa rara y dificultosa de hallarse un varón en realidad de verdad magnánimo, por que no puede ser sin toda perfición de virtud. De manera que el varón magnánimo consiste señaladamente en lo que a las honras y afrentas toca, de las cuales honras con las que mayores fueren y de hombres virtuosos procedieren, moderadamente se holgará, como quien alcanza lo que le pertenece propriamente y de derecho, aunque sea menos de lo que él merece, porque a la acabada y perfeta virtud no se le puede hacer tanta honra, cuanta se le debe; pero en fin, aceptarlas ha, pues no tienen los varones buenos cosa mayor con que remunerarla. Pero las que la vulgar gente le hiciere y en cosas de poco peso y importancia, despreciarlas ha del todo, porque no son conformes a su merecimiento. Terná asimismo en poco las afrentas, porque no se le harán con razón ni con justicia. Es, pues, el varón magnánimo (como ya esta dicho) el que de esta manera se trata en lo que a las honras pertenece, aunque también en lo que a las riquezas toca, y al señorío y a la buena o mala fortuna, se tratará, comoquiera que le suceda, con modestia, y ni en la próspera fortuna se alegrará demasiadamente, ni en la adversa tampoco se entristecerá, pues ni aun en la honra, que es cosa de mayor calidad, no se trata de esa manera. Porque los señoríos y las riquezas son de amar por causa de la honra, y los que las poseen quieren por respecto de ellas ser honrados. Pero el que aun la misma honra tiene en poco, también terná en poco todo lo demás, y así los varones magnánimos parecen despreciadores de las cosas. También parece que importan algo para la magnanimidad las cosas de la próspera fortuna. Porque los que son de ilustre sangre, y los que están puestos en señorío, y los que viven abundantes de riquezas, son al parecer tenidos por dignos de que se les haga honra, pues la honra consiste en el exceso, y a lo que de suyo es bueno, cualquier cosa que le sobrepuje lo hace más digno de honra, y por esto tales cosas como éstas hacen a los hombres más magnánimos, porque, en fin, algunos les hacen honra. Aunque en realidad de verdad sólo el bueno merece ser honrado, pero el que lo uno y lo otro tiene, más digno es de honra. Pero los que semejantes bienes de fortuna tienen y son faltos de virtud, ni con razón se juzgan por dignos de cosas grandes, ni se dicen bien magnánimos, porque este nombre sin muy perfeta virtud jamás se alcanza, y los que aquellos bienes tienen sin virtud, son despreciadores y amigos de hacer agravios y inficionados de vicios semejantes. Porque sin virtud es dificultosa cosa mostrarse uno moderado en las prosperidades. Y como no lo pueden ser y les parece que exceden a todos, desprecian a los otros y hacen todo aquello a que les convida su apetito. Porque quieren imitar al hombre magnánimo sin parecerle en cosa alguna, y esto hácenlo en aquello que pueden. Lo que toca, pues, a la virtud, no hacen; sólo esto hacen: que desprecian a los otros. Pero el varón magnánimo con razón desprecia a los que no lo son, porque siente bien y verdaderamente de las cosas. Pero el vulgo desprecia así a bulto. Y como el varón magnánimo precia pocas cosas, ni fácilmente se pone en peligros, ni es aficionado a ponerse; pero en los graves peligros pónese, y cuando se pone, de tal suerte arrisca la vida, como si no fuese en ninguna manera digno de vivir. Es asimismo prompto en bien hacer, y si a él alguno le hace bien, córrese de ello, porque aquello es de superior, y estotro de inferior. Y si remunera la buena obra, hácelo colmadamente. Porque de esta manera queda siempre deudor el que primero hizo el bien, y queda en cargo del bien que ha recebido. Y así parece que se huelgan más los magnánimos de que les traigan a la memoria las buenas obras que ellos a otros han hecho, que no las que ellos han de otros recebido, porque siempre el que recibe el bien es inferior que el que lo hace, y el magnánimo siempre quiere ser superior, y así lo que él ha hecho óyelo de buena gana, y lo que ha recebido, con mucha pesadumbre. Y así la Tetis en Homero no le trae a la memoria a Júpiter las cosas que ella por él había hecho, ni los lacedemonios a los atenienses, sino las buenas obras que otras veces habían de ellos recebido. Es también de hombre magnánimo no haber menester a nadie, o a lo menos en cosas graves, y ser prompto en el hacer por otros, y para con otros que están puestos en dignidad y próspera fortuna mostrarse grande, y mediano para con los medianos. Porque sobrepujar a aquéllos es cosa grave y ilustre, pero a estotros cosa fácil. Y querer entre aquéllos ser señalado, es ilustre cosa y de hombre generoso, pero entre los de baja suerte es cosa odiosa, como si uno quisiese mostrar sus fuerzas contra los flacos y dolientes. Es también de varón magnánimo no mostrarse muy codicioso de ir a las cosas tenidas en mucho, y en que otros están más adelante, y ser perezoso y tardo sino donde la honra sea muy grande, o la obra tal que pocos la puedan hacer, y aquéllos personas graves y afamadas. Conviene también que el varón magnánimo a la clara ame o aborrezca, porque el encubrir esto es de hombre temeroso y que tenga más cuenta con la verdad que con la opinión, y que diga y haga a la clara. Porque esto es propio del que tiene en poco las cosas. Y así el hombre magnánimo es libre en el decir, porque también aquello es propio de hombre libre en el hablar, y por esto tiene en poco las cosas, y así siempre habla de veras, sino en lo que trata por disimulación, de la cual ha de usar para con el vulgo. Es también propio del varón magnánimo no poderse persuadir que ha de vivir a gusto de otro, sino al del amigo, porque es cosa de ánimos serviles. Y por esto, todos los lisonjeros son gente baja y servil, y los bajos de ánimo y serviles son ordinariamente lisonjeros. Tampoco el magnánimo es hombre que se maravilla de las cosas, pues ninguna cosa le parece grande, ni menos tiene en la memoria los males y trabajos, porque no es de hombre magnánimo acordarse y especialmente de los males, sino antes prevenirlos. Ni menos es amigo de hablar de nadie, porque ni hablará de sí mismo ni de otros, pues no se le da mucho de ser alabado, ni de que otros sean vituperados. Ni tampoco es amigo de alabar a nadie, y por la misma razón tampoco es amigo de hablar mal ni aun de sus propios enemigos, si no es por causa de alguna, afrenta que le hagan. Tampoco es amigo de quejarse de las cosas necesarias o de poco valor ligeramente, ni de ir rogando a nadie, porque más procura de tratarse para con ellas de esta suerte y poseer antes las cosas ilustres, aunque de poca ganancia, que no las útiles y fructíferas, porque esto es más propio del varón que él para sí mismo se es bastante. Ha de ser también el meneo y voz del varón magnánimo sosegada y grave, y su hablar pausado. Porque el que pocas cosas desea, no es muy diligente ni solícito, ni tampoco importuno en el tratar el que ninguna cosa tiene por grande, y la agudeza de la voz y la presteza en el andar, a esto parece que retiran. El varón, pues, magnánimo, tal es, cual habemos propuesto. Y el que en esto es falto es de poco ánimo, mas el que excede soberbio y hinchado. Tales, pues, como, éstos no parece que se han de llamar malos hombres, pues no hacen mal ninguno, sino hombres de erradas opiniones. Porque el de poco ánimo, siendo digno de bienes, se priva de lo que es merecedor, y parece que tiene esta falta, por no tenerse por digno de bienes semejantes, y que no conoce el valor que tiene, porque desearía cierto aquello de que es merecedor, pues es bueno. Aunque éstos no se han de llamar necios, sino cobardes. Y semejante opinión que ésta parece que hace peores a los hombres. Porque cada uno apetece conforme al merecimiento que en sí juzga, y por esto, reputándose por indignos, dejan de emprender los buenos hechos y obras, y aun de los exteriores bienes de la misma manera huyen. Pero la gente hinchada son muy grandes necios, y no se conocen a sí mismos muy a la clara. Porque, como si fuesen los más dignos del mundo, así tan sin freno emprenden las cosas más honrosas, y después quedan corridos y confusos. Adórnanse de ropas muy chapadas y de rostros muy apuestos y de cosas semejantes, y quieren que entienda el mundo sus prosperidades, y hablan de ellas pretendiendo que por ellas han de ser honrados. Es, pues, la poquedad de ánimo más contraria a la magnanimidad que no la hinchazón. Porque acaece más veces y es peor vicio. De manera que la magnanimidad, como está dicho, consiste en las muy grandes honras y excesivas.

 

Esta materia de la magnanimidad tiene necesidad de un poco de sal de cristiana reformación y de ser reglada conforme a nuestra evangélica verdad. Porque tomada así como este filósofo la dice, pone en peligro la virtud de la humildad, que es la puerta de todas las virtudes, y sin la cual no hay aplacer a Dios. Y por no entender esta virtud los filósofos gentiles dieron al través en muchas cosas. Hay, pues, en esta materia esta falta, que parece casi imposible ser humilde, quien de sí sienta, como Aristóteles dice que ha de sentir de sí el magnánimo. A más de esto, que remite el juicio de ello al mismo varón que es interesado. Que por nuestra miseria, y por este amor que a nosotros mismos nos tenemos, siempre juzgamos nuestras faltas menores de lo que son, y si algo hay razonable en nosotros, nos parece lo mejor del mundo. Remite también el premio de la magnanimidad a los hombres, que son también jueces muy apasionados y honra cada uno al que ama, o al que teme, o al que espera que algún bien puede hacerle, y aun lo que peor es, al que hoy honra mañana le persigue, como se ve claro por particulares ejemplos de las historias griegas y latinas, y muy más claro por el recebimiento y muerte del Señor. Habemos, pues, de decir que es verdad que el varón magnánimo apetece la honra, mas no la que los hombres hacen, que a nadie saben honrar de veras ni como deben, sino la que Dios hace a los que le aman y sirven, que es el que sabe honrar y puede honrar de veras. Y que por causa de esta honra se han de pasar mil muertes, y despreciar todo aquello que el vulgo tiene en mucho, y tener en poco en comparación de esto todo el poder de todo lo criado. Tales magnánimos como éstos pocos pueden demostrar los gentiles, pero nuestra cristiana, religión puede contar millares de ellos. En todo lo demás conforman harto la doctrina deste con nuestra cristiana verdad. Al cual se le ha de tener a mucho lo que con la natural lumbre atinó, y perdonar lo que por no tener luz de Evangelio no acertó.

 

Capítulo IV

 

La virtud que consiste en el desear de la honra y no tiene nombre propio

 

Así como dijo Aristóteles que diferían la magnificencia y la liberalidad en emplearse en cosas de más o menos quilate, así también la magnanimidad difiere de otra virtud, que consiste en el apetecer de las honras menores, y no tiene nombre propio, aunque parece la podríamos llamar modestia. Declara, pues, cómo ésta tiene también su exceso y su defecto.

 

Parece que en estoque ala honra toca, hay (como ya está dicho arriba) cierta virtud, que parece mucho a la magnanimidad, de la misma manera que la liberalidad a la magnificencia. Porque ambas estas se apartan de lo más grave, y en lo mediano y menor nos disponen de manera que como debemos nos tratemos. Pues así como en el dar y recibir de los dineros hay medianía, exceso y defecto, de la misma manera lo hay en lo que toca al deseo y apetito de la honra, la cual se puede desear más de lo que conviene, y también menos, y de la misma manera de donde conviene y como conviene. Porque al hombre. ambicioso vituperamos comúnmente como a hombre que apetece la honra más de lo que debería, o de las cosas de que no debería, y al negligente en ello también lo reprendemos, porque ni aun por las buenas cosas huelga que lo honren. Otras veces acaece que alabamos al que apetece la honra como a hombre varonil y aficionado a lo bueno; y también al que por esto no se le da mucho solemos decir que es hombre moderado y discreto, como ya está dicho en lo pasado. Manifiestamente, pues, se ve que pues ser uno aficionado a esto se dice de diferentes maneras, no siempre atribuimos a un mismo fin el ser uno aficionado a la honra, sino que lo alabamos cuando es más aficionado a ello que la vulgar gente, y lo vituperamos cuando en esto muestra más afición de lo que debería. Pues como la medianía en esto no tiene propio nombre, parece que los extremos litigan sobre ella quién la poseerá, como sobre posesión sin dueño. Dondequiera, pues, que hay exceso y falta, hay también, de necesidad, medianía. Por lo cual, pues, algunos apetecen la honra más de lo que debrían; también puede apetecerse como debe. Tal hábito, pues, como éste, en lo que al apetecer la honra toca, aunque no tiene propio nombre, es alabado; y comparado con la ambición parece negligencia, y con la negligencia conferido, ambición; y con ambas, en cierta manera, la una y la otra. Y lo mismo parece que en las demás virtudes acaece. Pero aquí, por no tener el medio nombre propio, parece que están opuestos en contrario los extremos.

 

Capítulo V

 

De la mansedumbre y cólera

 

Dijo en el tercer libro que había otras virtudes de menos quilate, y no tan principales; de éstas, pues, trata en lo que resta deste libro, dejando para el quinto lo que toca a la justicia. Y en este capítulo disputa de la mansedumbre y de sus extremos, que son cólera y simplicidad, y demuestra cuándo y cuánto se puede enojar un hombre virtuoso, y por qué tales causas, de manera que dejarlo de hacer sería vicio.

 

La mansedumbre es una medianía en lo que toca a los enojos. Y como el medio no tiene propio nombre, ni aun casi los extremos, atribuimos la mansedumbre al medio, aunque más declina al defecto, que tampoco tiene nombre. Pero el exceso en esto podríase decir ira o alteración, pues la pasión de el es la ira. Pero las cosas que la causan son muchas y diversas. Aquel, pues, que en lo que debe, y con quien debe, y también como debe, y cuando debe, y tanto espacio de tiempo cuanto debe, se enoja, es alabado. Tal hombre como éste será el manso, si la mansedumbre es cosa que se alaba. Porque el hombre manso pretende vivir libre de alteraciones, y que sus afectos no le muevan más de lo que requiere y manda la razón, y conforme a ella y en lo que ella le dictare, y cuanto tiempo le obligare enojarse, y no más. Y aun parece que más peca en la parte del defecto que en la del exceso. Porque el hombre manso no es hombre vengativo: antes es benigno y misericordioso. Pero el defecto, ora se llame flema, ora como quiera, es vituperado. Porque los que en lo que conviene no se enojan, o no como deben, ni cuando deben, ni con quien deben, parecen tontos sin ningún sentido. Porque el que de ninguna cosa se enoja, parece que ni siente, ni se entristece, y así no es nada vengativo. Y dejarse uno afrentar, y sufrir que los suyos lo sean, parece cosa servil y de hombre bajo. Pero el exceso en toda cosa se halla. Porque se puede enojar uno con quien no debería, y en lo que no debería, y más de lo que debería, y más repentinamente y más tiempo que debería. Aunque no consiste en un mismo todo esto, porque no sería posible. Que lo malo ello a sí mismo se destruye, y si del todo malo es, da consigo en tierra. Los alterados, pues, y coléricos fácilmente se enojan, y con quien no debrían, y por lo que no debrían, y más de lo que debrían, aunque ligeramente se les pasa, que es lo mejor que ellos tienen. Este mal, pues, les viene de que no se habitúan a refrenar la cólera: antes le dan todas las riendas, con lo cual, por la repentina presteza, fácilmente se descubren, y luego se apacigüan. Pero los extremadamente coléricos son en extremo prontos en enojarse, y contra quienquiera se enojan, y por cualquier cosa. De donde tomaron el nombre de extremadamente coléricos. Pero los que tienen la cólera quemada, son dificultosos de aplacar, y dúrales mucho tiempo la ira, porque detienen mucho el enojo, pero pásaseles cuando lo ejecutan. Porque la venganza aplaca la cólera, dando contento en lugar de la tristeza. Pero si esto no hacen, llevan a cuestas un gran peso. Porque como no llo demuestran afuera, nadie les persuade, y para recoger uno en sí cólera, ha menester tiempo. Éstos, pues, para si mismos son muy pesados, y para los que más les son amigos. Porque llamamos terribles a los que por lo que no debrían se aíran, y más de lo que debrían, y más tiempo de lo que debrían, y que no desisten de la saña sin venganza o sin castigo. El exceso, pues, por más contrario de la mansedumbre lo ponemos que el defecto. Porque más veces acaece, y los hombres son de suyo más inclinados a vengarse; y los hombres de terrible condición son peores para tener con ellos compañía. Lo cual ya está dicho en lo pasado, y de lo que agora se ha tratado se colige claramente. Porque no es cosa fácil de determinar cómo y con quién, y en qué cosas, y cuánto tiempo se ha de enojar uno, y hasta cuánto lo puede hacer uno rectamente, y dónde lo errará. Porque el que poca cosa se aparta de lo perfeto, ora sea a lo demasiado declinando, ora a lo falto, no es reprendido. Porque unas veces alabamos a los que en esto faltan, y decimos que son hombres mansos; y otras, a los que se enojan, decimos que son hombres de ánimo y varoniles, y aptos para gobernar. Pero cuánto y cómo ha de exceder o faltar el que ha de ser reprendido, no puede fácilmente declararse con palabras. Porque esto hase de juzgar en negocios particulares, y por la experiencia; mas esto, a lo menos, está bien en tendido: que el mediano hábito es digno de alabanza, conforme al cual nos enojamos con quien debemos, y en lo que debemos, y como debemos, y todo lo demás que va de esta manera; mas los excesos y las faltas son dignas de reprensión, las cuales, si son pequeñas, requieren pequeña reprensión, y si medianas, mediana, y si muy grandes, muy grande. Consta, pues, que debemos arrimarnos al hábito mediano. Con esto, pues, los hábitos, que acerca de la cólera consisten, quedan declarados.

 

Capítulo VI

 

De la virtud que consiste en las conversaciones y en el común vivir, y no tiene nombre propio, y de sus contrarios

 

Entre aquellas virtudes que no tienen nombre propio puso Aristóteles, en el tercer libro, la virtud que se atraviesa en el tratar llanamente con los amigos, de manera que ni nos tengan por terribles de condición, que es de hombres importunos, ni tampoco por lisonjeros, que es de hombres apocados, sino tales que mostremos el pecho abierto y sin doblez. Désta, pues, trata en este capítulo, y declara cómo habemos de tener en ella el medio, y en qué difiere de la otra virtud que llamamos amistad.

 

Pero en las conversaciones y común trato de la vida, y en la comunicación de las palabras y negocios, hay algunos que se quieren mostrar tan aplacibles, que por dar contento alaban todas las cosas y en nada contradicen; antes les parece que conviene mostrarse dulces en su trato con quienquiera. Otros, al revés déstos, que a todo quieren contradecir, ni tienen cuenta ninguna si en algo dan pena, llámanse insufribles y amigos de contiendas. Cosa, pues, es cierta y manifiesta, que tales condiciones cuales aquí habemos dicho, son dignas de reprensión, y la medianía entre ellas, digna de alabanza, conforme a la cual admitiremos lo que conviene y como conviene, y de la misma manera también lo refutaremos. Esta virtud, pues, no tiene nombre propio, pero parece mucho a la amistad. Porque el que este medio hábito tiene, es tal cual queremos entender ser uno, cuando decimos de el que es hombre de bien y amigo, añadiendo junto con ello la afición. Pero difiere esta virtud de la amistad en esto: que ésta es sin pasión ni particular afición para con aquellos con quien trata. Porque ni por afición ni por odio acepta cada cosa como debe, sino por ser aquello de su condición. Porque de la misma manera se trata con los que no conoce que con sus conocidos, y lo mismo hará con los que no conversa que con los que conversa, excepto si en algunas cosas no conviene. Porque no es razón ni bien tener la misma cuenta con los extranjeros que con nuestros conocidos, ni de una misma manera se ha de dar pena a los unos que a los otros. Generalmente, pues, habemos dicho que este tal conversará con las gentes como debe, y que encaminando sus conversaciones a lo honesto y a lo útil, verná a no dar pena o contento cual río debe. Porque es cosa manifiesta que este tal consiste en los contentos y pesares que suceden en las conversaciones, de las cuales aquéllas reprobará en las cuales no le es honesto, o no le es útil dar contento, y holgará más de dar pena, aunque el hacerlo le sea causa de alguna gran afrenta o notable perjuicio; y aunque el hacer lo contrario le cause poca pena, no lo aceptará: antes lo refutará. Aunque de diferente manera ha de conversar con los que están puestos en dignidad que con la vulgar gente, y con los que le son más o menos conocidos y familiares; y de la misma manera con las demás diferencias de gentes, guardando a cada uno su decoro, y deseando el dar contento a todos, como principal intento, y guardándose todo lo posible de dar pena, y allegándose a lo que se siguiere si más importare: digo a lo honesto y conveniente. No se le dará nada de dar de presente un poco de pesadumbre, por el gran contento que después de aquello se haya de seguir. El que en esto, pues, guarda el medio es de esta manera, aunque no tiene nombre propio. Pero de los que se precian de dar contento en todo, el que no tiene otro fin sino mostrarse dulce, sin otra pretensión, llámase hombre aplacible; pero el que por haber de allí algún provecho, o de dineros o de otras cosas que sean con el dinero, llámase lisonjero. Mas el que a todos contradice y con todos se enoja, ya está dicho que es terrible y amigo de contiendas. Aunque por no tener el medio nombre propio, parece que los extremos el uno al otro son contrarios.

 

Capítulo VII

 

De los que dicen verdad y de los que mienten en palabras o en obras o en disimulación

 

Lo del capítulo pasado tocaba al aprobar o reprobar las cosas de los amigos, o cualesquier otras personas en las conversaciones. Pero lo que en éste se trata, toca al decir verdad o blasonar, o disimular en las cosas propias. En las cuales, la verdad llana y clara es de alabar; y el jactarse de fanfarrones, y el hablar con disimulación sintiendo uno y quiriendo dar a entender otro, de hombres fingidos y doblados.

 

Casi en lo mismo consiste la medianía de la arrogancia o fanfarronería, la cual tampoco tiene nombre. Cuya materia es muy provechosa. Porque mejor entenderemos lo que a las costumbres toca, si cada una por sí la consideramos. Ya, pues, estamos persuadidos que las virtudes son medianías y en todas ellas hallamos ser de esta manera. También habemos tratado de los que en el contrato de la vida conversan pretendiendo dar contento o pesadumbre. Tratemos, pues, agora de los que así en sus palabras como en sus obras, y también en su disimulación, dicen verdad o mienten. El arrogante, pues, y fanfarrón, parece que quiere mostrar tener las cosas ilustres que no tiene, o si las tiene, las quiere mostrar mayores que no son. Pero el disimulado es al contrario, que niega los bienes que tiene, o quiere dar a entender que son menores. Mas el que guarda el medio en esto no es como ninguno déstos, sino que en su vivir y su decir trata toda verdad, y llanamente confiesa lo que de sí siente, y no lo encarece, ni lo disminuye. Cada cosa, pues, de éstas puédese hacer por algún fin y también sin fin ninguno. Y según cada uno es, así hace las obras y dice las palabras, y en fin, así vive, si no es cuando por otro fin hace alguna cosa. La mentira, pues, considerada en cuanto mentira, mala cosa es y digna de reprensión, y la verdad buena y digna de alabanza. Y así el que trata verdad, que es el que guarda el medio, es digno de alabanza, pero los que mienten, así el uno como el otro, son dignos de reprensión, y más el arrogante. Tratemos, pues, de cada uno de ellos y primero del que trata verdad. No tratamos aquí del que en sus confesiones trata verdad, ni de las cosas que a la sinjusticia o justicia pertenecen, porque a otra virtud toca ya eso, sino del que no importando más el decir verdad que mentira, en sus palabras y vida trata verdad, por ser aquello ya de su condición. El que esto, pues, hace, muéstrase ser hombre de bien. Porque el que es amigo de decir verdad y la dice donde no importa mucho el decirla, muy mejor la dirá donde importare. Porque se guardará de la mentira como de cosa torpe y vergonzosa, de lo cual aun por su propria causa se guardaría. Tal hombre, pues, como este, es digno de alabanza. Aunque más se allegará a lo menos que a lo más de la verdad. Porque en esto parece que conviene estar más recatado, porque siempre suelen ser pesados los excesos. Pero el que sin fin ninguno engrandece sus cosas más de lo que son, parece ruin hombre, porque si no lo fuese no se holgaría de mentir, pero más parece vano y hueco que mal hombre. Pero si lo hace por algún fin, como por alguna gloria o honra, como lo hace el arrogante o fanfarrón no es tanto de reprender; mas si lo hace por codicia de dinero o de cosas que lo valen, ya es más ruin hombre. Ser, pues, uno arrogante no consiste en la facultad, sino en la elección y voluntad. Porque por tener tal hábito o costumbre y por ser de tal calidad, se dice uno arrogante. Así como se dice mentiroso uno, o porque se deleita en decir mentiras, o porque apetece alguna honra o interese. Aquéllos, pues, que por alcanzar alguna gloria son fanfarrones, fingen tener aquellas cosas de que son los hombres alabados y tenidos por dichosos. Pero los que por ganancia lo hacen, jáctanse de las cosas cuyo uso sirve para los otros, cuya falta puede muy bien encubrirse, como si se finge uno ser médico, o muy sabio en el arte de adevinar. Y por esto los más se jactan de estas cosas y fingen tenerlas, porque en ellas hay lo que está dicho. Pero los disimulados, que hablan de sí menos de lo que son, parecen en sus costumbres más aceptos, porque no parece que lo dicen por interese ninguno, sino por no dar a nadie pesadumbre. Estos tales, pues, fingen no haber en sí las, cosas más ilustres, como lo hacía Sócrates. Pero los que las cosas pequeñas y manifiestas fingen no tener, dícense delicados, maliciosos o astutos, y son tenidos en poco. Y aun ésta parece algunas veces arrogancia, como el vestido de los lacedemonios. Porque el exceso y el demasiado defecto huele a arrogancia. Mas los que con medianía usan de la disimulación y fingen no tener las cosas que no están en la mano y manifiestas, parecen hombres aceptos. El arrogante, pues, parece ser contrario del que trata verdad, porque es el peor de todos tres.

 

Capítulo VIII

 

De los cortesanos en su trato, y de sus contrarios

 

Cómo entre todos los animales sólo el hombre ama la compañía, y es conversable con los de su mismo género; sucede de aquí que tenga su modo de recreación en la conversación cuanto a lo que toca al decir y hablar gracias y donaires, del cual exceder o faltar en ello es reputado por vicio. De esto, pues, trata en este lugar, y declara hasta cuánto y cómo le está bien a un bueno tratar donaires y gracias, y qué exceso o defecto puede haber en ello.

 

Pero pues hay en la vida algunos ratos ociosos, y en ellos conversaciones de gracias y donaires, parece que en esta parte, para bien conversar, se requiere entender qué cosas se han de tratar y cómo, y de la misma manera qué es lo que se ha de escuchar. Porque hay mucha diferencia de unas cosas a otras y de unas personas a otras, cuanto lo que toca al decir y al escuchar. Cosa es, pues, cierta y manifiesta, que en esto hay también su exceso y su defecto de la medianía. Aquéllos, pues, que en el decir gracias exceden, parecen truhanes y hombres insufribles y que toman gran deleite con el decir gracias, y que tienen más cuenta con el dar que reír que con el decoro, y con no dar pena a la persona de quien dicen. Pero los que ni ellos dicen gracias ningunas, ni huelgan, antes se desabren con los que las dicen, parecen hombres toscos y groseros. Mas los que moderadamente, con este ejercicio se huelgan, llámanse cortesano (y en griego eutrapelos), que quiere decir hombres bien acostumbrados, porque parece que estas cosas son efectos de las buenas costumbres. Y así como la salud de los cuerpos se conoce por la soltura de sus movimientos, así también es en las costumbres. Pues como las cosas de que nos reímos son tantas y tan diversas, y como los más se huelgan con las gracias y donaires, y con mofar más de lo que conviene, sucede, que los que en realidad de verdad son truhanes, son llamados cortesanos, como personas aceptas. Cuánta diferencia, pues, haya de los unos a los otros de lo que está dicho, se entiende claramente. Es, pues, propria de la medianía la destreza, y propio también del que es en esto diestro decir y escuchar las cosas que a un hombre de bien y hidalgo le esté bien decir y escuchar. Porque maneras hay de gracias y donaires que le está bien decir y escuchar a un hombre de prendas semejantes por modo de conversación. Y las burlas y gracias del varón ahidalgado y del instruido en buenas letras y doctrina, son muy diferentes de las del hombre de servil condición y falto de doctrina. Lo cual puede ver quien quiera en las comedias así antiguas como nuevas, porque a unos les da que reír el decir deshonestidades a la clara, y a otros les es más aplacible el tratarlas por cifras y figuras, y difiere mucho lo uno de lo otro cuanto a lo que toca a la honestidad. ¿Habemos, pues, por ventura de decir, que aquél trata las burlas como debe, que dice lo que está bien decir a un hombre ahidalgado, o que tiene cuenta con no dar pena al que lo escucha, antes procura darle todo regocijo? ¿O que todo esto no tiene cierta y infalible determinación? Porque lo que a uno le es odioso, a otro le parece dulce y aplacible. Aquello, pues, que uno de buena gana dice, también lo oirá de mejor gana. Porque lo que uno huelga de escuchar, holgará también, al parecer, de hacerlo. Pero con todo eso no se ha de decir toda cosa, porque las gracias son cierta manera de afrenta y pesadumbre, y muchas cosas de afrenta prohíben los legisladores que no se digan, y aun por ventura conviniera también que se prohibiera el mofar unos de otros. El varón, pues, aplacible y hidalgo, tratarse ha de esta manera, que él mismo se será a sí mismo regla en el decir las gracias. Tal, pues, como éste es el que en esto guarda la medianía, ora se llame discreto en bien hablar, ora cortesano. Pero el truhán excede en el dar que reír, y a trueque de hacerlo ni a sí mismo perdona ni a los otros, y dice cosas que ningún buen cortesano las diría, y aun muchas de ellas ni aun oír no las querría. Pero el rústico grosero para semejantes conversaciones es inútil, porque ni él en sí tiene gracia ninguna, y de todos los que las dicen se enfada. Parece, pues, que el tener ratos ociosos y, el tratar burlas y donaires, son cosas para pasar la vida con entretenimientos necesarios. Estas tres medianías, pues, que habemos dicho, hay en la vida, las cuales todas consisten en comunicación de ciertas pláticas y hechos. Pero difieren en esto, que la primera consiste en el tratar la verdad, y las otras dos en las cosas aplacibles, y de las cosas aplacibles la una en cosas de burlas y donaires, y la otra en las demás conversaciones que se ofrecen en la vida.

 

Capítulo IX

 

De la vergüenza

 

Concluye con el cuarto libro Aristóteles tratando de la vergüenza; disputa si es virtud o no, y declara ser perturbación de ánimo, que procede de algún hecho o dicho no honesto, y qué edad es propria de la vergüenza y por qué.

 

De la vergüenza no habemos de tratar como de cosa que es alguna especie de virtud, porque más parece perturbación o alteración que hábito, pues la difinen ser temor de alguna afrenta, y se termina casi de la misma manera que el temor de las terribles cosas. Porque se paran colorados los que de vergüenza se corren, y los que temen la muerte se paran amarillos. Lo uno, pues, y lo otro parece cosa corporal, lo cual, más parece cosa de alteración que no de hábito o costumbre. Esta alteración o afecto no cuadra bien a toda edad, sino a la juventud y edad tierna. Porque los de edad semejante parece que han de ser vergonzosos, porque como se dejan regir por sus afectos, hierran muchas cosas, y la vergüenza esles como un freno. Y entre los mancebos alabamos a los que son vergonzosos, pero al viejo nadie lo alaba como a hombre vergonzoso, porque se pretende que no ha de hacer cosa de las por que suelen los hombres avergonzarse, pues la vergüenza no cuadra al hombre de bien, pues es efecto de cosas ruines, las cuales el bueno no las hace. Y importa poco decir que hay cosas realmente vergonzosas o que consiste en opiniones de la gentes, porque ni se han de hacer las unas ni las otras; de manera que nunca el bueno ha de correrse. Porque de hombre ruin es hacer cosa alguna tal, que sea afrentosa, y vivir de tal suerte, que si tal cosa como aquella hiciere, se corra y avergüence, y pensar que por ello es hombre de bien no cuadra lo uno con lo otro. Porque la vergüenza y corrimiento consiste en las cosas voluntarias, y ningún bueno de su voluntad hará cosas ruines. Sea, pues, la vergüenza buena por presuposición de esta manera, que el bueno tal cosa hiciere, se correrá de ello. Lo cual no es así en las virtudes. Pero si la desvergüenza es del todo cosa mala y el no correrse de hacer cosas ruin es y afrentosas, no por eso correrse de ello el que las hace será bueno. Tampoco es virtud la continencia, sino mezcla de cosas de virtud. Pero de ella trataremos en lo de adelante, y agora vengamos a tratar de la justicia.

 

Libro quinto

 

De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del quinto libro

En el tercero y cuarto libro ha tratado Aristóteles de las tres virtudes que consisten en la voluntad, que son fortaleza, templanza, liberalidad y otras a ellas anexas, como son la magnificencia y magnanimidad. En el quinto trata de la virtud más necesaria de todas para la conservación del mundo, que es la virtud de la justicia, sin la cual ni las cosas de la guerra, ni los grandes tesoros adquiridos, ni el vivir con mucha guarda, ni el hacer largas mercedes, bastan a conservar salva la república. Lo cual podemos fácilmente entender por las historias, que son la fuente de toda erudición. Pues hallaremos haber comenzado a caer el imperio Romano, que fue la mayor monarquía que el mundo ha visto, donde que esta virtud entre ellos comenzó a escurecerse, y los unos comenzaron a desear las cosas de los otros, hasta tanto que vino a dar tan grande caída que pereció del todo. También veremos las gentes bárbaras septentrionales, que lo arruinaron, tantas y tan varias aunque valerosas en las armas, haberse conservado poco por no saber poner asiento con esta virtud en las cosas tocantes al gobierno. Porque como se verá en los libros de República, no hay cosa que tantas mudanzas cause en la república como la falta de esta justicia, y el procurar los unos, so color de esto, enseñorearse de las cosas de los otros. Como cosa, pues, tan necesaria para el bien y paz de los hombres y sosiego de la vida, trátala muy largamente, porque tiene muchos senos esta virtud y muchas diferentes materias que tratar, como se verá por sus capítulos.

 

Capítulo primero

 

De la justicia y sin justicia

 

En el primer capítulo, guardando su acostumbrada orden, Aristóteles distingue los vocablos de justicia y sinjusticia, y después pone sus difiniciones y declara en qué género de obras se emplean y ejercitan.

 

Habemos, pues, de tratar de la justicia y sinjusticia en qué hechos consisten, y qué medianía es la justicia, y de qué cosas es lo justo el medio, y habémoslo de tratar por la misma orden que habemos tratado lo pasado. Vemos, pues, que todos pretenden llamar justicia aquel hábito y costumbre, que hace prontos a los hombres en el hacer las cosas justas, y por la cual los hombres obran justamente y aman las cosas justas. Y de la misma manera la sinjusticia aquella costumbre que induce a los hombres a hacer agravios y a querer lo que no es justo. Por esto, habemos de presuponer agora esto como en suma, porque no es todo de una misma manera en las facultades y en las ciencias y en los hábitos. Porque la facultad y la ciencia parece que una misma trata cosas contrarias, pero en los hábitos cada contrario tiene su propio hábito, ni puede un mismo hábito inclinar a dos contrarios, como la salud no hace las cosas que le son contrarias, sino sólo lo que a ella pertenece. Porque decimos que uno anda sanamente, cuando anda como andaría un sano. Muchas veces, pues, un hábito se conoce por el hábito contrario, y muchas también por el subjeto donde está. Porque si está entendido cuál es el buen hábito de cuerpo, también lo estará cuál es el mal hábito, y también el buen hábito de cuerpo se entenderá por lo que lo engendra, y lo que lo engendra por el buen hábito mismo se sabrá. Porque si el buen hábito de cuerpo consiste en ser de carne dura y musculosa, de necesidad el mal hábito de cuerpo consistirá en tener las carnes raras y flojas, y aquello hará buen hábito de cuerpo, que las carnes tiesas hiciere y musculosas. Acontece, casi de ordinario que si el nombre del contrario se entiende de muchas maneras, también se entienda el otro. Como si lo justo se entiende de diversas maneras, también lo injusto. Parece, pues, que así la justicia como la sinjusticia se entiende de diversas maneras, aunque por ser muy cercana la una significación de la otra, no se entiende la ambigüidad, como está clara cuando las significaciones son muy diferentes. Porque entre estas dos maneras de ambigüidad hay mucha diferencia. Como agora, que se llama llave aquel hueso que está debajo de la cerviz de los animales, y también aquella con que cierran las puertas, y esto sólo por la comunicación del nombre. Entendamos, pues, de cuántas maneras se dice uno injusto. Parece, pues, que así el que traspasa las leyes, como el que codicia demasiado, y también el que no guarda igualdad, se dice injusto, y así también claramente aquél se dirá ser justo, que vive conforme a ley y guarda igualdad en el trato de las cosas, y lo justo será lo que es conforme a ley y a igualdad, y lo injusto lo que es contra ley y desigual. Y pues el injusto es codicioso, cosa cierta es que se ejercitará en los bienes, pero no en todos, sino en aquellos en que hay fortuna prospera y adversa, los cuales, así sencillamente hablando, siempre son buenos, pero particularmente para algunos no son siempre buenos, y los hombres por éstos ruegan y éstos procuran, lo cual no había de ser así, sino que habrían de rogar que las cosas que en sí son propriamente buenas, fuesen también buenas para ellos, y escoger aquello que para ellos es mejor. Pero el injusto no elige siempre lo que es más, porque en lo que son de suyo propio cosas malas, siempre escoge lo que es menos. Mas porque lo que es menos malo parece en alguna manera bueno, y la codicia siempre es de cosas buenas, por esto parece siempre amigo de lo más. Éste, pues, es desigual, porque este nombre es común y lo comprende todo en sí, pues lo desigual tiene en sí lo más, y lo menos. Es asimismo quebrantador de leyes. Porque el traspasar las leyes, o si así lo queremos, decir, la desigualdad, comprende en sí toda sinjusticia y es común de toda sinjusticia. Y, pues, el que traspasa las leyes es injusto y justo el que las guarda, cosa cierta es que todas las cosas legítimas serán en alguna manera justas. Porque todas las cosas determinadas por la facultad de poner leyes son legítimas, y cada una de ellas decimos ser cosa justa. Las leyes, pues, mandan todas las cosas, dirigiéndolas, o al bien común de todos, o de los mejores, o de los más principales en virtud, o en cualquier otra manera. De una manera, pues, decimos ser justas las cosas que causan y conservan la felicidad y los miembros de ella en la civil comunidad. Porque también manda la ley que se hagan las obras propias del hombre valeroso, como no desamparar la orden, no huir, no arrojar las armas. Y también las que son del varón templado, como no cometer adulterio, no hacer afrenta a nadie: asimismo las del varón manso, como no herir a nadie, no decirle injurias, y de la misma manera en los demás géneros de virtudes y de vicios, mandando unas cosas y prohibiendo otras, lo cual, la ley que bien hecha está, lo hace bien, y ni al la que sin maduro consejo y repentinamente. Esta manera, pues, de justicia es virtud perfeta, aunque no así sencillamente, sino para con otro, y por esto nos parece muchas veces la mejor de las virtudes, y más digna de admiración que el poniente ni el levante, como solemos decir en proverbio comúnmente. La justicia, pues, encierra en sí y comprende todas las virtudes, y es la más perfeta de todas la virtudes, porque es el uso de la virtud que es más perfeta. Y es perfeta, porque el que la posee puede usar para con otro de virtud y no para consigo mismo solamente. Porque muchos en sus cosas propias pueden usar de virtud, lo que no pueden hacer en las ajenas. Por esto dice muy bien aquel dicho de Biante, que el mando y señorío demostrará quién es el varón. Porque el señorío para el bien de otrie se encamina, y consiste ya en el bien común. Y por esta misma razón sola, la justicia entre todas las virtudes parece bien ajeno, porque para el bien de otrie se dirige, pues hace las cosas que son útiles a otro, o al que gobierna, o a la comunidad de la república. Aquél, pues, es el peor de todos, que contra sí mismo y contra sus amigos usa de maldad, y el mejor de todos será, no el que usa de virtud para consigo mismo, sino el que para con otro, porque ésta es la obra de mayor dificultad. De manera que justicia no es una sola especie de virtud, sino una suma de todas las virtudes. Ni su contraria la sinjusticia es una especie de vicio, sino una suma de todo género de vicios. En qué difiera, pues, esta justicia y la virtud, de lo que está dicho se entiende claramente. Porque en realidad de verdad todo es una misma cosa, aunque no lo es en cuanto al uso y ejercicio, sino que en cuanto se dirige al bien de otro es justicia, y en cuanto es tal manera de hábito, dícese así sencillamente virtud.

 

Capítulo II

 

Cómo hay muchas maneras de justicias, y cómo hay una diversa de aquélla, que comprende en sí todas las virtudes, y cuál es y qué tal

 

En el capítulo pasado distinguió los vocablos de justicia y sinjusticia, y declaró cómo la perfeta justicia comprendía en sí todas las virtudes, y asimismo la sinjusticia todos los vicios. Porque todo hombre vicioso hace agravio o a sí mismo o a otro, y el que hace agravio es injusto; por donde todo hombre vicioso es injusto. Pero porque esta justicia, tan por sus números y remates puesta, es rara de hallar entre los hombres, y no es la que comúnmente se pide en el contrato de las gentes (porque no se podría tratar, tanta falta hay de ella), trata agora de la justicia particular, que consiste en dar a cada uno lo que es suyo, y muestra lo que se requiere en ella y en qué se peca.

 

Pero buscamos la justicia, que es particular especie de virtud, pues la hay, según decimos, y de la misma manera queremos tratar de la particular sinjusticia, la cual, con esta señal entenderemos que se halla: que el que conforme a los demás vicios vive, bien hace cierto agravio, pero no se dice que desea más de lo que tiene. Como el que de cobarde arrojó el escudo, o el que habló malcriadamente por su cólera, o el que no socorrió con dineros por su escaseza y avaricia. Pero cuando uno desea tener más, muchas veces no peca en nada de esto, ni aun en ninguno de los otros vicios, y peca en algún vicio, en fin, pues vituperan a los hombres por la sinjusticia. De do se colige que hay alguna otra sinjusticia, que es como parte de aquella sinjusticia general, y alguna cosa particularmente injusta que es parte de aquello injusto universal, que era contra ley. A más de esto, si uno por alguna ganancia cometiese un adulterio, y recibiese de aquello dineros, y otro hiciese lo mismo pagando por cumplir con su deseo, y recibiese daño en su hacienda, ¿no juzgaríamos a éste por hombre disoluto, más que no por codicioso, y al otro por injusto y no por disoluto? Luego cosa cierta es que en el ganar, fuera de las demás otras sinjusticias, se puede referir la misma ganancia siempre a alguna especie de vicio propriamente; y como se refiere el cometer adulterio a la disolución, y el desamparar en la batalla al compañero a la cobardía, y el herir a la cólera, así también el malganar no se puede referir a otro vicio sino a la sinjusticia. De manera que queda mostrado a la clara haber otra particular sinjusticia fuera de aquella universal, que tiene el mismo nombre que aquélla. Porque la difinición ha de consistir en un mismo género, y la una y la otra tienen el ser en respecto de otro, aunque la justicia particular refiérese o a alguna honra, o a intereses, o a evitar algún peligro, o si con algún nombre podemos comprender todas estas cosas, y también al placer que de la ganancia recebimos. Mas la justicia universal refiérese a todo aquello que tiene obligación de hacer cualquiera bueno. De manera que queda sacado en limpio cómo hay muchas maneras de justicias, y cómo hay una particular diferente de aquella universal, que es la confederación de todas las virtudes. Qué justicia, pues, y qué tal sea esta particular, habemos agora de tratarlo. Ya, pues, definimos ser aquello lo injusto que era contra ley y desigual, y lo justo lo que era legítimo y igual. De manera que la sinjusticia, de que arriba habemos dicho, consiste en las cosas hechas contra ley. Pero porque no es todo uno ser una cosa desigual y contra ley, sino que sea lo uno con lo otro como la parte con el todo (porque toda cosa desigual es contra ley, pero no toda cosa contra ley es desigual, porque toda demasía es desigual, pero no toda cosa desigual es demasía), no será todo de una manera lo injusto y la sinjusticia, sino que una será como la parte y otra como el todo. Porque también esta particular sinjusticia es parte de la sinjusticia universal, y de la misma manera la justicia particular es parte de la justicia universal. De manera que habemos de tratar de las particulares justicia y sinjusticia, y de la misma manera de lo justo y de lo injusto. Aquella justicia, pues, que resulta de todas las virtudes, y es el uso de todas ellas referido a otro, y la sinjusticia, que de la universal confederación de los vicios procede, quédense a una parte. Pero lo justo y injusto que de ellas procede es cosa manifiesta que se ha de definir, porque casi todas las cosas que las leyes disponen, proceden de la virtud universal; pues la ley manda que vivamos conforme a cada género de virtud, y prohíbe, en particular, las cosas de cada género de vicios. Y de las cosas por ley establecidas y ordenadas, aquéllas valen para hacer a los hombres, generalmente, dotados de toda manera de virtud, que están hechas para enseñar cómo se han de criar todos los vecinos de la ciudad así en común. Pero si pertenece a la disciplina de la república, o a otra, tratar de la particular doctrina y crianza de cada uno, con que un varón se cría del todo bueno, después lo determinaremos. Porque, por ventura, no es todo uno ser uno hombre de bien y serlo todos los ciudadanos. Una, pues, de las partes de la particular justicia y de lo justo que procede de ella, consiste en el repartir de las honras, o de los dineros, o de las demás cosas que a los que en una misma ciudad viven se reparten. Porque en esto acontece tener uno más o menos que otro, o igualmente. Otra en el regir y ordenar las cosas que consisten en contrataciones, la cual tiene dos partes. Porque de las contrataciones, unas hay que son voluntarias y otras que forzosas. Voluntarias contrataciones son como el vender y comprar, el prestar, el salir fiador, el alquilar, el depositar, el tomar a jornal o asoldadar. Llámanse estas contrataciones voluntarias, porque el principio y causa de ellas es libre y voluntaria. Pero las forzosas, unas hay secretas, como el hurto, el adulterio, el dar ponzoña, el ser alcahuete, el sobornar esclavos, el matar de secreto, el jurar falso, y otras violentas, como el azotar, el echar en la cárcel, el condenar a muerte, el robar, el mancar, el decir una injuria y el hacer una afrenta.

 

Capítulo III

 

De la justicia que consiste en los repartimientos

 

Ya que nos ha desengañado Aristóteles que aquí no se trata de la perfeta justicia, que procede de la concordia de todas las virtudes, sino de la que es especie de virtud y consiste en el guardar de la igualdad, y ha dicho que tiene dos especies: la una, que toca a lo público, y consiste en el repartir de las honras y intereses comunes, y la otra en los particulares contratos, que de necesidad se han de ofrecer entre las gentes, trata en el capítulo presente de los repartimientos de las honras y intereses. Y como no hay sólo un género de república, sino muchos (como en los libros de República veremos), da la regla que se ha de guardar conforme a ellos, y dice que cuanto más uno tenga de aquello que en la tal república es preciado, tanto más es merecedor de las honras y cargos públicos. Y así, en la aristocracia, que quiere decir república donde los mejores en virtud y bondad rigen, la cual sola en realidad de verdad es república, ora se rija por uno sólo, como el reino, ora por muchos, porque allí sola la virtud es tenida en precio, cuanto uno es mejor en vida y costumbres, tanto es habido por más digno de los cargos y honras públicas. Pero en las no tan bien regidas, como son donde se tiene mucha cuenta con el censo y hacienda de cada uno, según que uno tiene y puede así es honrado. Lo cual es la total causa del mal de nuestra vida, porque si no al que el temor de Dios le refrena, todos los demás procuran, por ser más tenidos, acrecentar sus casas por cualquiera vía. Y esto lloraba sabiamente Horacio en la república de Roma: que eran los hombres admitidos a los cargos y honras por el censo y hacienda que tenían. Y decía que eran más cuerdos los muchachos en sus juegos, pues hacían ley, que el que más diestro fuese en el juego, aquél fuese el rey.

 

Pero por cuanto el injusto es desigual, y lo injusto desigual, cosa clara es que lo desigual terná su medio, el cual es lo igual. Porque en todo hecho donde haya más y menos, ha de haber, de necesidad, igual. Y, pues, si lo injusto es desigual, lo justo será igual; lo cual, sin más dar razones, lo tienen todos por verdad. Y, pues, lo igual es medio, seguirse ha que lo justo es una cierta especie de medio. Cualquier medio, pues, de necesidad ha de consistir, a lo menos, entre dos. Por lo cual necesariamente se colige que lo justo es medio y igual a algunos, en respecto de algo; y en cuanto es medio eslo de algunos, que es de lo más y de lo menos. Y en cuanto medio es de dos, y en cuanto justo a algunos justo. De manera que lo justo ha de consistir de necesidad en cuatro cosas, a lo menos. Porque a los que les es justo son dos y las cosas en que es justo asimismo son dos. Y la misma medianía es para los dos, y en las dos cosas. Porque de la misma manera que sean las dos cosas en qué, sean también las dos personas a quién. Porque si así no fuese, ya los que son iguales no tenían cosas iguales. Pues de aquí nacen las bregas y contiendas, cuando los que son iguales no tienen iguales cosas, o cuando los que no lo son las tienen y gozan. Véese esto a la clara por lo que de la dignidad procede. Porque todos a una voz confiesan que lo justo en los repartimientos se ha de repartir conforme a la dignidad de cada uno; pero en qué consista esta dignidad, no conforman todos en un parecer, sino que en el pueblo que por gobierno de toda la comunidad se rige, pretenden que consiste en la libertad; donde pocos y poderosos gobiernan, juzgan que consiste en las riquezas, y otros en la nobleza del linaje; mas donde los buenos gobiernan, júzgase que consiste en la virtud. De manera que lo justo es cosa que consiste en proporción; porque el tener proporción no es lo propio del número de uno, sino de todo número en general, porque la proporción es igualdad de cuenta, y consiste a lo menos entre cuatro, y la proporción dividida, cosa clara es que consiste en cuatro; pero también la continua, porque usará dos veces de uno, y lo dirá dos veces de esta manera: como sea la proporción de a con la de b, sea la de b con la de c. De manera que la b dos veces se nombra, y así tomada la proporción de b dos veces, serán cuatro las cosas que tienen proporción. Lo justo, pues, consiste a lo menos en cuatro cosas, y es la misma cuenta, porque así las personas a quien es justo, como las cosas que lo son, están distinctas. Será, pues, de esta manera la proporción: que, como sea este término a con este término b, así se ha de haber este término c con este término d. Y, al contrario, como sea la a con la c, se ha de haber la b con la d. Y de la misma manera el un todo con el otro que el repartimiento ajunta. Y si de esta manera se conciertan, justamente los ajunta. La confederación, pues, del término a con el de c, y la del de b con el de d, es lo justo en la repartición, y lo justo es el medio; quiero decir de lo que no admite proporción, porque lo que proporción tiene, es el medio, y lo justo es medio que consiste en proporción. A esta proporción llámanla los matemáticos proporción geométrica, porque en la geometría es así, que como sea el todo con el todo, se ha de haber lo uno con lo otro. Y tal proporción como ésta no es proporción continua, porque no es un mismo término el que se compara y el con quien se compara. Es, pues, esta manera de justo, cosa que consiste en proporción, y esta manera de injusto, cosa que no tiene proporción. Uno, pues, de ello es lo más, y otro lo menos, lo cual en las mismas obras se ve claro, porque el que hace agravio, tiene más del bien de lo que merece, y el que lo recibe menos. Y en lo malo es al revés, porque el menor mal, comparado con el mayor, tiénese en cuenta de bien, pues el menor mal es más de escoger que no el mayor, y todo lo que es de escoger es bien, y lo más digno de escoger, mayor bien. de esta manera, pues, es la una especie de lo justo.

 

Capítulo IV

 

De la justicia que se ha de guardar en los contractos

 

En el capítulo pasado trató de la distribución de las honras y intereses públicos, y de la justicia y igualdad que se debe guardar en ellos. Aunque conforme a la doctrina de sus tiempos, en los cuales ninguno se tenía por hombre de valor si no era matemático y hábil en la geometría y aritmética, redujo la distribución de esta igualdad a proporción de geometría, para mostrar la fuerza que tiene la igualdad. Agora, en el capítulo presente, trata de la otra especie de igualdad, que consiste en los contractos que se ofrecen en el tratar de los negocios, y pone la diferencia que hay de esta especie a la primera, que aquí no se tiene cuenta con la dignidad de las personas, como en la otra se tenía, sino en la igualdad de las cosas. Porque aunque el que debe sea bueno y a quien debe malo, el juez condemnará al bueno que satisfaga al malo el interese que le debe, si ha de hacerlo de justicia y igualdad.

 

La otra especie que resta, y es para reformar, consiste en los contractos, así voluntarios como forzosos. Esta especie de justo es diferente de la primera. Porque la justicia que consiste en la distribución de las cosas comunes, siempre se ha de tratar por la proporción que habemos dicho, pues la repartición de intereses comunes, si se hiciese, se ha de hacer por la misma cuenta y proporción que se hace el repartimiento del tributo, y la sinjusticia que a esta justicia contradice, es fuera de proporción. Pero lo justo, que consiste en los contractos, es cierta igualdad, y lo injusto desigualdad, pero no conforme a la proporción que allí dijimos, sino conforme a la proporción aritmética. Porque aquí no se hace diferencia si el bueno defrauda al malo en algo, o si el malo al bueno, ni si el bueno cometió adulterio o si el malo, sino que la ley solamente tiene cuenta con la diferencia del daño, y quiere reducir a igualdad al que hace injuria y al que la padece. Y si de dos el uno hizo daño y el otro lo recibió, el juez pretende tal cosa como aquélla, como injusta y desigual, reducirla a igualdad. Porque cuando uno es herido y otro lo hiere o lo mata, y el que fue herido muere, aquel daño y hecho divídese en partes desiguales, pero el juez procura igualar el daño quitando de la ganancia (porque, generalmente hablando, en semejantes cosas que éstas, aunque a algunas no parece cuadrarles propriamente el nombre de ganancia, dícese ganancia en el que hiere y daño en el que lo padece, y cuando viene a reglarse aquel tal daño, llámase en el que lo recibió daño y en el que lo hizo ganancia), de manera que lo igual es medio entre lo más y lo que es menos; y de estas dos cosas la ganancia es lo más, y lo menos es, por el contrario, el daño. Porque lo que toma más del bien y menos del mal es ganancia, y lo que al contrario de esto es daño o perjuicio, de las cuales dos cosas es el medio lo igual, que es lo que llamamos justo. De manera que lo que corrige y emienda los contractos, es lo justo y el medio entre el perjuicio y la ganancia. Y así, cuando dos contienden sobre esto, luego acuden al juez, y ir al juez es lo mismo que ir a lo justo. Porque el juez no se pretende que es otra cosa sino una justicia que habla. Y buscan un juez medio, y aun algunos los llaman medianeros, porque si alcanzan el medio, alcanzan lo que es justo. De manera que lo justo es una medianía, pues lo es el juez mismo que lo juzga. Ni hace otro el juez sino igualar, de la misma manera que una línea en dos partes dividida, tanto cuanto más la una parte excede de la mitad, le quita y lo añade a la otra parte. Pero cuando el todo estuviere en dos iguales partes repartido, entonces dicen que tiene cada uno lo que es suyo, si cada uno recibe partes iguales. Y lo igual, conforme a cuenta de aritméticos, y su proporción, es medio de lo más y de lo menos. Y por esto se llama lo justo en griego diceon, que en aquella lengua quiere casi decir cosa en dos partes partida, como si uno dijese en la misma lengua dicheon; y el juez se llama dicastes, que quiere casi decir repartidor, como quien dijiese dichastes. Porque si siendo dos cosas iguales le quitan a la una una parte y la añaden a la otra, excederá la una a la otra en aquellas dos partes. Porque si a la una le quitasen y a la otra no añadiesen, no le excedería sino en sola una parte. De manera que la parte a quien le dieron, excede al medio en una sola parte, y el medio, a la parte que le quitaron, en otra. Esto, pues, es entender lo que es justo: saber cuánta parte se ha de quitar al que tiene de más, y cuánta añadir al que tiene de menos. Porque tanto cuanto el que tiene de más excede al medio, se ha de añadir al que menos tiene, y tanto cuanto le falta al que menos tiene, se ha de quitar al que tiene de más. Sean, hagamos cuenta, tres líneas iguales a, a, b, b, c, c, las unas a las otras. De las dos líneas iguales a, a, quítenles sendas partes que se llamen a, e, y añádanse a las líneas c, c, y lo que de allí resulte llámese d, f, sucederá de aquí que la línea d, f, será mayor que la línea a, a, toda la parte de a, e. Lo mismo acaece en las demás artes. Porque si no hobiese proporción entre el que hace y el que padece, en qué y cuánto ha de hacer el uno y padecer el otro, confundirse hían. Estos dos nombres de ganancia y perjuicio procedieron de los contractos voluntarios, donde tener más de lo que tenían llaman ganar, y recibir perjuicio tener menos de lo que tuvieron al principio. Como es en el vender y comprar, y en todos los demás contractos donde la ley permite contratar. Pero donde ni hay más ni menos, sino que se tienen lo mismo que antes se tenían por sí mismos, dicen que tienen lo que es suyo, y que ni han perdido ni ganado. De manera que lo justo es el medio entre cierta pérdida y ganancia, que es el tenerlo igual, y lo más y lo menos en las cosas que no son voluntarias antes y después.

 

Capítulo V

 

Del talión, del dinero y de la necesidad

 

Declaradas las dos especies de la vulgar justicia, la una que consiste en los comunes repartimientos de honras y intereses, y la otra en la reformación de los particulares contractos, así voluntarios como forzosos, en lo cual se comprenden los dos géneros de acciones, civiles digo y criminales, y la regla que el recto juez debe guardar en el juzgar rectamente, que es quitar del que hizo el agravio y añadir al que lo recibió hasta reducirlos a igualdad, trata agora, en el capítulo quinto, de la pena del talión, tan celebrada entre jurisconsultos, que es cuando uno recibe el mismo mal que a otro hizo, como si juró falso contra otro en causa capital, lleve la misma pena que había de llevar el reo, y en las demás causas criminales de la misma manera. Prueba, pues, no ser cierta regla de justicia la pena del talión, por las diversas calidades que puede haber en los agente y paciente. Como si uno diese una cuchillada al rey, o al que su persona representa, no pagaría con recibir otra cuchillada, sino que sería digno de todo género de castigo, por haber tenido en poco el ofender la majestad pública. Y a más de esto, como todas las voluntarias contrataciones se hacen con el dinero, o se, reducen al dinero, trata del uso del dinero, y cómo los contractos se han de reglar por él, y él ha de ser la ley de ellos. Y también cómo la necesidad de las cosas que para conservar la vida son menester, hizo los contractos y las demás artes que se tratan en la vida.

 

Paréceles a algunos que la pena del talión es del todo justa, como lo dijeron los pitagóricos difiniendo de esta manera lo justo: ser cuando uno recibe lo mismo que hizo a otro. Pero el talión ni conforma con lo legítimo ni menos con lo público (llamo público lo que a todos pertenece), ni tampoco con lo justo distributivo, ni con lo que consiste en el reformar de los contractos. Aunque en esto parece que quieren dar a entender lo justo que los poetas a Radamante atribuyen en sus fábulas:

 

Si el mismo daño que hizo padeciere,

Será recto el juicio que se hiciere.

 

 

 

Porque muchas veces no conforman con lo de razón. Porque si uno, administrando cargo público, hirió a uno, no por eso ha de recibir otra tal herida, y si uno hirió al que administraba cargo público y regía la república, no solamente merece que le den otra herida, pero todo grave castigo. A más de esto, mucha diferencia hay de lo que voluntariamente se hace a lo que se hace contra voluntad. Pero en las compañías de contrataciones tal justicia como ésta ha de consistir en el talión, y comprenderlo en sí, conforme a proporción, y no conforme a igualdad. Porque la conservación de la república consiste en darle a cada uno lo que merece, conforme a la regla de proporciones. Porque, o pretenden retaliar el mal que les han hecho, y si no les parece que es vida de servidumbre si no se satisfacen, o que les gualardonen el bien. Y sin esto no hay comunicación de dádivas, con las cuales las civiles compañías se conservan. Y por esto, en medio de la ciudad edificaban el templo de las gracias: porque haya entre las gentes gualardones, porque esto es propio del agradecimiento; porque el que ha recebido la buena obra tiene obligación de hacer otro tanto por el que la hizo, para que el tal comience de nuevo a hacerle otras buenas obras. Y la gratificación, que ha de ser conforme a proporción hecha, ha de tener diametral oposición. Como si hiciésemos cuenta que el arquitecto es a, y el zapatero b, la casa c, el zapato d. El arquitecto, pues, o albañir, ha de tomar en cuenta al zapatero la obra que hace el mismo zapatero, y él al zapatero darle la que él hace. Si hobiere, pues, de principio, entre ellos igualdad proporcionada y después sucediere el talión, sera lo que decimos, y si no, no habrá igualdad ni podrá durar aquel contracto. Porque puede ser que la obra del uno sea de mucho más precio y valor que la del otro. Conviene, pues, que las tales obras se igualen. Y lo mismo se ha de hacer en todas las demás artes y oficios. Porque si el que obra no tiene tasa en cuánto y qué tal ha de hacer, y el que recibe de la misma manera, vernán las artes a perderse. Porque nunca se hace la contractación de dos de una misma arte, como digamos agora de dos médicos, sino de médico y labrador y, generalmente, de artes diversas y no iguales; y por esto conviene que vengan estos tales a igualarse. Por tanto, conviene que todas las cosas en que ha de haber contratación, sean de manera que puedan admitir apreciación. Para lo cual se inventó el uso del dinero, y es la regla del contrato, porque todas las cosas regla, y por la misma razón el exceso y el defecto; ¿cuántos pares, hagamos cuenta, de zapatos serán equivalentes a una casa, o a un mantenimiento? Conviene, pues, que cuanta diferencia hay del albañir al zapatero, tantos más pares de zapatos se pongan por precio de la casa, o del mantenimiento. Porque si así no se hace, ni habrá contratación ni compañía. Lo cual no se podría hacer si en el valor no tuviesen alguna proporción. Conviene, pues, como ya está dicho, que todas las cosas se reglen con alguna regla común, la cual es, en realidad de verdad, la necesidad, que es la causa de todas las cosas. Porque si los hombres no tuviesen necesidad de nada o no de una misma manera, o no habría contratación entre ellos, o sería no conforme. Inventose, pues, el dinero como un común contrato de la necesidad de común consentimiento de los hombres. Y por esto se llama en griego nomisma, como cosa que no es tal por su naturaleza, sino por ley, la cual los griegos llaman nomon, y está en mano de las gentes mudarla y hacerla que no valga. Entonces, pues, habrá talión, cuando estas cosas se igualaren. Como agora, la misma diferencia que hay del labrador al zapatero, hay de las obras del zapatero a las del labrador. Cuando contrataren, pues, hanlo de reducir a figura de proporción, porque si no el uno de los extremos terná ambos a dos excesos; pero cuando cada uno viniere a tener lo que es suyo, entonces serán iguales y ternán comunidad, porque puede haber entre ellos esta igualdad. Sea el labrador a, el mantenimiento c, el zapatero b, su obra que se ha de igualar d. Y si de esta manera no se retaliasen, no podría haber comunicación ni contracto. Y que la necesidad y menester sea sola la causa de todo véese por la obra, porque cuando o el uno no tiene necesidad del otro, o ni el uno ni el otro, no contratan. Como cuando uno no tiene necesidad de lo que el otro tiene, como si dijésemos, vino, danle que lleve, a trueque de ello, trigo; conviene, pues, que se iguale lo uno con lo otro. Pero, para el contrato venidero, si agora el tal no tiene necesidad de las cosas, pues verná tiempo que la terná, el dinero es como un fiador para nosotros. Porque ha de estar puesto por ley que cada uno, trayendo el dinero, pueda llevar lo que se vendiere. Y sucede lo mismo en esto que en lo otro, porque no es siempre de un mismo valor, aunque parece que él quiere conservarlo más durable. Y por esto conviene que estén todas las cosas apreciadas, porque de esta manera siempre habrá contrato, y habiéndolo habrá comunicación. Es, pues, el dinero, como una medida que reduce a proporción todas las cosas y las iguala. Porque no habiendo contrato no habrá comunicación, ni faltando la igualdad habrá contracto, ni faltando la proporción podría haber igualdad. En realidad de verdad, pues, es imposible que las cosas, entre cuyos valores hay muy gran distancia, puedan reducirse a proporción. Pero, por la necesidad, sucede que una cosa particular baste, y esto por el consentimiento que las gentes tienen dado en ello. Y por esto el dinero se llama en griego nomisma, que casi quiere decir regla, porque todas las cosas reduce a proporción, pues todas las cosas se reglan con el dinero. Sea, pues, la casa a, cien coronas b, la cama c; valga a la mitad que b, si la casa vale cincuenta coronas, o lo igual de ellas. La cama valga la decena parte que las cien coronas, que es que valga c la décima parte de b. Véese de aquí claro que cinco camas harán el valor de una casa. Entendido, pues, está que, antes que se inventase el uso del dinero, se hacían de esta manera los contractos. Porque todo es una misma cosa dar cinco camas por una cosa, y dar el valor de cinco camas. Ya, pues, está entendido qué cosa es lo injusto y qué lo justo. Entendido, pues, esto, también está muy claro, que el hacer justicia es el medio entre hacer agravio y recebirlo. Porque el hacer agravio es tener más y el recebirlo tener menos; pero la justicia es medianía, aunque no de la misma manera que las demás virtudes de que arriba se ha tratado, sino porque es propria del medio, quiero decir de lo igual, y de los extremos la sinjusticia. Es, pues, la justicia un hábito que hace al justo pronto en hacer, de su propria voluntad y elección, las cosas justas, y apto para hacer repartición de las cosas, ora entre sí mismo y otro, ora entre otras personas diferentes, pero no de tal manera que de lo bueno y digno de escoger tome la mayor parte para sí, y para su prójimo deje la menor, y haga al revés en lo que es perjudicial, sino que reparta por igual conforme a proporción; y de la misma manera lo ha de hacer repartiendo entre personas diferentes. La sinjusticia induce al injusto a todo lo contrario, lo cual es el exceso y el defeto de lo útil y perjudicial fuera de toda proporción. Y por esto la sinjusticia se dice exceso y defecto, porque consiste en exceso y en defecto, que es en el exceso de lo que sencillamente es útil, y en el defecto de lo que es perjudicial. Y en las demás cosas, lo que es entero y perfecto es de la misma manera, pero lo que va fuera de proporción no tiene regla cierta, sino como caiga. Mas en lo que toca al agraviar, lo menos es ser agraviado y lo más agraviar. de esta manera, pues, habemos tratado de la justicia y sinjusticia, qué tal es la naturaleza y propriedad de cada una, y de la misma manera de lo justo y injusto así generalmente y en común.

 

Capítulo VI

 

De las sinjusticias y agravios, y de lo justo de la república o político, del derecho del señor, del padre y del señor de casa

 

En el capítulo sexto pone primeramente diferencia entre estas dos cosas: hurtar y ser ladrón, adulterar y ser adúltero y sus semejantes, que el ser ladrón, adúltero y tales cosas como éstas dicen hábito y costumbre, y así por las leyes son más gravemente castigadas, que si por una flaqueza cayeren en ello alguna vez no teniéndolo por hábito y oficio. Después trata de lo justo civil y del derecho del señor y del padre, y del señor de casa. Donde avisa lo que en lo de República se verá mejor, que para regirse bien una república no han de mandar los hombres sino las leyes, y los hombres no han de ser sino ejecutores de ellas. Porque como los hombres sen quieren tanto a sí mismos, siempre toman la mayor parte del bien para sí, y del mal escogen la menor, lo cual es contra la justicia si no se hace con equidad y como debe.

 

Pero porque puede acontecer que uno haga agravio, y no por eso sea injusto, ¿qué agravios diremos que ha de hacer en cada género de sinjusticia, para que ya se llame injusto, como ladrón o adúltero o salteador? ¿O diremos que en esto no hay ninguna diferencia? Porque si aconteciese que un hombre tuviese acceso con una mujer sabiendo qué mujer es la con quien lo tiene, pero que el tal acceso no tuvo principio de determinada elección, sino que cayó en ello ocasionalmente por flaqueza de ánimo, este tal agravio cierto hace, mas no es aún del todo injusto, así como uno no por cualquier cosa que hurte es ladrón, aunque haya hurtado, ni adúltero aunque haya cometido un adulterio. Y de la misma manera es en todo lo demás. Ya, pues, está arriba declarada la conformidad y respecto que la pena del talión tiene con lo justo. Habemos, pues, de entender, que esto que inquirimos puede ser por sí mismo justo, y también justo civil; lo cual no es otra cosa sino una comunidad de vida, para que en la ciudad haya suficiencia de hombres libres y iguales o en número o conforme a proporción. De manera, que los que esto no tienen, no guardan entre sí civil justicia, sino alguna otra que tiene aparencia de justicia. Porque para aquellos para quien la tal ley se hace, justo es, y la ley hácese para el injusto, pues no es otra cosa el público juicio, sino determinación de lo justo y lo injusto. Y dondequiera que la sinjusticia mora, mora también el hacer agravios, pero no en todos aquellos que hacen agravios se puede decir que hay sinjusticia, pues es la sinjusticia tomarse para sí mayor parte de las cosas que son absolutamente buenas y menor de las que son absolutamente malas. Y por esto, no se permite que el hombre mande, sino la razón, porque el hombre tómaselo aquello para sí y hácese tirano, y el que rige ha de ser el guardián de lo que es justo. Y si de lo justo, también de lo igual. Y así por cuanto el justo no parece que tiene más que los otros, si justo es (porque no reparte más para sí de lo que es absolutamente bueno, si ya por ley de proporción no le pertenece) el justo trabaja para otrie, y por esto dicen que es bien ajeno la justicia, como ya también arriba lo dijimos. Es, pues, razón que se le dé algún premio al hombre justo, y éste sea la honra y dignidad, con la cual, los que no se tienen por contentos, hácense tiranos. El derecho del señor y el del padre no son lo mismo que éstos, sino que les parecen en algo, porque nadie puede hacer agravio a las cosas que son absolutamente suyas. Y el siervo y el hijo, mientras es pequeño y no está emancipado de la patria potestad, es como parte del padre o del señor, y ninguno para sí mismo nunca escoge el perjudicar ni hacer daño. Y así contra este derecho nunca se comete agravio. De manera que la civil equidad, ni se puede decir justa ni injusta, porque está hecha conforme a ley, y en personas sobre quien puede hacerse ley, que son los que tienen iguales veces en el mandar y ser mandados. Y por esto, más con verdad se puede decir que hay derecho sobre la mujer, que sobre los hijos o criados, porque esto es lo justo familiar, lo cual también de lo civil es diferente.

 

Capítulo VII

 

De lo justo natural y legitimo

 

En el séptimo capítulo distingue Aristóteles lo justo civil en dos especies: uno que es natural y por naturaleza tiene fuerza de ser justo, como es la defensión de la propria vida, otro que obliga, no por naturaleza, sino por voluntaria aceptación de los hombres, y porque ellos voluntariamente quisieron ponerse aquellas leyes de vivir por vivir vida más quieta, como prohibir tal o tal traje. Disputa si hay cosa alguna que naturalmente sea justa (la cual disputa pone también Platón en el primero de República), y prueba haberlas muchas.

 

De lo justo civil, uno hay que es natural, y otro que es legítimo. Pero aquello es justo natural, que donde quiera tiene la misma fuerza, y es justo no porque les parezca así a los hombres, ni porque deje de parecerles justo legítimo es lo que al principio no había diferencia de hacerlo de esta manera o de la otra, pero después de ordenado por ley ya la hay, como pagar por un captivo diez coronas, o sacrificar una cabra y no dos ovejas. Ítem, las demás cosas que particularmente se mandan por ley, como hacer sacrificio a Brasida, y las ordinaciones que hacen los concejos. Algunos, pues, hay que son de opinión que todo lo legítimo es de esta manera, porque lo que natural es, no puede mudarse, y donde quiera tiene una misma facultad, como vemos que el fuego quema aquí y también en la tierra de los persas. Pero las cosas justas véese que se mudan. Pero esto no es así, generalmente hablando, sino en alguna manera. Y entre los dioses por ventura es así, que no hay cosa mudable; pero entre nosotros bien hay cosas naturales que se mudan, aunque no todas. Pero con todo eso hay justo que es por naturaleza, y justo que no es por naturaleza. Cuál, pues, de los que se pueden mudar de otra manera es natural, y cuál no sino legítimo y por aceptación, aunque los dos se muden de una misma manera, fácilmente se entiende. Y la misma distinción bastará para todo lo demás. Porque naturalmente la mano derecha es de más fuerza, y con todo es posible que todos los hombres se valiesen igualmente de las dos manos. Pero las cosas justas que son por aceptación y porque conviene hacerse así, son semejantes a las medidas. Porque ni las medidas del vino ni las del trigo son iguales en todas las tierras, sino do las cosas se compran son mayores, y do se venden son menores. De la misma manera lo justo no natural, sino humano, no es todo uno dondequiera, pues no es un mismo el modo de regir la república. Pero el mejor y más perfecto modo de gobierno de república sólo éste es un mismo naturalmente dondequiera. Hase, pues, cada una de las cosas justas y legítimas como se ha lo universal con lo particular. Porque los negocios que se hacen son muchos, pero las cosas justas tienen cada una por sí su especie, pues son universales. Entre lo injusto y el agravio hay esta diferencia y también entre lo justo y la justicia, que lo injusto es tal por naturaleza o por ordinación y esto mismo cuando se pone por obra es agravio, pero antes de hacerse no se dice agravio, sino cosa injusta, porque cuando se hiciere será agravio. Y de la misma manera habemos de decir de la justicia. Aunque obra justa es más general vocablo, y la justicia parece que quiere más significar la enmienda del agravio. Pero qué especies tiene cada cosa de estas y cuántas, y en qué géneros de cosas consiste, después lo trataremos.

 

Capítulo VIII

 

De las tres especies de agravios con que los hombres son perjudicados

 

Cumple Aristóteles lo que prometió al fin del capítulo pasado, y distingue por sus especies los agravios para que puedan mejor juzgar de ellos los hombres, primeramente en dos especies, diciendo cómo hay unos forzados y otros voluntarios, y éstos son los peores de todos. Los forzados después dividelos en dos especies, unos que suceden por violencia, que son los que el principio y causa procede de fuerza, y otros por ignorancia. Los de ignorancia divide en otras tres especies: unos que proceden de ignorancia crasa, que procede de la negligencia que uno tuvo en saber lo que le convenía para hacer las cosas, y éstos son los peores; otros de ignorancia invincible (como dicen nuestros teólogos), como fue el parricidio y maternal ajuntamiento que de Edipo se cuenta en las fábulas antiguas; otros, por fortuna, como si a uno, reventándole el arcabuz, le aconteciese herir o matar al que le está al lado.

 

Pero cuando alguno de los justos o injustos sobredichos hace algún agravio o alguna obra de justicia, dícese que hace justicia o agravio si lo hace de su propria voluntad. Mas si por fuerza lo hace, ni hace justicia, ni agravia, sino accidentariamente, porque aconteció ser justo o injusto lo que hacía. Pero el agravio y la obra de justicia distínguense en ser voluntarias o forzosas, porque el agravio cuando se hace voluntariamente es reprendido y es agravio entonces. De manera, que puede acontecer que alguna cosa sea injusta y no sea aún agravio, si no se le añade el ser obra voluntaria. Llamo voluntario (como ya al principio se dijo) lo que uno hace por sí mismo, entendiendo que está en su mano, y no ignorando a quién, ni con qué, ni por qué lo hace, como si hiere sabiendo a quién hiere, y con qué y por qué lo hiere, y cada cosa de éstas la hace de propósito deliberado y no accidentariamente ni por fuerza. Como si uno tomando la mano de otro lo hiriese con su misma mano, no herirá el tal voluntariamente, porque no está en su mano el no hacerlo. Puede también acontecer que el que fue herido fuese el padre, y el que lo hirió lo tomase por otro alguno de los que presentes estaban, y no entendiese que era su padre. Lo mismo habemos de decir del fin por que lo hizo, y en fin de todo el hecho. Todo aquello, pues, que se hace no entendiéndose, o ya que se entienda no estando en su mano, o por ajena violencia, se dice ser forzoso. Porque muchas cosas de las que naturalmente hay en nosotros sabiéndolas las padecemos o hacemos, de las cuales ninguna se dice voluntaria ni forzosa, como el envejecerse y el morir, y lo mismo es en las cosas justas y injustas lo que accidentariamente sucede. Porque si uno por fuerza y por temor restituyese lo que tenía en depósito, no diremos que obra lo de justicia, ni que hace cosas justas sino accidentariamente. De la misma manera el que por fuerza y contra su voluntad deja de restituirlo, accidentariamente diremos que hace agravio y obra cosas injustas. Las cosas, pues, voluntarias, unas se hacen por elección y otras sin elección. Por elección se hacen las cosas que se hacen con consulta, y sin elección las que se obran sin consulta. Siendo, pues, tres las especies de los daños que en las contrataciones suceden, las cosas que por ignorancia se hacen son hierros, cuando uno los hace no entendiendo ni a quién, ni qué, ni con qué, ni por qué. Porque o no pensó arrojarlo, o no aquel, o no con aquello, o no por aquel fin, sino que sucedió al revés de como él pensó, como si lo arrojó, no por herirle, sino por picarle, o si no a quien quiso, o no como quiso. Cuando el daño, pues, es fuera de razón, dícese desgracia, pero cuando es no fuera de razón, pero sin malicia, dícese hierro (porque hierra uno cuando en él está el principio y origen de la causa, y es desgraciado cuando en él no está); mas cuando lo entiende y no lo hace sobre consulta dícese injuria o agravio, como lo que por enojo se hace, o por otras alteraciones que o la necesidad o la naturaleza a los hombres acarrea. Porque los que en semejantes cosas perjudican y hierran, dícense que hacen injuria, y los hechos se llaman agravios, pero ellos por esto no son aún del todo injustos ni perversos, porque aquel tal daño no procede de maldad. Pero cuando con consulta y elección lo hace, llámase injusto y mal hombre. Por esto las cosas que con enojo se hacen no se dicen, y con razón, proceder de providencia. Porque no comienza el hecho el que hace algo con enojo, sino el que le hace que se enoje. A mas de esto en semejantes negocios nunca se disputa si fue así o si no fue, sino si hubo justa razón para ello, porque la saña es una injuria manifiesta; ni se disputa si fue o no fue, como en las contrataciones, en las cuales, de necesidad el uno o el otro ha de ser mal hombre, si ya por olvido no lo hacen, pero cuando del hecho concuerdan, dispútase cual de las dos partes pide justicia, mas el que antes de hacerlo pensó y deliberó no lo ignora. De manera, que el uno pretende que ha recebido agravio, y el otro que no. Pero el que sobre consulta hace daño, hace agravio, y así el que semejantes agravios hace ya es injusto, cuando fuera de proporción y de igualdad lo hace. De la misma manera el justo cuando sobre deliberación hiciere alguna obra justa, la cual entonces la hace, cuando la hace voluntariamente. Pero de las cosas forzosas unas hay que son dignas de misericordia y otras que no. Porque las cosas que los hombres hierran no sólo ignorantemente, pero también por ignorancia, dignas cierto son de misericordia. Pero las que se hacen, no por ignorancia, sino ignorantemente por alguna alteración ni natural ni humana, no son dignas de misericordia.

 

Capítulo IX

 

Del recibir agravio cómo acontece, y que ninguno voluntariamente lo recibe

 

En el capítulo nono, tomando ocasión de unos versos de Eurípides, disputa qué manera de cosa es el recibir agravio, y prueba ser cosa violenta y en ninguna manera voluntaria; disputa asimismo si uno puede voluntariamente a sí mismo agraviarse, y si el disoluto hace a sí mismo voluntariamente perjuicio, y otras cosas semejantes.

 

Dudará por ventura alguno si habemos del recibir y hacer agravio suficientemente disputado. Y primeramente, si es verdad lo que Eurípides escribe fuera de toda buena razón:

 

Pónesteme a preguntar

Cómo a mi madre maté:

En breve te lo diré,

Sin mucho tiempo gastar.

Yo quise y ella aprobó

De aquella suerte el morir,

O, enfadada del vivir,

A matarla me forzó;

 

 

 

¿por ventura pasa así en realidad de verdad, que uno voluntariamente es agraviado o no, sino que cualquier recibir de agravio es forzoso así como el hacerlo es voluntario, o es todo recibir de agravio o voluntario o forzoso, así como el hacerlo todo es voluntario, o diremos que un recibir de agravios hay voluntario y otro forzoso, y, de la misma manera en el recibir buenas obras? Porque todo hacer justicia es voluntario. De manera que parece conforme a razón, que el recibir agravios y el recibir buenas obras, el uno al contrario de lo otro, sean cosas voluntarias o forzosas. Parecería, cierto, cosa fuera de razón, que todo recibir de buenas obras fuese voluntario, porque muchos, cierto, las reciben muy contra su voluntad. Pues también alguno dudaría si cualquiera que padeció cosa injusta, padeció injuria, o si es lo mismo en el padecerla que en el hacerla, porque puede acontecer que accidentariamente uno obre ambas maneras de justo, y de la misma manera injusto. Porque no es todo uno hacer cosas injustas y agraviar, y de la misma manera tampoco es todo uno sufrir injurias y ser agraviado, y asimismo habemos de juzgar del hacer cosas justas y recebirlas. Porque es imposible que uno sea agraviado, sin que haya algún otro que le agravie, ni que alguno reciba buenas obras, sin que haya alguno que las haga. Y si, general y sencillamente hablando, el hacer agravio es hacer uno a otro daño voluntariamente, que es sabiendo a quién, y con qué, y cómo, cierta cosa será que el disoluto voluntariamente a sí mismo se hace daño, y a sí voluntariamente será agraviado, y sucederá que uno a sí mismo se haga agravio. Esta es, pues, una de las cosas que dudábamos: si puede uno a sí mismo agraviarse. Asimismo, por el vicio de la disolución uno voluntariamente se dejará perjudicar de otro que voluntariamente también le perjudique, de manera, que será verdad que uno voluntariamente sea agraviado. ¿O diremos que no está entera aquella difinición, sino que se ha de añadir que hace daño sabiendo a quién y con qué, y cómo, y esto contra la voluntad de aquel que lo recibe? De manera que uno podrá recibir daño de su voluntad y sufrir cosas injustas, pero agravio ninguno lo recebirá de su voluntad, porque ninguno lo ama, ni aun el disoluto, sino que obra contra su voluntad, porque ninguno quiere lo que no tiene por bueno, y el disoluto hace lo que entiende que no debería hacer. Y el que sus propias cosas da, como Homero dice de Glauco, que le daba a Diómedes las armas de oro por las de hierro, y lo que valía ciento por lo que valía nueve, no es agraviado, porque en su mano está el no darlas, pero el ser agraviado no está en su mano, sino que de necesidad ha de haber otro que le agravie. Cosa, pues, es muy clara y manifiesta que el ser agraviado no es cosa voluntaria. De las cosas asimismo ya arriba propuestas, dos nos restan por disputar: cuál es el que hace el agravio, el que en el repartir da uno más de lo que merece, o el que lo recibe; y lo segundo: si uno a sí mismo se puede hacer agravio. Porque si lo que primero habemos dicho es verdad, el que reparte es el que hace el agravio, y no el que toma lo que es más. Y si uno reparte más para otro que para sí, sabiendo lo que hace, y de su propria voluntad (lo cual parece que hacen los hombres que son bien comedidos), éste tal a sí mismo él mismo se hará agravio, porque el hombre de bien y virtuoso siempre es amigo de tomarse para sí lo menos. O diremos que esto no es verdad así sencillamente, sino que por ventura de otro bien recibe más, como digamos de la honra, o de lo que es absolutamente bueno. A más de que se suelta fácilmente el argumento por la difinición del agraviar, porque no padece cosa contra su voluntad, de manera que en cuanto a aquello no recibe agravio, sino que recibe daño solamente. Cosa, pues, es cierta que el que reparte es el que hace el agravio siempre, y no el que recibe, porque no hace agravio el que tiene lo injusto, sino el que tiene facultad de hacerlo de su voluntad, lo cual consiste en el que es origen y principio de aquel hecho, lo cual está en el que lo reparte y no en el que lo recibe. Asimismo esto que decimos hacer tómase de muchas maneras, porque una cosa sin ánima puede matar, y la mano y el siervo mandándoselo el señor, el cual no hace agravio, pero hace cosas injustas. Asimismo si lo juzga sin entenderlo, no hizo agravio a lo justo legítimo o legal, ni el tal juicio es injusto, sino como injusto. Porque lo justo legal es diferente de lo justo principal. Pero si entendiéndolo lo juzgó injustamente, excede este tal la igualdad del favor o del castigo. Aquel, pues, que de esta manera juzgó injustamente, tiene demás, de la misma manera que el que se toma para sí parte del agravio que hace. Porque aquel que a los tales adjudicó el campo, no recibió de ellos campo, sino dinero. Piensan, pues, los hombres que está en su mano el hacer agravio, y que por esto es cosa fácil ser un hombre justo. Pero no es ello así. Porque tener uno acceso con la mujer de su vecino, y herir a su prójimo, y entregar con su mano su dinero, cosa fácil es, y que está en mano de los hombres; pero el hacerlo de tal o tal manera dispuestos, no es cosa fácil, ni que esté en su mano. De la misma manera el saber las cosas justas y injustas no lo tienen por cosa de hombre muy sabio, porque no hay mucha dificultad en entender las cosas de que las leyes tratan. Pero las cosas justas no consisten en esto, sino accidentariamente, sino en cómo se han de hacer y distribuir las cosas justas, lo cual es cosa de mayor dificultad que entender las cosas provechosas para la salud. Porque en la medicina cosa fácil es conocer la miel y el vino, y el veratro y el cauterio y la abertura. Pero el entender cómo se ha de distribuir esto en provecho de la salud, y para quién y cuándo, es tan dificultosa cosa como ser uno buen médico; por esto tienen por cierto que el hacer agravio no menos conviene al justo que al injusto, porque no menos lo puede hacer el justo que el injusto, antes más facultad tiene para hacer cada cosa de éstas. Porque también el justo tiene fuerzas para allegarse a la mujer de su vecino y para herir a su prójimo, y el hombre valeroso también tiene fuerzas para arrojar allá el escudo y para volver espaldas y huir a do quisiere. Pero el cobardear y hacer agravio no es el hacer estas cosas sino accidentariamente, sino el hacerlas de tal manera o tal dispuestos, así como el curar y el dar salud no es el abrir o no abrir, ni el purgar ni no purgar, sino el hacerlo de esta manera o de la otra. Consisten, pues, las cosas justas en aquellas que participan de las cosas absolutamente buenas, en las cuales tienen también sus excesos y defectos. Porque en algunos no hay exceso de bienes, como por ventura en los dioses. En otros no se halla ningún género de bienes, como en los que tienen la malicia ya incurable, a los cuales toda cosa les es perjudicial. Otros los tienen cuál más cuál menos, y de esta manera tenerlos es propio de los hombres.

 

Capítulo X

 

De la bondad y del hombre bueno

 

Gran mención se hace en los Derechos de lo que en griego llaman epiices, y en latín aequum bonum; en romance podémosle decir moderación de justicia. De la cual hay tanta necesidad en el mundo como del vivir, según a algunos les agrada, en cierta manera, el ser crueles y rigurosos en el ejecutar la justicia, pretendiendo que por allí vernán a ser más afamados, y temo no vengan a ser más aflamados. Porque como las cosas, en particular consideradas, son tan varias, no puede la ley determinar de muchas de ellas tan al caso y conformemente, porque, en fin, la ley o manda o prohíbe en general, sin circunstancias, que si en todas se ha de ejecutar como él lo dispone, verná a cumplirse lo que dice el cómico latino: summum ius, summa injuria, que es: el derecho riguroso es extremo agravio. Como agora manda la ley que cualquiera que a hombre delincuente diere favor y ayuda, sea castigado de tal o tal castigo. Un delincuente, huyendo de la justicia, pidió a otro hombre, que no le conocía, que le mostrase el camino, o que le pasase si era barquero; este tal no merece castigo por aquella ley, porque éste no era delincuente para el ánimo del que le enseñó el camino o le pasó el río, que no había el otro de adevinar. Para esto, pues, es la moderación del juez y el derecho de igualdad buena, la cual es freno de lo justo legal, como aquí dice Aristóteles. de esta bondad, pues, trata en este capítulo, y disputa en qué difiere de la justicia, o si es lo mismo, o especie de ella.

 

De la bondad que modera el derecho y del que es por ella moderado se ofrece haber de tratar, cómo se ha con la justicia, y lo tal moderado con lo justo. Porque los que curiosamente lo consideran, hallan que, ni del todo son una misma cosa, ni tampoco diferentes en el género. Porque algunas veces de tal suerte alabamos esta virtud y al hombre que la posee, que el vocablo de ella generalmente lo extendemos a significar con él toda cosa buena, mostrando que lo más moderado en igualdad es 1o mejor. Otras veces, si consultamos con la razón, nos parece cosa del todo apartada de ella el decir que lo bueno y igual, siendo diferente de lo justo, sea digno de alabanza. Porque, o lo justo no es bueno, o lo moderado no es justo, si es diferente cosa de lo justo; o si lo uno y lo otro es bueno, son una misma cosa. Estas razones, pues, en lo bueno moderado causan dificultad y duda. Todo ello, pues, en cierta manera, está rectamente dispuesto, y lo uno a lo otro no contradice. Porque lo bueno moderado, siendo y consistiendo en alguna cosa justa, es un justo más perfeto, y no es mejor que lo justo como cosa de género diverso. De manera que todo es una misma cosa lo justo y lo bueno moderado; porque siendo ambas a dos cosas buenas, es más perfecto lo justo moderado. Pero lo que hace dificultad es que lo bueno moderado, aunque es justo, no es lo justo legal, sino reformación de el. La causa es que la ley, cualquiera que sea, habla generalmente, y de las cosas particulares no se puede hablar ni tratar perfectamente en general. Donde de necesidad, pues, se ha de hablar en general, no pudiéndolo decir así en común perfetamente, arrímase la ley a lo que más ordinariamente acaece, aunque bien entiende aquella falta; y con todo eso es recta y justa la ley. Porque la falta no está en la ley ni en el que la hace, sino en la naturaleza de la cosa. Porque la materia de los negocios se ve claro ser deste jaez, pues cuando la ley hablare en general, y en los negocios sucediere al revés de lo general, para que la ley esté como debe, aquella parte en que el legislador faltó y erró, hablando en general, ha de enmendarse, porque si el legislador estuviera presente, de aquella misma manera lo dijera, y, si lo entendiera, de aquella manera lo divulgara. Por esto lo bueno moderado es justo, y mejor que alguna cosa justa, no así generalmente, sino mejor que aquel justo que erró por hablar así tan en general. No es, pues, otra la naturaleza de lo bueno moderado, sino ser reformación de ley en cuanto a la parte en que faltó por hablar tan en general. Porque esto es la causa de que no se pueden reglar por ley todas las cosas, porque es imposible hacer ley de cada cosa, y así hay necesidad de particulares estatutos. Porque la cosa que es indeterminada, también tiene su regla indeterminada, como la regla de la arquitectura lesbia, que es de plomo, y así se conforma con la figura de la piedra y no es regla cierta; de la misma manera se ha el estatuto con los negocios. Entendido, pues, esta qué cosa es lo bueno moderado y qué es lo justo, y a cuál justo hace ventaja lo bueno moderado. De aquí se colige claramente cuál es el hombre de moderada justicia, que es el que elige tal manera de justicia y la pone por obra, ni interpreta rigurosamente el derecho a la peor parte; antes remite la fuerza y rigor de la ley, aunque ella hable en su favor. Y semejante hábito que éste es la bondad moderada, y es parte de la justicia y no hábito diferente de ella.

 

Capítulo XI

 

Cómo ninguno hace agravio a sí mismo

 

En este último capítulo concluye la disputa de la justicia, disputando si puede uno hacerse agravio a sí mismo, como el que a sí mismo mata, o su propria hacienda destruye; y fundándose en los principios ya puestos, prueba que no, porque no hay agravio voluntario, y, pues aquél voluntariamente se perjudica, no se hace agravio aunque se haga daño. Pero hace agravio a la república introduciendo ejemplo de hecho tan perverso.

 

Pero si puede uno o no puede a sí mismo agraviarse, de lo que ya está dicho se entiende fácilmente. Porque unas cosas justas hay que las dispone la ley conforme a todo género de virtud, como agora que no manda que ninguno a sí mismo se mate, y lo que no manda prohíbelo. A más de esto, cuando uno, sin legítima causa, perjudica a otro sin haber de el recebido perjuicio, voluntariamente perjudica, y aquél perjudica voluntariamente, que sabe a quién y cómo. Pues el que de ira a sí mismo se mata voluntariamente, lo hace contra toda buena razón, haciendo lo que la ley no le permite. De manera que hace agravio, pero, ¿a quién?: a la república, pero no a sí mismo, pues voluntariamente lo padece, y ninguno es voluntariamente agraviado. Y por esto la república castiga semejantes hechos y tiene ya ordenada afrenta para el que a sí mismo se matare, como a hombre que hace agravio a ella. A más de esto, el que solamente hace agravio y no ha llegado a lo último de la maldad, en cuanto tal no puede a sí mismo agraviarse, porque este tal es diferentemente malo que no el otro; porque hay algún injusto que es malo, de la misma manera que el cobarde, y no como hombre que ha llegado ya al extremo de maldad. De manera que, conforme a esta sinjusticia, ninguno hace agravio a sí mismo, porque se seguiría que una misma cosa juntamente a un mismo se le añade y se le quita, lo cual es imposible, sino que siempre lo justo y lo injusto ha de suceder entre muchos, de necesidad, y ha de ser voluntario y hecho por elección, y, primero, porque el que hace daño a otro por volver las veces al que primero le perjudicó, no parece que hace agravio, pero el que a sí mismo se perjudica, juntamente hace y padece unas mismas cosas. A más de esto, que sucedería que voluntariamente alguno fuese agraviado. Dejo aparte que ninguno puede agraviar sin hacer alguna particular especie de agravio, y ninguno comete adulterio con su propria mujer, ni horada sus propias paredes, ni hurta sus propias cosas. En fin, el no poder agraviar nadie a sí mismo, muéstrase claro por la difinición de el recibir agravio voluntario. Cosa, pues, es cierta y manifiesta que lo uno y lo otro es cosa mala, digo el recibir agravio y el hacerlo, porque el recibir agravio es tener menos de lo justo, que es medio, y el hacerlo tener más; como en la medicina el exceder o faltar de la templanza sana; y en el arte de la lucha y ejercicios corporales, exceder o faltar de buen hábito de cuerpo. Pero, con todo eso, es peor el hacer agravio que no el recebirlo. Porque el hacer agravio trae consigo anexa la maldad, y es cosa digna de reprensión, y que procede o de la extrema maldad, o de la que no está lejos de ella. Porque no toda cosa voluntaria trae consigo agravio. Pero el recibir agravio puede acontecer sin maldad y sin caer en vicio de sinjusticia. De manera que el recibir agravio, cuanto a su propria naturaleza, menor mal es que el hacerlo, aunque accidentariamente puede acontecer que sea mayor el mal; pero lo accidentario no lo considera el arte, sino que dice: el dolor de costado es más grave enfermedad que un encuentro del pie, aunque, accidentariamente, alguna vez el encuentro del pie podría ser mayor, como si uno tropezando cayese y viniese a manos de los enemigos y pereciese uno; pues no se dice bien que guarda justicia para consigo mismo, pero para algunas cosas suyas bien se dice, por una manera de semejanza y metáfora, aunque no toda manera de justicia, sino la señoril y familiar. Porque en estas razones difiere la parte del alma que es capaz de razón de la que no lo es, con las cuales partes teniendo cuenta, parece que puede uno a sí mismo agraviarse, pues puede en ellas padecer algo contra los deseos de ellas. De la misma manera, pues, que entre el que gobierna y el súbdito hay su justo, de la misma parece que lo habrá entre estas dos partes. De la justicia, pues, y de las demás morales virtudes, de esta manera habemos disputado.

 

Lo que Aristóteles dice aquí, que el que perjudica a otro por satisfacerse del agravio que aquel tal le ha hecho no le hace agravio, también lo dice Tulio en los Oficios. Pero el uno y el otro serían como hombres que no aprendieron en escuela cristiana. Porque hacen agravio a la divina justicia usurpándole su oficio, el cual es castigar a los que hacen agravios a sus prójimos. Y aunque no luego los castiga, él sabe por qué lo hace; pero es cierto que no quedará agravio ninguno sin castigo. Mejor se acercó a1 blanco de la verdad Platón en el diálogo Criton, donde, en persona de Sócrates, dice que ni aun por satisfacerse ni por salvar la vida se ha de hacer a nadie perjuicio. También lo que dice de la justicia de las dos partes del alma, es la que los teólogos llaman justicia original, cuando la parte superior, que es la razón, manda, y la inferior, que es la parte que apetece, obedece a la razón, rehusando las cosas que la razón dice que no convienen; y este es el mejor del hombre, en el cual fueron criados nuestros primeros padres; y cuando esta orden se pervierte, amotinándose la parte inferior contra la superior, caemos en los vicios.

 

Libro sexto

De las éticas o morales de Aristóteles escritos a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del sexto libro

Aristóteles, en el primer libro, anduvo inquiriendo en qué consistía la felicidad humana, y halló que en el vivir conforme a recta razón. Y porque el vivir conforme a recta razón requiere el vivir conforme a virtud, en el segundo anduvo inquiriendo qué cosa era virtud. Después hizo dos maneras de virtudes: unas morales, de las cuales ha tratado en el tercero, cuarto y quinto libro, y otras del entendimiento, de las cuales propone tratar en el presente. Pero por cuanto hasta aquí se ha hecho mucha mención de la recta razón, y hasta agora no se ha declarado qué cosa es, trata primero qué cosa es la recta razón y en que consiste; después trata de las partes del alma, para declarar cada virtud a qué parte del alma corresponde; tras de esto trata de los hábitos del entendimiento, ciencia, arte, prudencia, entendimiento, sabiduría; de las partes de la prudencia, del buen consejo, del buen juicio, del buen parecer, de la utilidad de la sabiduría y prudencia: de la hermandad grande que entre sí tienen todas las virtudes.

 

Capítulo primero

 

Cuál es la recta razón y cuál es su difinición

 

En el primer capítulo declara ser la recta razón la que endereza las cosas al fin perfeto, y obrar conforme a recta razón ser obrar conforme a lo que se requiere para alcanzar el fin. Después propone las partes del alma, y declara ser una capaz de razón y otra que carece de ella; y que de la que carece no se trata aquí, pues se ha ya tratado en lo pasado; porque las virtudes morales consisten en esta parte que carece de razón. Divide asimismo la parte que consiste en razón, en una que no cae en consulta, que es la ciencia (porque ninguno consulta si dos veces dos hacen cuatro, pues es cosa cierta), y otra que cae en consulta, que es la opinión. Estas dos partes del ánimo no son así partes como la pierna y brazo son del cuerpo, pues siendo el ánimo espíritu, no tiene cantidad ni partes desa manera, sino que son dos facultades suyas, que se llaman partes por una manera de metáfora.

 

Pero por cuanto habemos dicho en lo pasado, que habemos de elegir el medio, y no el exceso ni el defecto, y el medio es aquel que la recta razón dicta, conviene que lo dividamos esto. Porque en todos los hábitos de que arriba se ha tratado, hay alguna cosa puesta como por fin y blanco como en todas las demás, al cual, teniendo ojo el que tiene la razón, tira o afloja. Hay, pues, término en las medianías, que decimos que consisten entre el exceso y el defecto, y son regladas conforme a recta razón. Y el decir esto es decir verdad, aunque no se pueda dar la demostración de ello. Porque en las demás consideraciones, de que tenemos ciencia, es verdad decir que no se ha de hacer ni mayor ejercicio ni menor, ni se ha de reposar más ni menos, sino que se ha de tomar el medio según que la recta razón aconsejare, porque con solo esto tener uno, no ternía más que saber. Como si se preguntase cuánto mantenimiento conviene dar al cuerpo, y respondiese uno que tanto cuanto manda la medicina y el hombre que en ella fuere docto. Por tanto, conviene que en los hábitos del alma no sólo sea así verdad esto que se ha dicho, pero aun también que se entienda clara y distinctamente cuál es la recta razón y cuál su difinición. Ya, pues, dividimos las virtudes del alma, y unas dijimos que eran de la costumbre y otras del entendimiento. De las morales, pues, ya habemos tratado. Tratemos, pues, agora de las otras, disputando primero del alma de esta suerte. Cuanto a lo primero, pues, ya está, dicho cómo el alma tiene dos partes: una capaz de razón y otra que carece de ella. Agora, pues, tratemos por la misma orden de la parte que es capaz de razón, y presupongamos primero que hay dos maneras de cosas que consisten en razón: una de aquellas cosas que vemos ser de tal manera, que sus principios no pueden dejar de ser así, y otra de aquellas cuyos principios pueden ser de otra manera. Porque para entender cosas de género diverso, también es menester que haya parte de ánimo que sea de género diverso, y que sea conforme a lo que se ha de entender, pues han de alcanzar el conocimiento de las cosas conforme a cierta semejanza y propriedad que con ellas tengan. Llámese, pues, la una de éstas scible y la otra disputable, porque el consultar y el disputar, todo es una misma cosa. Ninguno, pues, consulta lo que no puede ser de otra manera; de manera, que lo consultable es una parte de las cosas que consisten en razón. Consideremos, pues, cuál es el mejor hábito de cada parte de estas, porque aquélla será su virtud, y la virtud es la que le inclina a su propria obra.

 

Capítulo II

 

Cómo hay tres cosas en el alma propias del efecto, y de la verdad: el sentido, el entendimiento y el apetito

 

Ha propuesto de tratar de las dos partes de nuestro entendimiento: la una cierta, en que consiste la ciencia, y la otra probable, en que se funda la opinión. Para mejor tratar de ellas, declara en el capítulo segundo la origen de nuestro conocimiento y de nuestro obrar, y pone por origen de nuestro conocimiento los sentidos, y del obrar el entendimiento y el apetito. Porque si pusiésemos por caso que se viese un hombre falto de todos los sentidos, este tal ninguna noticia de cosas ternía en su entendimiento, sino que sería como es el del niño antes que venga a sentir en el vientre de la madre. Y en el obrar, cada uno se mueve o según entiende o según apetece. Compara después el entendimiento con el apetito, y muestra que lo mismo que es en el entendimiento verdad, es en el apetito rectitud; y lo que allí es mentira, aquí es depravación. De do sucede que, así como el entendimiento lo que tenía temerariamente por verdadero, tratándolo lo halla muchas veces falso, de la misma manera lo que sin consideración los hombres apetecen, alcanzado, desengaña y sale falso; y de aquí nace que nuestro apetito es tan inquieto, y que el consejo del hombre muy ejercitado en negocios es mejor quel del hombre mozo y poco exprimentado, porque le ha burlado más veces su apetito y el suceso de las cosas.

 

Tres cosas, pues, hay en el alma, que son la origen de un hecho y de la verdad: el sentido, el entendimiento, el apetito. de estas tres cosas el sentido no es principio de hecho ninguno, lo cual se ve claramente en las fieras, las cuales, aunque tienen sentido, con todo eso ningún negocio tratan en común. Lo que es, pues, en el entendimiento la afirmación y negación, lo mismo es en el apetito el seguir y el rehusar. De manera que, pues la moral virtud es hábito escogido voluntariamente, y la elección voluntaria es apetito puesto en consulta, colígese de aquí que la razón ha de ser verdadera, y el apetito y deseo recto, si la elección ha de ser buena, y que de los dos la razón ha de ser cosa que se pueda decir, y el deseo cosa que se pueda seguir. Éste, pues, es el entendimiento y la verdad activa. Porque en la verdad que solamente es contemplativa, y no sirve para hacer ni tractar cosa ninguna, el decirse cómo es o al revés, es su verdad o su mentira, porque éste es el oficio de todo entendimiento. Pero la verdad de lo que se entiende para haberse de poner por obra, ha de ser conforme al recto y buen deseo. Es, pues, la elección el principio del hecho, de la cual procede también el movimiento, mas no el fin por que se hace. Pero el principio de la elección es el apetito o deseo, y la razón que por causa de otra cosa se da, de manera que nunca hay elección sin entendimiento y aprensión, ni tampoco sin moral deseo. Porque ni el negociar bien ni el negociar mal en cualquier hecho no puede acaecer sin entendimiento y costumbre. Aunque este entendimiento ninguna cosa mueve sino la que a otro fin se encamina, y es activo, porque éste es el que gobierna a la que obra, porque cualquier que obra, obra por fin alguno, ni es jamás lo que se obra el último y absoluto fin, sino particularmente de algo, y en respecto de algo, pero eslo la obra que se hace, porque el bien negociar y tratar las cosas es el fin, y el deseo a éste se endereza. Y por esto se dice que o el entendimiento apetitivo o el apetito que se entiende es la elección. Y tal principio como éste es el mismo hombre. Ninguna cosa, pues que ya haya pasado, cae en elección, como agora ninguno elige el haber tomado por armas a Troya, ni tampoco se consulta jamás de lo pasado, sino de lo porvenir y contingente, porque lo que ya es pasado, no puede ya dejar de haber sido. Y por eso dijo muy bien Agatón:

 

A la potencia de Dios

Sólo esto es defendido:

El hacer que no haya sido

Lo que ya pasó entre nos.

 

 

 

El oficio, pues, de ambas las dos partes del entendimiento es entender la verdad, y así aquellos hábitos son dos virtudes de cada una de estas partes, en los cuales más verdad halla cada una de ellas.

 

No entienda ninguno que es falta de la potencia de Dios lo que aquí dice Aristóteles. Porque no está la falta sino en la misma cosa, que contiene en sí repugnancia, y implica, como dicen los lógicos, contradicción, como estar uno juntamente vivo y muerto, sano y enfermo. Y el no poder hacer esto no es falta de potencia.

 

Capítulo III

 

De los cinco hábitos del entendimiento, y de las cosas de que se tiene ciencia, y de la misma ciencia

 

Comienza ya, después que ha declarado la origen y principio de nuestro entender y obrar, a tratar de los hábitos del entendimiento. Propone cómo son cinco: arte, ciencia y prudencia, sabiduría, entendimiento. Trata primero, de la ciencia, declarando en qué genero de cosas consiste.

 

Comenzando, pues, como de nuevo, tratemos de estos hábitos del entendimiento. Cinco son, pues, las cosas en las cuales, o afirmando o negando, dice nuestro ánimo verdad: arte, ciencia, sabiduría, entendimiento. Porque en las cosas que consisten en parecer y opinión, puede acaecer decir mentira. De aquí, pues, se colige qué cosa es la ciencia, si claramente queremos hablar, y no seguir semejanzas y metáforas. Porque todos tenemos por cierto que aquello que sabemos no puede ser de otra manera. Porque las cosas que de otra manera pueden ser, cuando están apartadas de nuestra vista, no sabemos si son así o si no. De manera que lo que se sabe es cosa que necesariamente sucede, y por la misma razón es cosa perpetua. Porque las cosas que necesariamente son, todas, generalmente hablando, son perpetuas, y todo lo que es perpetuo jamás nació ni pereció. A más de esto, toda ciencia parece que es apta para enseñar, y todo lo que se puede saber se puede aprender. Y toda ciencia, como dijimos ya en los libros Analíticos, procede de cosas primeramente entendidas. Porque unas cosas se saben por inducción, y otras por discurso de razón. Lo que se sabe por inducción son los primeros principios, y las cosas muy comunes y universales. Pero el discurso de razón procede de la universal. Aquellas proposiciones, pues, de donde procede el discurso de razón o silogismo, son los principios, los cuales no se pueden probar por discurso de razón, sino sólo por enumeración de cosas singulares, que llaman inducción. De manera que la ciencia es un hábito demostrativo, con todos los demás arrequives que propusimos en los libros Analíticos. Cuando uno, pues, en alguna manera cree una cosa, cuyos principios le fueren declarados, entonces se dice que la sabe. Porque si no entiende los principios, más de verás se dirá que sabe accidentariamente la conclusión. De la ciencia, pues, de esta manera quede disputado.

 

Esta materia, aunque aquí la pone Aristóteles, más es lógica que moral, como él mismo claramente lo confiesa. Y así, el que no fuere lógico, pase por ella ligeramente, como por cosa que para materia moral importa poco. Sólo entienda qué discurso de razón es cuando de unas verdades se sacan y coligen otras de esta manera. Pues toda cosa compuesta de muchas cosas diferentes y contrarias, de necesidad ha de perecer por la contienda que las unas llevan con las otras, y vemos que todos los hombres son compuestos de cosas diferentes y contrarias: carne, hueso, calor y frío; colígese que todos los hombres de necesidad han de perecer. Inducción es cuando probamos ser verdad una cosa dicha en común, demostrando experiencia de muchas cosas singulares en favor de aquélla, como si probamos que todo hombre ha de morir, pues vemos que murió el emperador, nuestro señor Carlos V, y el príncipe, su nieto, y cada día vemos morir unos y otros, y no sabemos que haya hombre ninguno que siempre dure. Principios son unas verdades que no se pueden probar sino por estas particulares experiencias y inducciones, como en la geometría éstas: cualquier cosa entera es mayor que ninguna de las partes; de cualquier punto a otro cualquier punto se puede echar una línea recta. De estos principios y discursos y inducciones, puestos en un particular argumento y materia de cosas, se hacen las ciencias, como puestos en materia de enfermedades vienen a hacer la medicina. De todo esto tratamos claramente en la introducción que publicamos para la Lógica de Aristóteles, y muy largamente en los comentarios que sobre su lógica tenemos escritos, si a luz salieren algún día. Pero esto, como dije, para el filósofo moral, que para su utilidad lee esta materia, no importa mucho.

 

Capítulo IV

 

Del arte

 

Arte entiéndela aquí Aristóteles como la entiende el vulgo cuando llama arte al oficio del zapatero, del sastre y del herrero, y así la distingue de la ciencia. Que, en realidad de verdad, arte es vocablo más general que ciencia, y cualquier ciencia es arte, aunque no cualquier arte sea ciencia. Hace dos maneras de artes: una, que consiste en solo el entendimiento, y obra con discurso de razón, como el arte de edificar o navegar, y otra, que está puesta toda en el obrar por sola la experiencia, como las artes que vulgarmente mecánicas llamamos. Siempre distingue Aristóteles el hacer y el obrar de esta manera, que el hacer lo atribuye a los ejercicios del entendimiento, y el obrar a las cosas de defuera. Así distinguen en griego piin y prattin; en nuestra lengua no se guarda tan al vivo esa distinción.

 

En las cosas que pueden suceder de otra manera, hay algo que las puede hacer y poner por obra. El hacer, pues, y el obrar son cosas diferentes, como ya en nuestras Vulgares Disputas lo probamos. De manera, que el hábito que obra conforme a razón es diferente del que hace conforme a razón, ni debajo de si el un hábito al otro comprende. Porque ni el obrar es hacer, ni el hacer obrar. Porque la arquitectura una de las artes es, y un hábito que hace conforme a uso de razón, ni hay arte ninguna que no sea hábito que hace conforme a uso de razón, ni por el contrario cosa que hábito sea, que haga conforme a uso de razón, que no sea arte. De manera, que toda es una misma cosa arte y hábito que conforme a verdadera razón hace. Toda arte, pues, se emplea, en hacer de nuevo alguna cosa, y en poner por orden y concierto, y considerar cómo se ha de hacer alguna cosa de las que no acaecen de necesidad, o en cómo ha de ser o dejar de ser, y cuyo principio está en mano del que las hace y no en la cosa que se hace. Porque el arte no se ejercita en las cosas que necesariamente se hacen o suceden de necesidad, ni tampoco en las que por naturaleza, porque todas estas en sí mismas tienen su principio. Y, pues, el hacer y el obrar son cosas diferentes, de necesidad el arte ha de ser de lo que se hace y no de lo que se obra. Y, en cierta manera, la fortuna y el arte consisten en una misma manera de cosas, como Agatón dice:

 

De la fortuna el amor

Requiere el arte tener;

También ella ha menester

Que le dé arte favor.

 

 

 

Es, pues, el arte, como ya está dicho, un hábito que hace conforme a verdadera razón, y la ignorancia de arte, por el contrario, es un hábito que en las cosas que pueden suceder de otra manera, hace conforme a razón falsa.

 

Capítulo V

 

De la prudencia

 

En el capítulo quinto trata de la prudencia, distinguiéndola de la ciencia y del arte en esto: que la ciencia considera las cosas en comunidad, porque de las cosas particulares, pues ni tiene cierto número, ni son ciertas, no se tiene ciencia; pero la prudencia requiérese en cosas particulares. Ítem, el arte trata las cosas que entre sí guardan cierta regla y concierto; pero las cosas que requieren prudencia, no tienen cierta regla ni concierto. Declara resplandecer esta virtud en dos géneros de cosas señaladamente en regir bien una familia, y gobernar bien una república.

 

De la prudencia podremos tratar de esta manera, considerando qué personas son las que solemos llamar prudentes. Parece, pues, que el propio oficio del prudente es poder bien consultar de las cosas buenas y útiles para sí, no en alguna particular materia, como si dijésemos en lo que vale para conservar la salud o la fuerza, sino en qué cosas importan para vivir prósperamente. Lo cual fácilmente lo podemos entender de esto: que en alguna cosa particular decimos ser prudentes, los que en las cosas que no consisten en arte dan buena razón y la encaminan a algún buen fin. De manera, que generalmente hablando, aquél será prudente, que es apto para consultar con él las cosas. Ninguno, pues, consulta jamás las cosas que no pueden acaecer de otra manera, ni tampoco las cosas que no está en su mano hacerlas o dejarlas de hacer. De manera, que, pues la ciencia se alcanza con demostración, y las cosas cuyos principios pueden ser de otra manera no tienen demostración, y no se puede consultar de las cosas que de necesidad suceden, colígese de aquí que la prudencia, ni es ciencia, ni tampoco arte. No ciencia, porque aquello que trata puede suceder de otra manera, ni tampoco arte, porque el obrar y el hacer tienen los fines diferentes. Resta, pues, que la prudencia sea un hábito verdadero y práctico que conforme a razón trata los bienes y males de los hombres. Porque el hacer tiene el fin diverso, pero el obrar no, porque el propio fin es el hacer bien aquella obra. Por eso a Pericles y a sus semejantes los juzgamos por prudentes, porque son personas suficientes para considerar lo que a sí mismos y a los demás hombres conviene. Tales como éstos nos damos a entender que son los que rigen bien sus casas y la república, y por esto, a la prudencia la llamamos en griego sofrosine, que en aquella lengua quiere decir cosa que conserva el entendimiento, porque conserva tal o tal parecer. Porque lo aplacible y lo molesto no todo parecer pervierten (que este parecer: todo triángulo tiene tres ángulos iguales a dos rectos, o que no los tiene, no lo pervertirán), sino los pareceres que se dicen en el tratar de los negocios. Porque los principios de los negocios que se tratan es el fin porque se tratan; pero el que por contento o pesadumbre se destruye y gasta, no luego puede ver los principios, y así ni por consejo deste tal no conviene que se delibere ni trate cosa alguna, porque el vicio destruye los principios. De manera, que la prudencia de necesidad ha de ser hábito, que conforme a buena razón trata de los bienes y niales de los hombres. Pero el arte tiene alguna virtud, mas la prudencia no tiene, y en el arte, el que voluntariamente hierra, más perfeto es que el que por ignorancia, lo cual es al revés en la prudencia, así como en las virtudes. De do se colige que la prudencia es una especie de virtud, y no arte. Siendo, pues, dos las partes de aquella porción del ánimo que es capaz de razón, la prudencia será virtud de aquella parte, que consiste en opinión, porque así la opinión como la prudencia consiste en las cosas que pueden suceder de otra manera. Pero no solamente es hábito conforme a razón, lo cual con esta señal se entiende: que el hábito conforme a razón puede admitir olvido, pero la prudencia no puede.

 

Capítulo VI

 

Que sólo el entendimiento percibe los principios de las cosas que se saben

 

Declarada el arte y la prudencia, trata del cuarto hábito del entendimiento, que por excelencia, o por falta de no tener otro vocablo, toma el nombre de la misma facultad y se llama entendimiento. Este hábito, pues, es aquella natural luz con que nuestro entendimiento se conforma con las primeras verdades, que son los principios de las ciencias, los cuales, por ser principios y no tener medios con qué probarse, y por ser una verdad clarísima, no tienen necesidad de otro sino de declarar qué significan aquellos vocablos; y declarado esto, el entendimiento, con su propria luz, sin argumento ni maestro, les da crédito. Como: cualquier cosa entera es mayor que cualquiera de sus partes, declarado qué es cosa entera, qué son partes, lo cree luego nuestro entendimiento; ni está en su mano el dejarlo de tener por verdad más que del ojo percebir el color, si impedimento no le ponen. De tales principios como éstos proceden las ciencias de las cosas.

 

Pero por cuanto la ciencia es aprehensión de cosas generales y que proceden de necesidad, y las cosas que se demuestran y cualquiera ciencia tiene sus principios, pues procede la ciencia por discurso de razón, el entender los principios de la cosa que se demuestra, ni será ciencia, ni tampoco arte, ni prudencia, porque toda cosa de que se tiene ciencia es demostrable, y las artes y prudencia consisten en cosas que pueden suceder de otra manera. Tampoco es sabiduría el conocimiento de los principios, porque es propio del sabio tener demostración de cada cosa. Pues si en las cosas que verdaderamente afirmamos ni jamás mentimos, ora consistan en lo que no puede ser, ora en lo que puede ser de otra manera, consisten la ciencia, la prudencia, la sabiduría, el entendimiento, y el conocimiento de los principios no puede ser de ninguno de estos tres (llamo tres la prudencia, la ciencia, la sabiduría), resta que haya de ser entendimiento.

 

Capítulo VII

 

De la sabiduría

 

De los cinco hábitos del entendimiento, sólo restaba por tratar de la sabiduría, de la cual trata en el capítulo presente, y demuestra que sabiduría es nombre de perfición, añadido sobre la ciencia y sobre el arte, y pruébalo por el común modo de hablar, pues decimos que uno es sabio pintor o entallador, cuando en aquella arte es muy acabado. En fin, concluye diciendo que la sabiduría consiste en entender muy bien los principios de las más graves cosas, y lo que de ellos se colige.

 

En las artes, pues, atribuimos la sabiduría a los que en ellas son más acabados, y así decimos que Fidias es un sculptor sabio y Policleto un sabio entallador, en lo cual no entendemos otra cosa por la sabiduría, sino la virtud y excelencia que tuvo cada uno de ellos en su arte. También juzgamos a otros por sabios, así común y generalmente, y no en cosa alguna particular, como Homero escribe de Margites:

 

A éste ni los dioses lo hicieron

Sabio en cavar, ni en culturar la tierra,

Ni otro saber alguno concedieron;

 

 

 

de do se colige que la más perfecta ciencia de todas es la sabiduría. Conviene, pues, que el sabio no solamente entienda lo que de los principios se colige, pero que aun los mismos principios los tenga muy bien entendidos, y la verdad que tienen. De manera que el entendimiento y la ciencia juntos harán la sabiduría, y la ciencia de las más preciosas cosas será como cabeza de la sabiduría. Porque parece cosa del todo ajena de razón que uno tenga a la disciplina de la república y a la prudencia por la cosa de mayor, virtud, sin que el hombre sea la cosa mejor que haya en el mundo. Y si lo saludable y provechoso no es todo uno en los hombres y en los peces, y lo blanco y lo derecho siempre es todo uno, cosa cierta es que lo sabio todos dirán siempre que es uno, pero lo prudente diverso, porque aquello dirán ser prudente, que en cada cosa entiende qué es lo que le conviene, y a este tal le encomendarían las cosas. Y por esto de algunas fieras se dice bien que son prudentes, como de aquéllas que parece que tienen facultad de pronosticar lo que para la conservación de su propria vida les conviene. Consta, pues, que no es todo una misma cosa la disciplina de república y la sabiduría. Porque si llaman sabiduría la que considera las propias utilidades, seguirse ha que hay muchas diferencias de sabiduría. Porque no es una ciencia la que considera todos los bienes de los animales, sino que cada bien tiene su particular ciencia; si no que queramos decir que todas cuantas cosas hay tienen una manera de medicina. Ni importaría nada que dijésemos que el hombre es el más principal de todos los animales, porque otras cosas hay que son de más divina naturaleza que no el hombre, como son estas tan ilustres de que el mundo está compuesto. Colígese, pues, de lo dicho claramente que la sabiduría es ciencia y entendimiento de las cosas, cuya naturaleza es del mayor precio y quilate. Y, por tanto, de Anaxágoras, y de Tales, y de otros varones semejantes, se dice que fueron sabios; pero no dijeran que eran prudentes, si vieran que lo que particularmente les convenía no lo entendían. De tales, pues, como éstos se dice que saben lo que es demasiado saber, y las cosas admirables, y dificultosas, y divinas, pero que no saben lo que les cumple, porque no procuran los humanos bienes ni intereses. Porque la prudencia consiste en cosas humanas y en aquéllas de que suelen los hombres consultar. Porque el más particular oficio del varón prudente decimos que es el aconsejar bien, y ninguno consulta jamás de las cosas que no pueden acaecer de otra manera, ni menos de las cosas que no tienen algún fin, que sea bien que pueda ponerse por obra. Y el que de veras ha de ser buen consejero, en lo que al hombre le es mejor, ha de ser hombre que, con discurso de buena razón, pueda conjecturar las cosas que se puedan hacer y poner por obra. Ni considera la prudencia las cosas generales solamente, sino que ha de entender también las particulares, pues es virtud de bien obrar, y las obras consisten en las cosas particulares. De aquí sucede que algunos que no entienden ciencia son más suficientes para tratar negocios que algunos que la saben, y en cualquier cosa los que tienen más experiencia. Porque si uno sabe así, comúnmente, que las carnes ligeras son de buena digestión y provechosas para el cuerpo, si no sabe qué carnes son ligeras, ninguna salud dará al cuerpo; pero el que entendiere que las carnes de las aves son ligeras y saludables, más salud le acarreará. Es, pues, la prudencia virtud de bien tratar negocios, y así conviene que tenga ambas a dos noticias o, sobre todo, la particular. Y en esto hay alguna parte que es como gobernadora de las otras.

 

Capítulo VIII

 

De las partes de la prudencia

 

Ya está entendida la diferencia que hay entre la ciencia y la prudencia, que aquélla considera las cosas o contemplativas o activas así en común, pero la prudencia consiste en tratar bien los negocios en particular. Pues como todos los negocios, o sean comunes, o particulares, y los comunes sean sin comparación de mayor valor que los que a cada uno particularmente toca, Aristóteles, en el capítulo presente, propone las partes de la prudencia que son en los negocios particulares la disciplina de bien regir una casa, que se llama la Economía, y en los comunes pone tres partes: la prudencia en hacer buenas y saludables leyes para el buen gobierno de todos, a quien en su lengua llama nomothesia; la prudencia en juzgar bien las causas y contiendas que se ofrecen entre los ciudadanos, la cual parte se llama dicastice, que quiere decir judiciaria; la tercera, prudencia en el prover las cosas tocantes al vivir y menesteres de la vida, la cual propriamente quedó con el nombre de disciplina de república. Estas tres partes bien regidas son las que conservan el estado de las ciudades, reinos y provincias, y las que las destruyen, no administradas como deben.

 

Es, pues, la disciplina de la república y la prudencia un mismo hábito, aunque el estado de cada una de ellas es diverso. En la prudencia, pues, que se emplea en el gobernar bien una república, la cabeza y principal parte es la que consiste en el hacer las leyes. Pero la que las particulares cosas considera, tiénese el nombre común y llámase disciplina de república, y esta misma es la que trata y consulta los negocios, porque las ordinaciones de los pueblos son casi lo último en el tratar de los negocios. Y así propriamente decimos que solos estos tales gobiernan la república, porque éstos son de la misma manera que aquellos que ponen las manos en la obra. Aunque parece que la prudencia más propriamente se dice de aquel que en sí mismo piensa solamente, y ésta es la que se usurpa el común nombre de prudencia. Pero de las otras, una se llama ciencia de bien gobernar una familia, otra de hacer leyes, otra de regir bien una república, y ésta tiene aún dos partes: una, que consiste en consultar las cosas, y otra que en juzgarlas. Parece, pues, que esta facultad tiene manera de ciencia, porque el que la tiene es hombre que entiende; pero hay mucha diferencia, porque el que sabe bien lo que le cumple y lo pone por obra, este tal parece que es prudente; pero los que son aptos para gobierno de república, son los que están curtidos en negocios. Y por esto dice muy bien Eurípides:

 

¿Cómo puedo ser prudente,

Pues nunca me he ejercitado

En negocios, ni he tratado

Lo que pasa entre la gente?

Antes siempre entre soldados

He vivido en compañía,

Do igual parte me cabía

De los mejores bocados.

 

 

 

Porque los que son nuevos en negocios siempre hacen demasías, porque procuran sus particulares provechos, y el hacerlo así les parece que es hacer lo que conviene. de esta opinión, pues, ha procedido lo que de los prudentes decimos. Aunque el particular bien no se puede por ventura alcanzar sin el bien de la familia, ni aun sin el de toda la república. A más de esto, que no hay certidumbre en el cómo ha de procurar uno sus propios intereses, y tiene necesidad de consulta. Lo cual, o por esta razón se entiende claramente, que los hombres mozos se hacen geómetras y matemáticos, y sabios en cosas semejantes, pero ninguno parece que por ciencia se haga prudente. Lo cual procede de que la prudencia consiste en negocios particulares, y éstos se entienden por la experiencia, y el hombre mozo no está experimentado, porque el mucho tiempo es el que causa la experiencia. Porque, ¿podría alguno considerar qué es la causa que un niño puede ser matemático, y sabio ni filósofo natural no puede, sino porque las ciencias matemáticas alcánzanse considerando?; pero los principios de la sabiduría y ciencia natural proceden de la experiencia, y en las matemáticas los mancebos no tienen necesidad de creer cosa ninguna, antes ellos de suyo se las dicen; pero en las otras cosas el ser de ellas es incierto y dificultoso de entender. Asimismo, en el consultar puede haber yerro, o en lo universal, o en lo particular. Porque puede errar uno diciendo que todas las aguas gruesas y pesadas son malas, o afirmando que esta particular agua es gruesa y pesada. Consta, pues, que la prudencia no es ciencia, porque, como habemos dicho, trata las postreras cosas, cuales son las que se tratan en negocios. Es, pues, la prudencia contraria del hábito que se llama entendimiento, porque el entendimiento considera los principios, para los cuales no hay dar razón, y la prudencia considera las cosas singulares y últimas, las cuales no se comprenden por ciencia, sino por el sentido; no por el particular de cada cosa, sino por tal sentido cual es el con que en las artes matemáticas juzgamos que esta última figura es triángulo. Porque también allí parará nuestro conocimiento. Aunque aquel tal conocimiento mejor se dice sentido que prudencia, y la otra ya es de otra especie.

 

Capítulo IX

 

De la buena consulta

 

Una parte del gobierno de la república dijo Aristóteles que era la que trataba los negocios comunes, y que éstos se trataban consultando. Trata, pues, en este capítulo de la consulta, mostrando que no es ciencia, ni tampoco conjectura, ni menos discreción, sino reformación de consejo.

 

El preguntar y el consultar son cosas diferentes, porque el consultar es una manera de preguntar. Habemos de entender, pues, de la buena consulta qué cosa es, y si es ciencia, o opinión, o buena conjectura, o algún otro género de cosas. No es, pues, la consulta ciencia, porque ninguno consulta lo que sabe, y la consulta buena es una especie de consulta, y el que consulta inquiere y colige por razón. Pero ni tampoco es conjectura, porque sin proponer razones se hace la conjectura, y repentinamente; pero la consulta requiere largo tiempo, y así dicen que lo consultado se ha de poner presto por obra, pero que ha de consultarse muy despacio. Asimismo, la discreción es diferente de la buena consulta, porque la discreción es una buena conjectura. Tampoco es opinión ninguna buena consulta, por cuanto el que mal consulta yerra, y el que bien consulta acierta, es cosa cierta que la buena consulta es una manera de reformación, pero no de ciencia, ni tampoco de opinión. Porque la ciencia no ha menester reformación, pues no yerra, y la reformación de la opinión es la verdad. Asimismo, todo aquello de que se tiene opinión, ya está dividido en diversos pareceres. Pero ni tampoco se hace la consulta sin uso de razón. Resta, pues, que ha de ser reformación del parecer, pues el parecer aún no es afirmación; pero la opinión no es ya pregunta, sino ya es afirmación. Pero el que consulta, ora consulte bien, ora consulte mal, inquiere algo y lo colige por razón. Es, pues, la buena consulta reformación de la consulta. Por esto, en la consulta, se ha de entender primero qué se consulta y sobre qué. Pero por cuanto la reformación se dice de muchas maneras, será cosa manifiesta que no toda reformación es buena consulta. Porque el disoluto y el malo, lo que propone saber, por discurso de razón lo sacará; de manera que consultará bien, pero pareciéndole que es un mal muy grande. Pero el bien consultar parece ser uno de los bienes, porque esta tal reformación de consulta es la buena consulta, la cual siempre acarrea lo bueno. Pero puédese hacer esto con discurso falso de razón, y decir uno lo que conviene que se haga, pero no acertará el por qué, sino errar el medio. De manera que ni esta tampoco será buena consulta, en la cual uno alcanza lo que se debe hacer, pero no la razón por qué es bien que se haga. Acaece asimismo que uno, en mucho espacio de tiempo, dé en la cuenta de lo que conviene que se haga, y otro en poco rato. No es, pues, tampoco aquélla la buena consulta, sino la reformación de lo que es útil y de lo que conviene, y como conviene, y cuando conviene. Puédese también consultar bien generalmente de toda cosa, y también acerca de algún fin particular. Es, pues, la buena consulta general la que reforma lo que para el supremo fin pertenece, y la particular, la que reforma lo que se encamina a algún fin particular. Y si de hombres prudentes es el bien consultar, será la buena consulta reformación de lo que para el fin conviene, de lo cual es la prudencia el verdadero parecer.

 

Por los que no saben lógica me es forzado añadir esto aquí. Llama medio Aristóteles a la razón con que se prueba la cuestión, como si prueba uno que vale más una mediana paz que una muy justa guerra, porque la guerra estraga las vidas y haciendas de los hombres y pone en condición la libertad, esta razón es el medio, y cuando la razón es fuera de propósito y no concluye, llámase medio falso y argumento de solistas, como si dijese uno que es buena la guerra, porque muchos se hacen ricos con ella, es falsa razón y que no concluye nada, porque por la misma razón sería bueno el hurtar y dar dineros a usura, pues se enriquecen muchos por esta vía.

 

Capítulo X

 

Del buen juicio

 

Al bien consultar es anexo el buen juicio, pues nunca hombre de mal juicio consultó bien cosa ninguna. Por esto trata aquí del buen y mal juicio qué cosa es, de la misma manera que trató de la consulta en el capítulo pasado.

 

El bueno y mal juicio decimos ser aquellos conforme a los cuales decimos a unos que son de mucha capacidad y a otros de poca. Pero tampoco es el buen juicio lo mismo que ciencia ni opinión, porque todos fueran de buen juicio. Tampoco es alguna de las particulares ciencias, como la medicina, que trata de las cosas provechosas a la salud, y la geometría, que considera las grandezas de los cuerpos, porque el buen juicio no trata de las cosas que son perpetuas y inmovibles, ni de las cosas que a un quienquiera le acaecerían, sino de las cosas que cualquiera dudaría y consultaría. Y así consiste en las mismas cosas en que consiste la prudencia, pero no es lo mismo el buen juicio que la prudencia, porque la prudencia es virtud que manda, porque al fin a ella toca mandar lo que conviene que se haga, pero el buen juicio solamente tiene por oficio el juzgar o aprobar. Porque todo es una cosa juicio y buen juicio, pues es todo uno hombre de juicio y hombre de buen juicio. Tampoco es el buen juicio, lo mismo que tener o que alcanzar prudencia. Pero así como el aprender se dice entender cuando uno usa de las ciencias, de la misma manera en el usar de la opinión en el juzgar de aquellas cosas en que consistela prudencia cuando otro las dice, y juzgar bien, porque bien y convenientemente juzgar todo es una misma cosa. Y de allí vino en nombre griego sinesis, que quiere decir entendimiento, por el cual se llaman los hombres de buen juicio, del uso que tenemos deste vocablo en el aprender, porque al aprender lo llamamos entender muy muchas veces.

 

Capítulo XI

 

Del parecer

 

Si algún lugar hay dificultoso de vertir de griego en otra lengua, es el capítulo presente, no por la sentencia de lo que se trata, que esa es fácil de entender, sino por la propriedad del decir y de los vocablos, la cual, como es diferente en cada lengua, quitada de su lengua natural, parece disparate y cosa dicha fuera de propósito. El parecer, en griego, dícese gnome, y la misericordia syggnome, pareciéndose mucho los vocablos; de esta paronomasia o semejanza de vocablos se aprovecha Aristóteles para probar que el buen parecer cuadra mucho al varón justo moderado. La cual sentencia, dicha en latín o en otra cualquier lengua, como no resplandece esta correspondencia de vocablos, parece fría y fuera de propósito. Por esto debe cualquiera que lee libro de una en otra lengua vertido, especialmente de griego, donde los más de los vocablos tienen cierta derivación y etimología, perdonar esta falta, que es sin remedio, cuando en la propriedad del decir está el no poderse vertir con la misma propriedad de los vocablos. Declara, pues, qué cosa es el parecer, y cómo el buen parecer y grave sentencia cuadra mucho al varón moderado y benigno. Después muestra cómo tienen una inseparable amistad y compañía estos hábitos: sentencia, entendimiento, buen juicio, prudencia, y que donde uno mora moran todos.

 

Aquello llamamos sentencia o parecer, conforme al cual decimos que algunos son hombres de buen parecer, y que tienen buen parecer, no es otra cosa sino un recto juicio de lo bueno moderado. Lo cual, se entenderá de que del hombre moderado decimos que es benigno y misericordioso, y que lo bueno moderado no es otra cosa sino tener misericordia y perdonar en las particulares cosas. Y la misericordia o perdón es el recto juez de lo moderado, y aquel es recto juez, que juzga conforme a la verdad. Todos estos hábitos, pues, conforme a buena razón van a un mismo fin encaminados, porque llamamos parecer y buen juicio, y prudencia, y entendimiento, atribuyendo a unos mismos el tener buen parecer y entendimiento, y el ser hombres prudentes y de buen juicio. Todas estas facultades, pues, consisten en las cosas extremas y particulares, y en el ser uno apto para juzgar de las cosas, en que consiste el ser uno prudente, de buen juicio, de buen parecer. Porque las cosas buenas moderadas son comunes a todo género de bienes, en cuanto a otrie se refieren; y las cosas que se tratan en negocios, son cosas particulares y extremas, las cuales ha de tener entendidas el varón prudente, y en estas mismas consiste el buen juicio y parecer, y estas son las cosas últimas. Y el entendimiento a ambos extremos pertenece, pues así los términos primeros como los postreros se perciben con el hábito que llamamos entendimiento, y no por discurso de razón. Y aquella primera manera de entendimiento es propria de los principios de las demostraciones, que se hacen en las cosas que no pueden mudarse y son primeras, pero estotra consiste en los negocios y en las cosas últimas y contingentes, y también en una de las proposiciones, porque las cosas particulares son el principio de las proposiciones, por cuya causa la conclusión es verdadera, pues lo universal de las cosas particulares se colige, las cuales se han de percibir por el sentido, y este sentido es el entendimiento. Y así, estas cosas parecen naturales, pero ninguno es sabio naturalmente, aunque parecer, prudencia y entendimiento bien lo tiene naturalmente. Lo cual, con esta señal lo entenderemos, que tales cosas como éstas las tenemos por anexas a la edad, y tal edad tiene entendimiento y parecer casi declarándose la natura ser causa de ello. Y por esto, el principio y el fin es el entendimiento, porque de estos dos entendimientos proceden las demostraciones y en ellos paran. Y así conviene dar crédito a los experimentados y más ancianos, y a los prudentes, en las proposiciones que no se pueden demostrar, no menos que a las mismas demostraciones, porque como tienen ojos de experiencia, ven bien los principios. Qué cosa, pues, es la sabiduría y qué la prudencia, y en qué géneros de cosas consiste cada una de ellas, y cómo la una y la otra son virtudes de la otra parte del alma, ya está declarado.

 

Aunque Aristóteles parece se declara harto en esto de llamar las cosas universales primeras, y las particulares postreras, todavía por 1os que Metodológica no saben, tiene necesidad de un poco de más declaración. Llama, pues, las cosas universales primeras, y las particulares postreras en cuanto al ser; pues como ya en los comentarios sobre Porfirio lo mostramos, no son cosas diversas lo universal y lo particular, sino sólo en cuanto a nuestra consideración, ni es otra cesa universal sino los particulares debajo de una natural similitud considerados, y lo particular lo mismo considerado en uno solo, sino en o cuanto al modo del proceder, que pasamos primero por las noticias generales de las cosas, y venimos al fin a parar en las particulares; como se ve claro en una consulta de médicos, donde primeramente consideran qué género de enfermedad es, y después van particularizando hasta levantar resolución que es unta terciana pútrida que da pena a Sócrates en tal o tal hora, y que se ha de curar con este o con aquel remedio, y comiendo o bebiendo deste mantenimiento o deste vino o de aquel zumo. Y lo mismo es en cualquier género de cosas que se tratan en negocios. Por esto, pues, se llaman primeras las cosas universales, y postreras las particulares.

 

Capítulo XII

 

Para qué sirve la sabiduría y la prudencia

 

El último fin del hombre probó al principio Aristóteles ser la felicidad, y que todo lo que se había de tratar había de ir encaminado a este fin. Parece, pues, que se ha divertido a cosas fuera deste propósito, como es a tratar de estos hábitos del entendimiento, algunos de los cuales no sirven para negocios, sino que consisten en sola contemplación; declara pues agora, qué conexión tiene esta materia con la parte moral, y dice que pues el varón felice ha de ser perfecto, y estos hábitos perficionan la parte del alma que es capaz de razón, conviene también que se entiendan como las otras virtudes de la parte inferior que consisten en bien acostumbrarse. A más que, entendido esto, importa para mejor poner por obra los hábitos morales.

 

Preguntar alguno por ventura, ¿qué provecho acarrean estos hábitos de que tratamos? Porque la sabiduría no considera cosas, de que felicidad ninguna al hombre le proceda, pues las cosas que trata ni nacen ni fenecen. Pues la prudencia, aunque tiene esto, qué necesidad tenemos de ella, pues consiste en las cosas que al hombre le son justas y buenas, y estas mismas son las que el buen varón debe hacer, y con sólo saberlas no nos hacemos más prontos en el ponerlas por la obra, pues son las virtudes hábitos, así como vemos que acaece en lo que toca a la salud y al tener buen hábito de cuerpo, lo cual no consiste en el tener hábito sino en el obrarlo? Porque el ser uno médico o hábil en la lucha, no le hace más ejercitado y pronto para conservar la salud y buen hábito de cuerpo. Y si decimos que, lo que toca a la prudencia, no por los tales se ha de proponer, sino por los que se han de hacer, a lo menos a los que ya lo son no les importará nada, y aun a los que no lo son, pues será todo uno o tener ellos la prudencia o dejarse regir por los que la tienen. Porque bastarnos ha en lo que toca a esto lo que nos basta en lo que toca a la salud, en la cual, aunque holgamos de vivir sanos, no por eso aprendemos la medicina. A más de esto, parece cosa ajena de razón; que siendo la prudencia menos perfecta que la sabiduría, sea más poderosa que aquélla, porque la que hace es la que manda y ordena en cada cosa. De esto, pues, habemos de tratar, porque ésta es la primera duda que acerca de esto se propone. Primeramente, pues, habemos de decir que estas virtudes de necesidad han de ser por su propio valor escogidas y preciadas. Porque siendo las unas y las otras virtudes de las partes del alma, en cada una de la suya, aunque no sirviesen de nada, todas o cualesquiera de ellas son dignas de preciar. Cuanto más que sirven de algo, no tanto cuanto la medicina para alcanzar la salud, sino como la salud es parte para alcanzar buen hábito de cuerpo, así también la sabiduría para alcanzar la felicidad, porque siendo parte de la general virtud, con su posesión y obrar hace dichoso al que la alcanza. Asimismo, la obra se perficiona conforme a la prudencia y a la moral virtud, porque la moral virtud propone el fin perfecto, y la prudencia los medios que para alcanzarlo se requieren. Pero la cuarta parte del alma, que es la que toca al mantenimiento, no tiene tal virtud como ésta, porque conforme a ella el alma ninguna cosa hace ni deja de hacer. Pero cuanto a lo que se decía de que por la prudencia no nos hacemos más prontos para tratar las cosas buenas y justas, habémoslo de tomar un poco de más lejos, tomando este principio. Porque así como decimos que algunos que hacen cosas justas no son aún por eso justos, como son los que hacen las cosas que están por leyes ordenadas, pero o por fuerza, o por imprudencia, o por otra alguna causa, y no por respecto de ellas mismas, aunque hacen lo que conviene, y lo que debe hacer cualquier bueno, es pues necesario, según parece, para que uno sea bueno, que en el hacer de cada cosa esté de cierta manera dispuesto. Quiero decir, que las haga de su propria voluntad, y por sólo respecto de ellas mismas. De manera, que la buena y recta elección hace la virtud, pero lo que para alcanzar aquélla se ha de hacer, no toca a la virtud tratarlo, sino a otra facultad. Estas cosas, pues, habemos de tratar, dándolas a entender más claramente. Hay, pues, una facultad que la llaman comúnmente prontitud, la cual es de tal manera, que puede fácilmente hacer y alcanzar las cosas que a algún fin propuesto pertenezcan. Esta prontitud, si el fin propuesto es bueno, es cierto digna de alabanza, pero si malo, es mala maña. Y por esto decimos también de los prudentes, que son prontos y mañosos. No es, pues, esta prontitud la prudencia, pero no está sin ella la prudencia. Este tal hábito, pues, imprímese en los ojos del alma no sin la virtud, como habemos dicho y es cosa manifiesta. Porque los discursos de razón, que en los negocios se hacen, sus principios tienen, pues el fin y el sumo bien, sea cualquiera, ha de ser de tal o tal manera. Porque, pongamos por ejemplo que sea lo que primero a la mano nos venga; esto tal a solo el buen varón parecerá bueno, porque la maldad pervierte el juicio, y hace que se engañe acerca de los principios de las cosas que se traten. Muy claro, pues, está, que es imposible ser uno prudente sin ser bueno.

 

Capítulo XIII

 

De la natural virtud, y de la conexión y hermandad que hay entre las verdaderas virtudes y la prudencia

 

Naturalmente hay en todos los hombres una inclinación a las cosas buenas, la cual Dios puso en nosotros cuando formó la naturaleza humana. De do procede que por malo que uno, se haya hecho con sus malos ejercicios, no puede dejar de parecerle bien lo bueno. Hay también otra inclinación a las cosas malas, que nos procedió de nuestro en la caída de la justicia original en que Dios crió los primeros hombres. Estas dos inclinaciones comúnmente se hallan en los hombres, pero en unos más vivas que en otros, y así unos con más facilidad que otros obran un acto de virtud o vicio, de la misma manera que unos son más dóciles que otros de su naturaleza. Estas inclinaciones son las que llama Aristóteles aquí virtudes naturales, y las contrarias también se dirán vicios naturales, no porque absolutamente sean las unas virtudes y las otras vicios, sino porque las unas inclinan a lo uno y las otras a lo otro. Estas inclinaciones no hacen al hombre digno de alabanza ni de vituperación, porque no proceden de propria elección, y se compadecen con los hábitos contrarios. Porque bien puede uno ser bien inclinado de suyo, y o con las ruines compañías, o con malos ejercicios, gastarse y hacerse malo. Y por el contrario, puede ser mal inclinado y con buen juicio, y forzando su mala inclinación y ejercitándose bien, ser muy virtuoso, y en este tal la virtud será de muy mayor quilate. Como se lee de Sócrates, que Zopiro, uno que se le entendía de fisiognomía, dijo que era mujeriego y que tenía otras muchas faltas, siendo un hombre de vida perfetísima, y él confesó tener aquellas inclinaciones naturales, pero que las había adormecido con los contrarios ejercicios. Y esto es lo que dicen comúnmente, que el sabio tiene más poder que las estrellas; de estas, pues, trata en este capítulo Aristóteles, y de la diferencia que hay de ellas a las que son hábitos.

 

Otra vez, pues, habemos de tornar a tratar de la virtud. Porque la virtud casi se ha de la misma manera que la prudencia se ha con la prontitud, que no es lo mismo, pero parécele mucho. De la misma manera, pues, se ha la natural virtud con la que lo es propriamente, porque en todos los hombres parece que, naturalmente, en alguna manera cada un hábito consiste. Porque ya, desde nuestro nacimiento, parece que tenemos una manera de justicia, de templanza y fortaleza, y de los demás géneros de hábitos; pero con todo eso inquirimos otro que sea propriamente bien, y que estas inclinaciones de otra manera consisten en nosotros, porque los hábitos naturales en los niños y aun en las fieras los hallamos, pero éstas sin entendimiento parecen perjudiciales. Lo cual en esto parece que se ve manifiestamente, que así como acaece en un cuerpo robusto, que sin ver nada se mueve, que por faltarle la vista de necesidad ha de dar gran caída, de la misma manera en el ánimo acaece. Pero si entendimiento alcanzare, es diferente en el obrar. Pero el hábito que a esta le parece, será entonces propriamente virtud. De manera que, así como en la parte que consiste en opinión hay dos especies, prontitud y prudencia, de la misma manera en la parte moral hay otras dos: una que es virtud natural y otra que lo es propriamente, y ésta que lo es propriamente no se alcanza sin prudencia, y por esto dicen que todas las virtudes son prudencias. Y así Sócrates en parte decía bien, y en parte erraba: erraba en tener por opinión que todas las virtudes eran prudencias, y acertaba en decir que no se alcanzaban sin prudencia. Lo cual se conoce en esto: que hoy día, todos cuando difinen la virtud, añaden el hábito, y dicen a qué cosas conforme a razón recta pertenece, y la recta razón es la que juzga la prudencia. Y así parece que todos adevinan en cierta manera que semejante hábito es la virtud conforme a la prudencia. Y aún podemos extenderlo un poco más y decir que la virtud no solamente es hábito conforme, a recta razón, pero aun acompañado de recta razón, y la recta razón de estas cosas es la prudencia. Sócrates pues, tenía por opinión que las virtudes eran razones, porque las hacía ciencias todas las virtudes, pero nosotros decimos que son hábitos acompañados de razón. Consta, pues, de las razones ya propuestas, que ninguno puede ser bueno propriamente sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral. Y la razón, con que alguno podría pretender que las virtudes están apartadas las unas de las otras, podríase soltar de esta manera. Que si dice que un mismo hombre no es igualmente apto para todas las virtudes, y así terná la una a que es más apto antes de haber alcanzado la a que no es tanto, diremos que eso acontece en las virtudes naturales, pero en aquellas por cuyo respecto se dice un hombre absolutamente bueno, no acaece.

 

Porque siendo sola una la prudencia, han de estar con ella de necesidad. Y aunque la prudencia no fuera virtud activa, consta que el alma tenía necesidad de ella por ser virtud de una de sus partes, y porque no se puede hacer buena elección sin prudencia, ni menos sin virtud, porque la virtud propone el fin, y la prudencia pone por obra los medios que para alcanzarlo se requieren. Pero con todo eso, ni es propria de la ciencia, ni tampoco de la parte mejor del ánimo, así como tampoco la medicina es propria de la salud, porque la medicina no usa de la salud, sino que considera cómo se alcanzará. Manda, pues, la medicina y da preceptos por amor de la salud, pero no los da a la misma salud. Y es como si uno dijese que la disciplina de la república es el señorío de los dioses, porque manda todo lo que se ha de hacer en la ciudad,

 

 

Libro séptimo

 

De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a su hijo Nicomaco y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del séptimo libro

 

En los libros precedentes ha tratado Aristóteles de las virtudes y los vicios que común y ordinariamente se hallan en los hombres. Pero porque acaece, aunque raramente, hallarse hombres extremadamente buenos y también extrañamente malos, trata de esta bondad y malicia en este libro séptimo Aristóteles, y a la extremada virtud llámala virtud heroica y divina: divina porque en alguna manera parece que se allega más a la bondad de Dios (aunque cualquiera bondad de la criatura dista infinitamente de la de Dios, así como también la naturaleza), y heroica porque en aquellos antigos príncipes que después el simple pueblo honraba como a dioses, se creía haber habido aquella bondad tan perfecta y tan cendrada, y a aquéllos llamábanlos héroes los poetas, de donde vino que decimos que uno hizo un hecho heroico. A la extremada malicia llámala brutalidad, y con mucha razón, porque vienen algunos a depravarse tanto en sus maldades, que no les queda otro rastro de ser hombres sino la figura exterior, pero en lo interior y en los afectos se tornan bestias, y se hacen o leones en la crueldad, o si más queremos ponderarlo tigres, y en la incontinencia puercos, y en la hambre de chuparse hacienda ajena, lobos. Y esto es lo que quiso dar a entender Homero en la fábula que en su Odisea cuenta de la maga Circe, que con ciertas bebidas que les daba tornaba a los hombres en fieras, a unos en puercos, a otros en lobos, según el vicio en que pecaba cada uno. Trata asimismo de la virtud de la continencia y del vicio que le es contrario, y en qué difiere de la templanza, y después del regalo o pasatiempo y de las diversidades de el, como pasando adelante lo veremos.

 

Capítulo primero

 

De la virtud heroica y divina, y de la continencia y sus contrarios

 

En el Capítulo primero propone tres diferencias de vicios; malicia, disolución y brutalidad, y tres maneras de virtudes que les son contrarias, a la maldad la virtud, a la disolución la continencia, a la brutalidad una que no hallándole nombre propio la llama virtud heroica y divina; todo esto es lo más subido de quilate, lo uno en maldad y la otra en perfición, y por esto dice que tales cosas como éstas se hallan raramente entre los hombres; de la bondad verdad dice: ¡ojalá tanta la dijese de la extrema malicia, que ya por nuestro mal tanto en el mundo va creciendo!

 

Tras de esto habemos de proseguir adelante poniendo otro principio, que de las cosas de que en lo que toca a las costumbres habemos de huir, hay tres diferencias: maldad, disolución, bestialidad o brutalidad, y que los que a las dos de éstas son contrarias, son cosas entendidas, porque a la maldad es contraria la virtud, y a la disolución lo que llamamos continencia. Pero para la brutalidad diría alguno que cuadra mucho la virtud que excede a los hombres para contrario, y es heroica y divina, como Homero dijo de Héctor, introduciendo a Priamo que lo lloraba de esta suerte:

 

Por extremo era bueno este valiente,

Ni hijo de mortales parecía,

Sino de dioses altos decendiente.

 

 

 

De manera, que si, como dicen, de hombres se hacen divinos por llegar al extremo de virtud, tal hábito como aquél sería cierto el contrario de la brutalidad. Porque así como la bestia ni tiene vicio ni virtud, así tampoco Dios, sino que la bondad de Dios es cosa de mayor quilate y valor que la virtud, y el vicio de la fiera es otro género de vicio. Y como es cosa rara hallarse un varón divino entre los hombres (como acostumbran decir los spartiatas cuando mucho quieren alabar a uno, es un divino varón dicen), de la misma manera dicen que es cosa rara hallarse un hombre de bestiales condiciones, y señaladamente se halla entre los bárbaros. Algunas cosas de estas acaecen también entre los hombres, o por enfermedades, o por golpes desastrados. A los que por sus vicios, pues, de esta manera exceden a los otros hombres, solémosles poner este nombre de brutales. Pero deste hábito de virtud heroica habremos de hacer alguna mención en lo de adelante, y del vicio ya está dicho en lo pasado. Habemos, pues, de tratar de la disolución, del vicio del hombre afeminado, y de la lujuria o regalo vicioso, y también de la continencia y perseverancia en la virtud, porque ninguna de éstas la habemos de juzgar por hábito de la virtud ni del vicio, ni tampoco por cosas de género diverso. Habemos, pues, de demostrar su naturaleza como lo habemos hecho en todo lo demás, proponiendo al principio las cosas más claras y entendidas, y también algunas dadas y dificultades. Proponemos, pues, señaladamente las cosas más puestas en opinión acerca de estos afectos, y si no lo que más pudiéremos y propio fuere de ellos, porque si soltáremos lo que causa dificultad, y quedare en limpio lo que tiene probabilidad, quedará bastantemente demostrado. La continencia, pues, y la perseverancia parecen ser cosas virtuosas y dignas de alabanza, pero la disolución y afeminación de ánimo viciosas y dignas de reprensión. Y un mismo es continente y perseverante en el discurso de razón, y el mismo que es disoluto es también inconstante en el discurso de razón. Asimismo, el disoluto, pues entiende que son vanos sus deseos, no se dirá que los sigue conforme a uso de razón. Y al que es prudente todos lo tienen por continente y perseverante, pero al que es continente y perseverante unos lo tienen cualquiera que él sea por prudente, y otros no a cualquiera que tal sea lo juzga por prudente. De la misma manera, a cualquier disoluto lo juzgan por incontinente, y a cualquiera incontinente por disoluto, confundiendo el un vocablo con el otro. Otros dicen que son vicios diferentes. Del prudente también unas veces dicen que no puede ser incontinente, y otras, que algunos que son prudentes y prontos, son con todo eso incontinentes. Llámanse asimismo incontinentes en el enojo, y en las honras, y en el interés. Esta es, pues, la suma de lo que se ha propuesto.

 

Capítulo II

 

En que se disputa cómo uno, teniendo buena opinión de las cosas, puede ser incontinente

 

Ha dicho en el capítulo pasado que el disoluto no obra conforme a uso de razón, pues entiende al revés de lo que obra, sobre esto mueve una dificultad, y prueba que se puede obrar mal sin ignorancia, por ser uno de ánimo flojo en resistir, y después pone la diferencia entre el continente y el templado, que consiste en la fuerza y rigor de los afectos, los cuales en el templado son moderados, y fuertes en el continente.

 

Preguntará alguno por ventura cómo se compadece, que uno sienta bien de las cosas, y con todo eso sea incontinente; a esto responden algunos que el que tiene ciencia de las cosas no puede ser incontinente, porque sería cosa ajena de razón y fuerte (como Sócrates decía) que estando presente la ciencia otra alguna cosa venciese, y llevase al hombre tras sí forzado como esclavo. Porque Sócrates muy de veras argumentaba contra la razón, quiriendo probar que no había incontinencia, porque no había ninguno que a sabiendas obrase al revés de lo que era mejor, sino por ignorancias. Esta razón pues, es contra lo que se ve por experiencia. Y así conviene disputar deste afecto, si por ignorancia acaece, qué manera es esta de ignorancia. Cosa, pues, es cierta y manifiesta que el incontinente, antes de caer en su incontinencia, tiene por cierto que hacer aquello tal que después hace, no es cosa que conviene. Pero hay algunos que parte de esto conceden, y parte de ello niegan, porque confiesan no haber cosa más poderosa que la ciencia, pero que haya alguno que obre al revés de lo que entiende ser mejor, esto es lo que niegan. Y por esto dicen que el incontinente, por no tener ciencia sino opinión, es vencido de los deleites. Pero si opinión es y no ciencia la que tiene, y el parecer en contrario no es fuerte sino flaco y remiso, como acontece a los que están en duda, será este tal digno de perdón por no perseverar en ellas contra los fuertes deseos. Pero la maldad no es cosa digna de perdón, ni cualquier otra cosa de las que se reprenden. Diremos, pues, que las hace resistiendo en contrario la prudencia, porque ésta también es muy poderosa. Pero esto también es cosa ajena de razón, porque sería uno juntamente prudente y incontinente, y ninguno habrá que diga ser de hombre prudente hacer voluntariamente las cosas que son malas. A más de esto, ya está arriba demostrado que la prudencia es virtud activa, porque el prudente consiste en las cosas últimas, y estando ya de todas las demás virtudes adornado. Asimismo, si el ser uno continente consiste en tener fuertes y malos los deseos, no será el hombre destemplado continente, ni el continente templado, porque ni el tener fuertes los deseos es de hombre templado, ni el tenerlos malos; pero conviene que lo sea, porque si los deseos son buenos, malo es el hábito que los impide y no deja seguirlos, de manera que no toda continencia será buena; pero si son flacos, y no malos, no son nada ilustres; ni tampoco, si son malos y remisos, son cosas de tomo. Tampoco es cosa insigne la mala continencia si en toda opinión hace perseverar a uno, como si le hace arrimarse a una opinión falsa. Y si de toda opinión la incontinencia aparta, también habrá alguna incontinencia buena. Como aquel Neoptolemo de Sófocles, en la tragedia Filoctetes, es digno de alabanza por no haber perseverado en los consejos que Ulises le había dado, por la pena que sintió de ver que le había mentido. Asimismo, la razón sofística que miente es una perplejidad, porque los sofistas, por quererse mostrar poderosos en el disputar, redarguyendo cuando ellos procuran de concluir las cosas fuera de opinión, hacen que aquel tal discurso se vuelva perplejidad de ánimo, porque está como atado el entendimiento, cuando no quiere dar crédito a la conclusión, por no satisfacerle lo que se ha concluido; y pasar adelante no puede, por no saber cómo ha de satisfacer al argumento. Hay, pues, una razón por donde parece que la imprudencia, junto con la incontinencia, será virtud, porque este tal, por su incontinencia, hará al revés de como entiende, y pues cree ser lo bueno malo y cosa que no conviene que se haga, hará lo que bueno sea, y no lo que fuere malo. Asimismo, el que por persuasión de otro hace y procura las cosas de deleite, y las escoge, parece que será mejor que no el que no las hace por discurso de razón, sino por incontinencia. Porque aquel tal más fácilmente se puede remediar, si hay quien lo persuada lo contrario. Pero al incontinente cuádrale aquel vulgar proverbio que decimos: ¿qué necesidad tiene de beber el que le da la agua a la garganta? Porque si no estuviese desengañado de lo que hace cuando le persuaden al contrario, cesaría; pero teniendo entendido lo contrario, con todo eso no menos lo hace. A más de esto, si en todas las cosas hay incontinencia y continencia, ¿cuál diremos que es el verdaderamente incontinente? Porque no hay ninguno que caiga en todas las incontinencias; y decimos que hay algunas que lo son de veras. Estas dificultades, pues, se ofrecen, de las cuales algunas conviene desatar, y con las demás no hay que tener cuenta, porque el soltar la duda es el hallar la verdad.

 

Capítulo III

 

De cómo acontece ser uno incontinente, entendiendo ser malo lo que hace

 

En el capítulo pasado ha propuesto ciertas cuistiones curiosas y contemplativas que se ofrecen disputar en esta materia de la continencia, y ha dicho cómo unas es bien tratarlas, y otras son de tan poco momento, que es mejor dejarlas. Agora disputa la cuestión primera, si es posible que uno sea incontinente entendiendo lo que hace. Después disputa en qué géneros de cosas se dice uno continente o incontinente. Terceramente, sí es todo uno o son cosas diversas continencia o perseverancia. Todas estas cuestiones son contemplativas y curiosas, pero para el fin de la felicidad no importan mucho.

 

Primeramente, pues, habemos de disputar si obran los incontinentes entendiendo lo que hacen, o si no entendiendo; y si entendiendo, de qué manera lo entienden. Tras de esto, en qué genero o calidades de cosas habemos de decir que consisten el incontinente y el continente; quiero decir si en todo regalo y en todo género de pesadumbre, o particularmente en algunas. Terceramente, si el continente y el perseverante son una misma cosa, o son diversos. Y de la misma manera de todas las demás cosas que son anexas a esta consideración. Es, pues, el principio de nuestra disputa, si por ventura consiste el ser uno continente o incontinente en ejercitarse en tales o tales cosas, o en ejercitarse de tal o tal manera. Quiero decir, si por ventura viene uno a ser incontinente sólo por ejercitarse en tal manera de cosas, o no, sino por lo uno y por lo otro. Tras de esto, si por ventura la incontinencia y la continencia consisten en todas las cosas o no, porque el que del todo es incontinente, no se ejercita en todo género de cosas, sino en aquellas mismas que el disoluto. Ni tampoco se dice incontinente sólo por tratarlas, sea de cualquiera manera (porque sería lo mismo la incontinencia que la disolución), sino por tratarse en ellas de tal particular manera, porque el disoluto déjase vencer de los pasatiempos voluntariamente, pareciéndole que es cosa que conviene siempre gozar de la presente dulzura; pero el incontinente no le parece que es bien hacerlo, y con todo eso lo hace. Para lo que toca, pues, a nuestra razón, todo es uno decir que tienen opinión verdadera de aquellas cosas en que son incontinentes, o que tienen ciencia, porque algunos que tienen opiniones, no dudan de ellas, sino que les parece que lo entienden muy bien y por el cabo. Pues si por creer más, remisamente los que tienen las opiniones que los que tienen ciencia, obran al revés de como entienden, no habría diferencia de la ciencia a la opinión, porque algunos no menos crédito dan a las opiniones que tienen, que otros a las cosas que saben, como Heráclito lo dice claramente. Pero porque saber una cosa se dice de dos maneras, porque el que entiende la ciencia, aunque no use de ella, se dice que la sabe, y también el que se sirve de ella, habrá diferencia del entender y no considerar, y no considerando hacer lo que no conviene, al entenderlo y considerarlo. Porque hacer lo que no conviene, entendiéndolo y considerándolo, parece cosa fuerte y ajena de razón, pero no si lo hace no considerándolo. Asimismo, pues hay dos maneras de proposiciones, bien puede acaecer que, aunque uno las tenga ambas, obre al revés de aquella ciencia, no serviéndose sino de la general y no de la que se toma en parte; porque las cosas particulares son las que se ponen por obra. Hay también diferencia de esto a lo universal, porque lo universal en el mismo que dice se está; pero lo particular en la misma cosa. Es proposición universal, como si dijésemos agora: a todo hombre le es útil la vianda enjuta; y particular, como si dijésemos: este es hombre; o tal o tal vianda es enjuta. Pero si esto es tal o tal, o no lo sabe o, en realidad de verdad, no lo advierte. Entre estas dos maneras hay tanta diferencia, que entenderlo de una manera no causa admiración ninguna, y de la otra sería cosa de admiración que acaeciese. Asimismo el tener una ciencia los hombres se dice de otra manera fuera de las que habemos dicho, porque en aquellos que entienden una ciencia y no se sirven de ella, vemos en el tal hábito dos diversidades, tanto que en alguna manera se puede decir que la tienen y que no la tienen, como el que duerme, y el que está furioso, y también el que está borracho. de esta misma manera, pues, están dispuestos los que están puestos en afectos, porque las iras, enojos y los deseos y concupiscencias de la carne, y las cosas deste jaez, manifiestamente alteran los cuerpos, y aun en algunos causan furias. Es, pues, cosa clara que los incontinentes habemos de decir ser a éstos semejantes. Pero el saber uno bien proponer las razones de una ciencia, no es bastante señal para creer que obrará bien conforme a aquella ciencia, porque aun estos mismos, cuando están en semejantes afectos puestos, hacen demostraciones y citan versos de Empédocles. Y los que ahora, de principio, comienzan de aprender, conciertan bien cierto las razones, pero aún no las entienden, porque han de arraigarse bien en el entendimiento, y para esto es menester tiempo. Habemos, pues, de entender que así como los que representan recitan ajenos pareceres, así también los incontinentes las razones de los otros. Podrá también uno en esto la causa considerar naturalmente, porque una opinión universal y otra de, cosas particulares, de las cuales ya juzga el sentido solamente, cuando de estas dos, pues, una razón se compusiere, de necesidad, en lo contemplativo, ha de afirmar el alma ser así, y en lo activo ponello luego por obra, como, si conviene gustar todo lo dulce, y esto es una de las cosas dulces, de necesidad el que pudiere, y nadie se lo estorbare, lo pondrá por obra juntamente. Pues cuando hobiere una opinión universal que prohíba el gustarlo, y otra que diga que toda cosa dulce es suave, y que ésta es cosa dulce, y es ésta la que manda por ser acaso tal el deseo, la una le dice: de esto has de huir, y la otra, que es el deseo, le mueve a que lo siga, porque bien puede mover por sí cada una de las partes del alma. De manera, que en alguna manera podemos decir que acaece hacerse uno, por la razón y opinión, incontinente, no siendo ellas por sí mismas sino accidentariamente, porque el deseo es el que es contrario a la recta razón, y no la opinión. Y por esto los fieros animales no se llaman incontinentes, porque no tienen opinión universal, sino representación y memoria de las cosas singulares. Cómo, pues, se suelte la ignorancia y torne a ser sabio el destemplado, es la misma razón que del borracho y del dormido, y no es propria deste afecto, la cual razón habémosla de entender de los que tratan la fisiología y naturaleza, de las cosas. Y, pues la última proposición es opinión del sentido y propria de los negocios, esta tal, el que en afecto de intemperancia puesto está, o no la tiene, o de tal suerte la tiene, como si aquel su tener no fuese saberla, sino decirla solamente, como el borracho versos de Empédocles recita, y porque el término menor, ni es universal, ni parece pertenecer a la ciencia, como el universal. Y así parece que acaece lo que Sócrates inquiría, porque la intemperancia no parece que acaece estando presente la que es propria y verdadera ciencia, ni esta tal ciencia se turba con este tal afecto, sino la que consiste en el sentido. De la cuestión, pues, si el intemperante obra sabiendo lo que hace, o si no, y si sabiendo, de qué manera sabiendo, baste lo tratado.

 

El engerir Aristóteles las reglas de lógica con la materia moral, me fuerza a que lo que los ignorantes en lógica no entenderán, lo declare brevemente. Consta, pues un discurso de razón, que llaman silogismo, de dos proposiciones y una conclusión que de ellas se colige. Ya la más general y que comprende más universales sentencias, llámala Aristóteles primera proposición y primer término, y a la que ya particulariza, postrera proposición y postrer término, como si decimos: con cualquier bueno y virtuoso es bien tomar amistad, y pues éste es bueno y virtuoso, bien será tomes amistad con él; aquella sentencia general es primera proposición, la otra que ya particulariza y dice que éste es tal, es la última proposición, y de ambas se colige la conclusión, que conviene tomar amistad con aquel tal. Pocas veces, pues, se hierran las consultas por falta de aquellas primeras proposiciones generales, porque no son muchas, y como hablan en general déjanse entender, pero acerca del particularizar suele haber engaño, y por esto dice bien Aristóteles que saber las proposiciones generales, y no particular no es saber perfecto.

 

Capítulo IV

 

En que se disputa si hay alguno del todo incontinente, o si todos los que lo son lo son en parte, y si alguno del todo lo es, en qué género de cosas lo es

 

En el capítulo pasado propuso Aristóteles tratar ciertas cuestiones acerca de la continencia, y trató las que habemos visto. Agora disputa si hay alguno que en todo género de vicios sea incontinente. Y así divide los deleites en unos de cosas necesariamente obligatorias, como es el comer y beber para vivir, y otros de cosas voluntarias, como son los que proceden de las honras, y declara cómo incontinente, así absolutamente dicho, se entiende en los deleites corporales, pero con aditamento incontinente en el desear honras o haciendas bien se dirá. De modo que el incontinente absolutamente dicho y el disoluto, en unas mismas cosas se emplean, aunque de diferente manera.

 

Tras de esto habemos de disputar si hay alguno absolutamente incontinente, o si lo son todos en parte y, si lo hay, en qué calidad de cosas consiste. Entendido, pues, está que los continentes y los perseverantes, y los incontinentes y los afeminados, consisten en los deleites y pesadumbres. Pero, porque de estas cosas que dan deleite, unas hay necesariamente obligatorias, y otras, en cuanto a sí mismas, voluntarias y subjetas a nuestra elección, pero que tienen en sí gran exceso (llamo necesarias las corporales, como son las cosas de mantenimiento y carnales apetitos, y cosas semejantes que al cuerpo pertenecen, en las cuales pusimos la disolución y la templanza), y otras que no son necesariamente obligatorias, pero dignas de ser por sí mismas escogidas y estimadas, como si dijésemos: la victoria, la honra, las riquezas y otros bienes semejantes y aplacibles cosas; a los que en tales bienes como éstos, contra el uso de la buena razón que tienen, quieren exceder, no los llamamos absolutamente incontinentes, sino, con aditamento, incontinentes en los dineros y en la ganancia, y en la honra y en la saña; pero absolutamente no los llamamos incontinentes, como a personas diferentes de los que son absolutamente incontinentes, y que los llamamos así por cierta semejanza, de la misma manera que decimos el hombre que gana la joya en las fiestas del Olimpo: porque con aquella poquita de adición se distinguió el vocablo común del particular y propio. Pero con todo eso, el absolutamente incontinente diferente es de los otros, como se ve por esta razón: que la incontinencia es vituperada, no solamente como yerro, pero como especie de vicio, ora sea en general, ora en parte, pero de los otros ninguno. Pero de aquellos que se emplean en los usos corporales, en que decimos consiste ser uno templado o disoluto, el que no por propria elección busca los excesos de los deleites y huye los de las cosas tristes y pesadas, como de la hambre, de la sed, del calor y frío, y de las demás cosas que en el tacto y gusto consisten, sino fuera de su elección y parecer, este tal se dice incontinente, no con aditamento en tal o tal cosa, como lo decimos en la cólera, sino así: absolutamente incontinente. Lo cual en esto se conoce: que los que se llaman disolutos, por causa de estas cosas se llaman, y no por ninguna de las otras. Y por esto, ponemos que el incontinente y el disoluto se emplean en un mismo género de cosas, y también el continente y el templado, pero no ninguno de los otros, porque, en cierta manera, consisten en unos mismos deleites y molestias. Pero aunque en unas mismas cosas se emplean, no se emplean de una misma manera, sino los disolutos de su propria elección y voluntad, y los incontinentes sin elección. Por esto decimos ser más disoluto aquel que, sin incitarle sus deseos o, sin incitarle mucho, busca los extremos deleites y huye las molestias moderadas, que no el que lo hace acosado de sus deseos reciamente. Porque ¿qué hiciera este tal si un juvenil deseo le incitara, o alguna fuerte molestia le sucediera en la necesidad de las cosas necesariamente obligatorias? Pero por cuanto en las codicias y deleites hay unos de cosas que, en su género, son buenas y honestas, (porque de las cosas suaves algunas hay que naturalmente son cosas de escoger, y otras contrarias de ellas, y otras medias, como en lo pasado dividimos, como son los dineros, la ganancia, la victoria, la honra), en todas las cosas semejantes y en las que son medias, no son vituperados los hombres ni por sufrillas, ni por deseallas, ni por amallas, sino por errar el cómo y exceder. Por esto, todos cuantos, fuera de razón, se dejan vencer o procuran alguna cosa de las que son naturalmente y de suyo honestas y buenas, son vituperados, como los que procuran más honra de la que les conviene, o procuran para sus hijos o para sus padres, porque éstas también son cosas buenas, y los que las procuran son alabados. Pero con todo eso hay en esto su exceso, como si uno por sus hijos pelease contra los dioses, como cuentan las fábulas de Niobe, o como aquel sátiro que tuvo por sobrenombre Filopator, que es amador de su padre, por el demasiado afecto de amor que mostró para con su padre; porque en aquello se mostraba muy necio. En estas cosas pues, por la razón que habemos dicho no hay maldad, porque cada cosa de estas por sí misma es de apetecer naturalmente, pero lo que en ellas es malo y de aborrecer son los excesos. Pero la incontinencia no es de la misma manera, porque la incontinencia no solamente es de las cosas de que nos habemos de guardar, pero es también de las que vituperamos, aunque, por alguna manera de semejanza del afecto, suelen poner el nombre de la incontinencia a las demás cosas, como cuando dicen de uno que es mal médico o mal representante, del cual así, absolutamente, no dirían que es malo. Pues así como en esto, no porque cada cosa de estas sea maldad, sino por tener alguna proporción de semejanza con las cosas malas, se dice mala, así también habemos de juzgar de la incontinencia, que la continencia y la incontinencia, propriamente, son las que se emplean en lo mismo que la templanza y la disolución; pero de la saña se dice por cierta semejanza, y por esto lo decimos con este aditamento: incontinente en la saña, o en la honra, o en la ganancia.

 

Capítulo V

 

Cómo en las cosas que de su propria naturaleza no son suaves, no se dice absolutamente la incontinencia, sino otra que se llama así por cierta manera de metáfora

 

Por continuación de vicios y falta de doctrina vienen los hombres a olvidarse tanto de quién son y del parentesco que tienen con Dios de donde salieron, que se vienen a tornar bestias, como nuestro celestial poeta lírico lo canta, y aún vienen a hacer cosas que en realidad de verdad las bestias no las harían, como algunos que se encarnizan tanto en la venganza, que abren las entrañas del que quieren mal y le beben la sangre del corazón, no como lo hace el lobo o la comadreja por matar la hambre natural, sino por un endemoniado odio que dentro del alma tienen recocido. Otros toman gusto de ver atarse unos con otros, como lo hacían los romanos; en las fiestas que llamaban de los gladiatores en su lengua, dignos de ser a lo menos en esto gravemente reprendidos, de que gustasen de ver perecer su propria naturaleza allí miserablemente. Otros, dejadas las viandas naturales que Dios crió para el mantenimiento del hombre, se dan a comer carnes de su propria naturaleza, lo que ni aun las bestias crueles no lo hacen (porque el león come de un becerro o de un corzo, mas no de otro león, ni el lobo de otro lobo, ni el perro de otro perro) como lo hacen los caníbales en las Indias, y otras no sólo bárbaras, pero aún bestiales naciones. Otros, dejando el uso natural del macho con la hembra, se dan a bestiales deleites de machos con machos, lo cual ser de extrema malicia lo afirma San Pablo en la epístola que escribe a los Romanos. El abstenerse, pues, de tales brutalidades dice Aristóteles que no se ha de llamar continencia, ni caer en ellas incontinencia, sino por manera de metáfora, sino que su propio nombre es bestialidad o brutalidad.

 

Pero por cuanto hay algunas cosas de su propria naturaleza suaves, y de éstas unas sencillamente suaves, y otras particularmente para algún género, así de animales como de hombres, y otras cosas hay que de su naturaleza no son suaves, sino que o por tener el seso lisiado, o por estar habituados a malas costumbres, o por ser de mala naturaleza de condición, las tienen algunos por suaves, en cada una de éstas se puede hallar hábitos semejantes, digo hábitos y condiciones bestiales, como la de aquella mujer que dice que gustaba de abrir por medio las mujeres preñadas y comérseles las criaturas que llevaban en el vientre como son las cosas, de que dicen que gustan algunas gentes crueles que viven cerca del Ponto Euxinio, de los cuales unos comen las carnes crudas, otros humanas, otros por hacerse mucha fiesta se dan los unos a los otros sus propios hijos a comer en los convites; o como lo que de aquel tirano Falaris se escribe. Tales cosas, pues, como éstas, son bestiales. Otras cosas acaecen a otros por algunas enfermedades, o por furia de cabeza, como aquel que ofreció a su propria madre en sacrificio y después se la comió, o el otro siervo que se comió los hígados de otro compañero suyo. Otros hábitos malos hay que proceden de enfermedades o de mala costumbre, como el arrancarse los cabellos o comerse las uñas, o comer carbones o tierra; asimismo el ajuntamiento de machos con machos. Porque estos tales vicios a unos les suceden por naturaleza, y a otros por costumbre, por haberse mal acostumbrado donde niños. Aquellos, pues, que tales cosas hacen por su mala naturaleza, ninguno cierto dirá que son incontinentes; de la misma manera que a las mujeres nadie las llamará continentes, porque en el carnal ajuntamiento no obren, pues es su naturaleza recibir. Ni tampoco aquellos que por mal hábito están ya como enfermos en aquello, porque el tener cada cosa de estas ya excede los límites de la maldad o vicio, como la misma brutalidad. Y el que tales cosas tiene como éstas, vencer o ser vencido en ellas no se ha de decir absolutamente incontinencia, sino por cierta semejanza, como el que en lo que toca a la saña tiene semejante manera de afecto, no se llama absolutamente incontinente. Porque todo vicio que excede, y toda imprudencia, y toda cobardía, y toda disolución, y toda terriblez de condición, o procede de brutalidad, o de mal temperamento de cuerpo. Porque el que de su naturaleza es de tal condición, que de toda cosa tiembla aunque no sea sino de un chillido de ratón, es cobarde de una brutal cobardía. Otro había que de una enfermedad le había quedado este vicio, que tenía temor de una comadreja. Y entre los imprudentes, los que de su natural condición son ajenos de toda buena razón, y que sólo se rigen por el sentido, son brutales, como algunas naciones de aquellos bárbaros que vienen lejos de nosotros, pero los que son tales por algunas enfermedades, como son la epilepsia o mal de corazón, o la furia, son enfermizos. Acontece, pues, algunas veces que alguno solamente tenga semejante manera de afectos, pero que no sea vencido de ellos, como si dijésemos agora que Falaris se abstuviese del deseo de comerse algún mochacho, o de algún brutal deleite en lo que toca a la carnal concupiciencia. Otras veces acaece que no sólo, lo tienen, pero aún son vencidos de el. De la misma manera, pues, que vicio absolutamente dicho se entiende de aquel que no excede los límites humanos, y cualquier otro se dice, con aditamento, vicio bestial o de enfermedad, pero, así absolutamente, no se dice vicio: está claro que de la misma manera la incontinencia, absolutamente dicha, sola aquella es que se emplea en lo mismo que la disolución humana, y que la otra se dirá incontinencia brutal o de enfermedad. Entendido, pues, está cómo la incontinencia y la continencia consisten solamente en las mismas cosas en que la disolución y la intemperancia, y que en las demás cosas es otra manera de incontinencia que se dice así, no absolutamente, sino por una manera de metáfora.

 

Capítulo VI

 

Cómo la incontinencia del enojo no es tan afrentosa como la de los deseos; de la diversidad de los deleites y vicios de los hombres

 

Ha concluido y demostrado ya Aristóteles cómo propriamente hablando la conciencia y la incontinencia se dicen en los deleites, que no exceden el término de nuestra naturaleza, y que en las demás cosas no se dice sino con aditamento y por cierta manera de metáfora. Agora hace comparación entre la que se dice propriamente incontinencia y la incontinencia del enojo, porque es cosa más acelerada el enojo y que no aguarda del todo la consulta de la razón, y así no está tan en mano de las gentes, y también porque el movimiento de la cólera procede más de la naturaleza. Después, para mejor entender y declarar esto, torna a hacer división de los deleites.

 

Cuán más afrentosa es la incontinencia de los deleites que no la de el enojo, disputaremos agora de presente. Porque el enojo parece que escucha a la razón, pero que no la percibe bien, como los criados que son demasiadamente prestos, que antes de percibir del todo lo que les mandan, corren a ponerlo por obra, y así después hierran lo que hacen. Los perros también, antes de considerar si el que entra es amigo, solamente haga ruido, luego ladran; de la misma manera la saña o enojo, por su calor y presteza natural percibiendo, aunque no lo que le mandan, acelera luego a la venganza, porque o la razón o la imaginación le representó que aquello es afrenta o menosprecio, y la ira o enojo, como cosa ya persuadida que conviene resistir a lo tal, altérase luego; pero el deseo, solamente la razón o el sentido le diga: esto es suave, determinadamente va luego a gozarlo. De manera, que la ira en alguna manera obedece a la razón, pero el deseo, no, y por esto es más vergonzoso. El que es, pues, incontinente en la ira, en alguna manera se puede decir que es vencido de la razón, pero el otro es vencido del deseo y no de la razón. A más de esto, ser uno vencido de los apetitos naturales, más digno es de perdón, pues lo es el ser vencido de los deseos que a todos son comunes y en cuanto son comunes, y la ira es cosa más natural, y también la terriblez de condición, que no los deseos excesivos, y en ninguna manera necesarios, como el que se excusase de haber puesto las manos en su padre, diciendo que también su padre las había puesto en su agüelo y su agüelo en su bisagüelo, y así de allí arriba, y demostrando su hijo pequeñuelo, dijese: también éste cuando venga a ser varón las porná en mí, porque ya esto nos viene de linaje. Y otro, que arrastrándolo su hijo, cuando llegó a la puerta le mandó parar, diciendo que hasta allí no más había él arrastrado al suyo. Asimismo más injustos son los que a traición hacen el agravio, pero el colérico o airado no es hombre que se para mucho a pensar traiciones, ni la misma ira no es cosa oculta, sino harto manifiesta. Pero el deseo es urdidor de traiciones, como dicen que lo es la diosa del amor, como dice Homero que es la correa de la engañosa diosa de Chipre, en la cual hay tales engaños, que deciden muchas veces aun el entendimiento del prudente. De manera que, pues semejante incontinencia es más injusta que la de la ira, será más afrentosa, y será absolutamente incontinencia, y en alguna manera será vicio. También ninguno hace afrenta a otro movido de dolor, pero cualquiera que de airado hace alguna cosa, la hace movido de dolor; mas el que hace afrenta, hácela gustando de hacerla. Pues si aquellas cosas son más injustas, con las cuales enojarnos es más justo, será cierto la incontinencia en los deseos más injusta, porque en la ira no hay deleite. La incontinencia, pues, en los deseos, más afrentosa es que no la de la ira. Entendido, pues, y manifiesto está cómo la continencia y la incontinencia consisten en los deseos y deleites corporales, pero habemos de entender qué diferencias hay de ellos. Porque, como ya lo dijimos al principio, unos deleites hay humanos y naturales, así en su género como en su cantidad, y otros hay brutales, y también otros que proceden de falta de juicio y de algunas enfermedades. En el primer género, pues, de estos consisten la templanza y la disolución solamente. Y por esto a las bestias ni las llamamos templadas ni disolutas, sino por modo de metáfora, si acaso un género de animales difiere de otro en violencia, o en lujuria, o en el comer excesivamente, porque ni tienen elección, ni discurso de razón, sino que son movidos por su naturaleza, como los hombres que están locos, de manera, que la furia o ímpetu de las bestias menos es que el vicio, pero es más de temer, porque en las fieras no está depravado lo mejor como en los hombres, sino que faltó en ellas y no lo hay. Compararlas, pues, con el hombre, es de la misma manera que si uno comparase una cosa viva con otra que no tiene vida, y preguntase cuál de ellas es peor. Porque la falta del que no tiene en sí principio, menos grave siempre es que la del que lo tiene, y el entendimiento es el principio. Hacer, pues, tal comparación es como comparar la injusticia con el hombre injusto, porque cada uno de ellos en alguna manera es peor, pues un hombre malo hará muchos millares de males más que una fiera.

 

Capítulo VII

 

Del continente y del incontinente, del constante y afeminado

 

Ya que ha mostrado cómo la verdadera continencia y la incontinencia consisten en los deleites corporales, compara agora el continente con el constante y el incontinente con el afeminado, y muestra cómo el continente y el incontinente tienen por propria materia los deleites y las cosas suaves: el uno para no derribarse a ellas, no siendo honestas, y el otro para derribarse. Pero el constante y el afeminado las contrarias: el uno para durar en sufrillas, y el otro para dejarse luego caer en el resistillas.

 

Ya, pues, se ha tratado en lo pasado de los deleites del tacto y del gusto, y también de las molestias. Asimismo, de los deseos y abstinencias, en que consisten la disolución y la templanza. Acontece, pues, de tal manera uno estar dispuesto en ellas, que sea vencido de aquellas, en que los más de los hombres suelen vencer, y acontece también vencer en aquellas, en que los más de los hombres son vencidos. De estos dos géneros de hombres, el que en los deleites hace lo primero es incontinente, y el que lo postrero, continente. Pero el que en los dolores y cosas pesadas de sufrir, hace lo primero, es afeminado, y el que lo postrero, llámase constante. Entre estos dos contrarios están de por medio los hábitos de los más hombres, aunque suelen derribarse más a los peores. Pero por cuanto algunos de los deleites son necesariamente obligatorios, y otros no, y otros hasta cierto término lo son, pero los excesos de ellos no, ni tampoco los defectos, y lo mismo es en los deseos y molestias, aquel que en las cosas deleitables, busca los extremos, o en cuanto son extremos, o de su propria voluntad y deliberación, y por causa de ellos mismos, y no por otro fin que de allí resulte, este tal es el disoluto. Porque de necesidad este tal no se ha de arrepentir de ellos, y por esto no tiene remedio, porque el que no se arrepiente, no es capaz de remedio. Contrario deste es el que falta, y el que guarda el medio este es el templado. De la misma manera el que rehúsa las molestias corporales, no por flaqueza de ánimo sino por elección determinada. Pero de los que lo hacen no por voluntad determinada, unos se dejan vencer del mismo deleite, otros por huir la molestia que les da el mismo deseo. De manera, que difieren estos los unos de los otros. Cualquiera, pues, juzgará ser peor el hacer las cosas feas, o no deseándolas, o deseándolas tibiamente, que no deseándolas con afición muy encendida. Y peor es herir a uno no estando airado, que herirlo estando encendido en cólera. Porque ¿qué haría éste tal si estuviese movido del afecto? Y por esto, es peor el disoluto que no el incontinente. De estos dos, pues, que habemos dicho, el primero tiene más muestra de afeminación de ánimo, pero el otro es disoluto. El continente, pues, es contrario del incontinente, y el constante del afeminado, porque la constancia consiste en el resistir y la continencia en el vencer, y el resistir es diferente del vencer, como el no ser vencido del alcanzar victoria. Y por esto, es mis de preciar la continencia que la constancia. Pero el que desmaya en las cosas en que los más resisten y salen con ello, este tal es afeminado y delicado, porque no es otra cosa delicadez sino afeminación de ánimo, como la del que por no sufrir la pesadumbre de levantar la capa, la deja ir rastrando, y pareciendo en la delicadez al enfermo, no le parece que es miserable, siendo tan semejante al que lo es. De la misma manera, pues es en la continencia y incontinencia. Porque no es de maravillar que uno sea vencido de deleites o pesadumbres fuertes y excesivas, antes es de perdonar y haber compasión de el, si resistiendo fue vencido, como aquel Filoctetes en la tragedia de Teodectes mordido de la víbora, o como aquel Cercion en la tragedia Alope de Carcino, y de la misma manera que los que procuran detener la risa, de un golpe la despiden, como le aconteció a Jenofanto. Pero es de maravillar cuando lo es en aquéllas en que los más pueden resistir, y él no es bastante a resistir, no por la naturaleza de su género ni por enfermedad, como acontece a los reyes de los Scitas, que ya de linaje les viene afeminados, o como es la naturaleza de la mujer comparada con la del varón. Parece también disoluto el que es demasiado en el decir gracias y donaires, pero no es sino afeminado, porque el decir donaires es relajación de ánimo, pues es manera de decanso, y el que es demasiado en el decir donaires, es uno de los que en el holgarse siguen exceso. Hay, pues, una manera de incontinencia que es una desenfrenada temeridad, y otra que es flaqueza. Porque unos, aunque hayan deliberado una cosa, no perseveran en lo que han deliberado, por la perturbación del ánimo, y otros, por no consultar bien lo que hacen, se dejan llevar donde los induce su perturbación. Porque así como los que primeramente se mueven, no son después molestados de esta pasión, de la misma manera los que se previenen con el sentido, y miran las cosas primero, y despiertan a sí mismos y a su discurso de razón, no son vencidos de sus afectos, ora sean de deleites, ora de molestia. Pero los que más incontinentes son de desenfrenada incontinencia, son los repentinos y los melancólicos. Porque aquéllos por su presteza y estotros por la fortaleza del afecto, no escuchan razón, por ser muy prontos en seguir sus imaginaciones.

 

Capítulo VIII

 

En qué difieren el disoluto y el incontinente

 

Ya que ha declarado Aristóteles cómo el disoluto y el incontinente consisten en una misma manera de ejercicios y deleites, pero el uno por elección y el otro por perturbación, compara agora estos dos géneros de afectos entre sí, y muestra cuán más malo es ser uno disoluto que ser incontinente. Porque el disoluto yerra en los principios y está persuadido que no hay otro bien sino el vivir sensualmente, y que los que no gozan de aquello no saben qué cosa es vivir, y como cuenta Macrobio de la disolución de Julia, hija del emperador Augusto, y por esto ni tiene arrepentimiento ni remedio, mientras no se desengañare. Pero el incontinente, como no se mueve por elección, sino por perturbación, pasada aquélla reconócese, y reprueba aquel hecho y lo aborrece, y tiene remedio con abstinencias, con evitar las ocasiones y no ir (como dicen) a ferias, do libre mal en ellas. Así compara Aristóteles a los incontinentes con los que tienen mal de corazón, que no les toma sino a tiempos, y a los disolutos con los hidrópicos o tísicos, que llevan el mal a la contina.

 

El disoluto, pues, como habemos dicho, no es capaz de arrepentimiento, porque persevera en su deliberación. Pero el incontinente en alguna manera lo es. Por esto no es así como arriba disputamos, sino que el incontinente es fácil de remediar y curar, pero el disoluto no tiene medio, porque el vicio de la disolución parece al mal de hidropesía y a la enfermedad que padecen los que se hacen tísicos; pero la incontinencia es semejante al mal de corazón. Porque la disolución es mal que dura a la contina, pero la incontinencia a ciertos tiempos. Y, absolutamente hablando, es diferente género de mal la incontinencia que no el vicio, porque el vicio no se conoce, pero la incontinencia conócese. Y de los incontinentes, mejores son los que sin consideración se mueven, que los que alcanzando razón no perseveran en ella, porque a éstos menos perturbación los derribará, y no lo hacen sin consideración como los otros, porque el incontinente es semejante al que fácilmente y con poco vino se emborracha, o con menos que los que se emborrachan vulgarmente. Consta, pues, que la incontinencia no es, absolutamente hablando, vicio, sino en alguna manera por ventura, porque la incontinencia es fuera de elección, pero el vicio es por elección; pero, en cuanto a las obras, semejantes son como dijo Demodoco de los milesios: los milesios no son necios, pero hacen lo mismo que los necios. También los incontinentes no son, cierto, injustos, pero hacen sinjusticias. Pero por cuanto el incontinente es de tal calidad que sigue los excesivos deleites sensuales, no por estar persuadido, sino fuera del uso de su razón, pero el disoluto está persuadido que es cosa que conviene seguirlos; al incontinente puédesele fácilmente persuadir lo contrario, pero al disoluto no porque la verdad conserva el principio, y el vicio lo destruye; y en los negocios es el principio aquello por lo cual se tratan, como en las matemáticas las proposiciones. Porque ni en las matemáticas se demuestran los principios por razón, ni aquí tampoco, sino que la virtud, o natural o adquirida por costumbre, es la que enseña, a sentir bien de los principios. El templado, pues, es el que es tal cual habemos dicho, y el contrario de el es el disoluto. Pero hay otro que, fuera de la recta razón, le turba el afecto, al cual le vence el afecto hasta tanto que no obre conforme a recta razón, pero no, le vence de tal manera que venga a persuadirse que conviene así, a rienda suelta, darse a deleites semejantes; y este tal es el incontinente, y es mejor que no el disoluto, ni es absolutamente malo porque se conserva en él lo mejor, que es el principio. Hay también otro contrario de éste, que es el que resiste y no se deja vencer por el afecto. De lo cual se colige que el hábito deste tal es bueno y el del otro malo.

 

Capítulo IX

 

En qué se parecen y en qué difieren el continente y el terco o porfiado

 

Averiguado está que todo continente es constante, aunque difieren en el respecto el continente y el constante. Pero porque hay personas que en lo que no va conforme a razón, suelen ser tan porfiadas que antes les quitarán las vidas que les desarraiguen la persuasión, a los cuales solemos llamar tercos, o arrimados, o porfiados, pone aquí Aristóteles la diferencia que hay entre el porfiado y el constante, que el constante está firme en lo que le persuadió la buena razón, y el porfiado en lo que le dictó su imaginación. Y así, el constante sabe dar razón de su parecer, pero el porfiado no otra sino porque sí y porque no. Y así, semejante vicio dice Aristóteles ser propio de hombres groseros, rudos y faltos de doctrina, y especialmente si con todas estas faltas están puestos en señorío, son intolerables, porque quieren con su poder ejecutar sus imaginaciones y que sea lo que a ellos les parece, aunque dé voces contra ellos la razón. Lo cual, vemos claramente en los desventurados que siguen la secta mahometana, que por nuestros pecados ha tanto ya que dura, que por su rudeza y ignorancia dan crédito firme a cosas más desvariadas que sueños de enfermos, y mueren por ellas y las defienden con la defensión no humana, que es la buena razón, que con ésta no se pueden defender desvaríos y torpedades semejantes, sino con la defensión bestial, que es la de las armas, con que cualquier cosa mala puede defenderse.

 

¿Es verdad, pues, que cualquiera que en cualquiera razón y en cualquiera deliberación persevera es continente, o el que en la buena? ¿Y diremos que es incontinente cualquiera que no persevera en cualquiera manera de deliberación y de razón? ¿O el que persevera en falsa razón y no buena deliberación, como arriba lo dudamos? ¿O diremos que, accidentariamente, el continente persevera en cualquiera manera de deliberación y de razón, pero cuanto a su propio parecer en la verdadera razón y buena elección y, por el contrario, el incontinente? Porque si uno escoge o procura tal cosa por respecto de tal, aquello por cuyo respecto la procura y la escoge, por sí mismo lo procura y escoge; pero lo otro no, sino accidentariamente, porque aquello decimos absolutamente tal, que es por sí mismo tal. De manera que puede acontecer que en cualquiera manera de parecer el continente esté firme y el incontinente vacile, pero absolutamente se dice tal el que lo hace en el verdadero parecer. Hay, pues, algunos que perseveran firme mente en su propósito, y hay otros, que vulgarmente los llaman arrimados a su propio parecer, o porfiados, como gentes que dificultosamente creen, ni fácilmente se pueden mudar de su propio parecer, los cuales parecen en algo al continente, de la misma manera que el pródigo al liberal, y el atrevido al que es osado; pero en muchas cosas son muy diferentes. Porque el continente no se derriba de su parecer por ningún afecto ni codicia (pues cuando conviniere escuchará razón y se dejará persuadir), pero el arrimado no deja su parecer por razón ninguna; pero deseos admítenlos y muchos de ellos se dejan vencer de los deleites. Son, pues, arrimados o porfiados los que siguen su propio parecer, y los que son faltos de doctrina, y los hombres rústicos. Y los que siguen su propio parecer, hácenlo o por deleite o por molestia, porque se huelgan mucho cuando salen con su intención, si ya después no vienen a desengañarse, y se entristecen si no sale en efecto lo que ellos porfían, como si fuese ordinación. De manera que estos tales más semejantes son al incontinente que no al continente. Otros hay que no perseveran en lo que deliberaron, y no por eso son incontinentes, como aquel Neoptolemo, en la tragedia de Sófocles, llamada Filoctectes, no perseveró en lo que había deliberado, y esto por deleite, pero por deleite honesto; y Ulises habíale persuadido a que mintiese. Porque no todos los que por deleite hacen alguna cosa son disolutos, ni malos, ni incontinentes, sino los que lo hacen por deleites deshonestos. Y, pues, hay alguno de tal condición que se huelga menos de lo que conviene con las cosas corporales, y tal como éste no persevera en la razón, el continente será medio entre este tal y el incontinente. Porque el incontinente no persevera en la razón por alguna cosa demasiada, y estotro por alguna cosa de defecto; pero el continente persevera y no muda de parecer por otra cosa. Pues si la continencia cosa honesta y virtuosa es, de necesidad ambos a dos hábitos contrarios han de ser malos, como en realidad de verdad lo parecen ser. Pero por cuanto el que consista en defecto en pocos hombres y raras veces se halla; así como la templanza solamente parece contraria de la disolución, de la misma manera la continencia parece tener solamente por contraria a la incontinencia. Pero como muchas cosas se dicen tales `por alguna similitud, la continencia del templado también se dice continencia porque, así el continente como el templado, se dicen ser tales por no hacer cosa alguna fuera de 1a buena razón, en lo que toca a los deleites corporales. Pero el continente hácelo teniendo malos deseos, y el templado no teniéndolos. Y el templado es de tal condición, que no le da gusto el hacer las cosas fuera de razón; pero el continente halla deleite en ello, pero no se deja vencer. Son asimismo semejantes el disoluto y el incontinente, aunque son diversos, porque el uno y el otro siguen los deleites corporales, pero el disoluto síguelos persuadido que conviene seguirlos, mas el incontinente no persuadido.

 

Capítulo X

 

Cómo no es posible que un mismo hombre sea juntamente prudente y incontinente

 

Llama el hombre prudentes a los que en lo que toca a las cosas de el, saben de tal manera regirse y granjear las cosas de sus intereses y pretensiones que les salgan como ellos desean. Pero esta más se ha de llamar astucia que prudencia, porque la verdadera prudencia es una de las virtudes, y ninguna virtud tiene compañía con los vicios, pero semejante sagacidad y astucia bien puede hallarse en gente falta de virtud. Y esta es la prudencia de los prudentes y la sabiduría de los sabios, que Dios por Esaías, capítulo treinta y tres, tiene amenazada, que ha de destruir. Porque si prudencia quiere decir providencia en las cosas por venir, ¿cómo son prudentes los que en el prover las cosas venideras echan mano de lo que de hora en hora y de punto en punto lo van dejando, y no es dado cuando ya o es perdido o se va perdiendo, y se descuidan y tienen en poco aquello, que, so pena de ser peores que bestias, han de tener por cierto les ha de durar sin tiempo y sin haber fin eternalmente? Esto es, pues lo que Aristóteles trata en este capítulo, y prueba que ningún incontinente es prudente, coligiéndolo de las proposiciones ya arriba concedidas en la segunda manera de argumentar, de esta suerte: Todo varón prudente es virtuoso, ningún incontinente es virtuoso, luego ningún incontinente es prudente.

 

Pero no es posible que un mismo hombre sea juntamente prudente y incontinente, porque ya está demostrado que el que es prudente, es, juntamente, virtuoso en las costumbres. Asimismo, no se dice uno prudente sólo por entender las cosas, sino también por ponellas por obra. Pero el incontinente no pone por obra lo que entiende. Pero el que es pronto en entender las cosas, bien puede ser incontinente, y por esto parece algunas veces que algunos son prudentes y incontinentes, porque la prontitud difiere de la prudencia de la manera que habemos dicho en las pasadas razones, y en la razón son semejantes, pero en la elección difieren. Pero no difieren como el que sabe la cosa y el que la considera, sino como o el que duerme o está borracho, pero voluntariamente, porque en alguna manera entiende lo que hace y a qué fin, pero malo no es, porque su elección no es buena. De manera que será medio malo y no injusto, porque no hace mal sobre pensado. Porque de los incontinentes uno no persevera en lo que deliberó, y el otro, que es el melancólico, ni aun se puso a deliberar en alguna manera. Parece, pues, el incontinente a una ciudad que determina bien las cosas que conviene, y tiene buenas leyes, pero de ninguna de ellas se sirve, como mordacemente dijo Anaxandrides:

 

Consulta la ciudad lo que conviene,

Y de la ley ningún cuidado tiene;

 

 

 

pero el malo es semejante a la ciudad que se rige por leyes, pero malas y injustas. Consiste, pues, la incontinencia y la continencia en el exceso de los hábitos que entre los hombres se hallan comúnmente, porque el continente persevera más y el incontinente menos de lo que pueden perseverar los hombres comúnmente. De las especies, pues, que hay de incontinencia, más fácil es de curar la de los melancólicos que no la de los que deliberaron bien, pero no perseveran en ello, y más fáciles son de remediar los que son incontinentes de costumbre, que los que de su natural condición, porque más fácilmente se muda la costumbre que la naturaleza. Porque la costumbre por eso es dificultosa de mudar: porque es semejante a la naturaleza, como dice Eveno:

 

La contemplación larga, amigo, digo

Que dura, y con el uso confirmada

Virtud ya de natura trae consigo.

 

 

 

Ya, pues, queda tratado qué cosa es la continencia y qué la incontinencia, qué la perseverancia y qué la afeminación, y cómo se han éstos los unos con los otros.

 

Capítulo XI

 

De las cosas que se dicen del deleite para probar que no es cosa buena

 

Como se ha mostrado consistir la continencia y la incontinencia, y también la templanza y disolución, en lo que toca a los deleites corporales, toma ocasión de aquí Aristóteles para tratar en los capítulos que restan deste libro del deleite, aunque en el último libro trata esta materia de propósito. Pone primero cómo toca al filósofo moral tratar del deleite. Después pone tres diversos pareceres que había acerca del deleite: uno que decía que ningún deleite era bueno, y otro que algunos lo eran aunque no todos, y el tercero, que dice no ser el deleite el sumo bien, y pone las razones en que se fundaban los que decían que ningún deleite era bueno.

 

Toca también al filósofo que trata la disciplina de la república, tratar asimismo del deleite y pesadumbre, porque este es el artífice principal que considera el último fin, conforme a cuya consideración, a cada cosa absolutamente, o buena o mala la llamamos. A más de esto es forzado haber de tratar de ellos, porque habemos presupuesto que la virtud moral y el vicio consisten en pesadumbres y deleites. También el vulgo dice que la suma felicidad trae consigo deleite en compañía. Y de aquí dicen que el bienaventurado se dijo en griego, macarios, de cherin, que significa regocijarse. Hay, pues, algunos que son de opinión que ningún deleite es bueno, ni por sí mismo ni accidentariamente, porque no es todo uno bien y deleite. Otros confiesan que hay algunos deleites buenos, pero que los más son malos. La tercera opinión de otros es que, aunque todos los deleites fuesen buenos, con todo eso no puede ser el deleite el sumo bien. Los que dicen, pues, que ningún deleite hay bueno, fúndanse en estas razones: que todo deleite es sensible generación encaminada a la natura, porque ninguna generación es del mismo género que el fin, como ningún edificar es edificio. A más de esto, el templado huye de los deleites. Terceramente, el prudente procura lo que no le de pena y no lo que le sea suave. Asimismo los deleites son estorbo de la prudencia, y cuanto mayor deleite dan mayor impedimento son, como el deleite de la carnal concupiscencia, en el cual el que está cebado, no puede entender cosa ninguna. Tras de esto no hay arte ninguna que enseñe el deleite, pero todas las cosas buenas son obras de arte. Finalmente, los niños y las bestias siguen el deleite. Los que dicen que no todos los deleites son buenos, estriban en éstas: que hay algunos deleites vergonzosos y afrentosos, y otros perjudiciales, porque muchas cosas de las deleitables causan enfermedades. Pero los que dicen no ser el sumo bien el deleite, persuádense por esta razón: que el deleite no es fin sino generación. Lo que del deleite, pues, se dice, casi es esto en suma.

 

Capítulo XII

 

En el cual se responde y satisface a las sobredichas razones, y se demuestra cómo el deleite es cosa buena

 

En este capítulo muestra Aristóteles cómo los de las opiniones sobredichas no argüían bien, ni colegían sus conclusiones rectamente, porque no distinguían lo bueno como se debe distinguir y como él aquí lo distingue; y el no saber bien distinguir las cosas, es causa de muchos errores en el tratar las ciencias.

 

Pero que no se colija de aquellas razones que el deleite no es bueno ni qué es el sumo bien, entenderlo hemos por esto. Primeramente, pues, lo bueno se dice en dos maneras: uno, absolutamente bueno, y otro, bueno en respecto de alguno; por el consiguiente, también las naturalezas y los hábitos, y por la misma razón, los movimientos y las generaciones, se dirán de la misma manera. Y las que parecen malas, serán absolutamente malas, y para algunos no lo serán; antes, para aquel tal, les serán dignas de escoger. Otras habrá que ni aun a éste le serán, sino por algún rato y poco espacio de tiempo, pero cosas absolutamente de desear no serán. Otras habrá que ni aun deleites no serán, sino que lo parecerán, como las que se hacen con pena por la conservación de la salud, como las de los enfermos. Asimismo, pues, hay dos maneras de bienes: unos que son ejercicios, y otros que son hábitos; los ejercicios que ni inducen al hábito natural, accidentariamente son deleitosos. Es, pues, el ejercicio en los deseos propio del hábito de naturaleza que tiene algún defecto, pues sin pena ni deseo se hallan algunos deleites, como los ejercicios en el contemplar las cosas de que la naturaleza no tiene necesidad. La prueba se ve por esto: que no se huelgan los hombres con una misma manera de cosas suaves cuando se va perficionando su naturaleza y cuando ya está perfecta. Porque cuando está perfeta huélganse con lo que es de veras suave; pero cuando se hincha y se va perficionando, también se huelgan con las cosas contrarias. Porque muchos se agradan de lo agro y de lo amargo, de lo cual ninguna cosa, ni natural ni absolutamente, es suave; y, por la misma razón, no lo serán los deleites de ellos, porque de la misma manera que se han entre sí las cosas suaves, se han también los deleites que proceden de ellas. A más de esto no se colige, de necesidad, que haya de haber otra cosa mejor que el deleite, como algunos dicen que es el fin mejor que la generación, porque ni los deleites son generaciones, ni todos son anejos a generación; antes muchos de ellos son ejercicios y fin, y se hallan, no en los que se hacen, sino en los que gozan; ni tampoco en todas es el fin diverso de ellas, sino en aquellas que inducen a la perfición de la naturaleza. Por esto no se dice bien que el deleite es sensible generación, sino que habemos de decir que es ejercicio del hábito que tenemos conforme a naturaleza, y en lugar de decir sensible, habemos de decir no impedido. Y porque el deleite es propriamente bueno, por eso parece ser generación, porque les parece que el ejercicio es generación, siendo cosa diferente. Pero el decir que son malos los deleites porque algunas cosas deleitosas son perjudiciales a la salud, es lo mismo que decir que algunas cosas provechosas para la salud son perjudiciales para la bolsa. de esta manera, pues, son malas las unas y las otras; pero no por eso son absolutamente malas, pues el estudiar también algunas veces es perjudicial para la salud. De manera que ni impide la prudencia, ni tampoco otro hábito ninguno, el deleite que procede de ella, sino los deleites de cosas diferentes de aquellas, pues el deleite que da el estudiar y aprender da mayor gana de estudiar y aprender. Asimismo, el decir que el deleite no es obra de arte ninguna, es conforme a razón; porque ningún otro ejercicio tampoco es propio de ningún arte, sino de la facultad, aunque el arte de los que hacen olores, y la de los cocineros, parece que es arte de deleite. Y a aquello de decir que el templado huye de los deleites, y que el prudente procura la vida libre de molestias, y que los niños y las bestias procuran los deleites, de la misma manera se responde a todo, porque, pues habemos dicho cómo todos los deleites en alguna manera son buenos, y en alguna no lo son, los niños y las bestias siguen los que en alguna manera no son buenos, y el prudente procura el carecer de la molestia de estos deleites que andan acompañados de deseos y pesadumbres, y son deleites corporales (porque tales son todos éstos), y de los excesos de ellos, por los cuales es disoluto el disoluto. Y por esto el templado huye de deleites semejantes, pues tiene también el templado sus deleites.

 

Capítulo XIII

 

En que se disputa que hay algún deleite que es el sumo bien

 

En el capítulo treceno responde a los que decían, que el deleite no podía ser el sumo bien, y prueba que de necesidad ha de haber algún deleite que sea el sumo bien si hay sumo bien y vida que lo alcance. Porque el sumo bien sumo contento dará, y si sumo contento, sumo deleite, cual es el que gozan los bienaventurados viendo a Dios. Y así esta doctrina es conforme al Evangelio. Todo el hierro en esta materia dice Aristóteles y con mucha verdad, que nace de nuestra sensualidad, que en oír deleite luego nos abatimos al sentido y los deleites sensuales, como si aquellos, solos fuesen deleites y no lo fuesen más deleites y más ajenos de molestias los que a quien las ama dan las cosas del espíritu, como lo vemos palpablemente en los que estudian y en los que se dan a la contemplacióm que ni el daño de la salud del cuerpo, ni la pérdida de sus intereses, es parte para apartarlos del contento que reciben con aquellos ejercicios. Y esto mismo quiso significar Homero en la fábula de las sirenas, que con su dulce canto atraían los hombres a sí y después se los comían. Porque estas sirenas son las ciencias, que a los ingenios verdaderamente liberales de tal suerte emborrachan de dulzura, que les hacen permanecer toda la vida en su compañía y morir en ellas, que es el comérselos. De manera, que bien hay deleites, y muy grandes y muy aplacibles y muy quietos, fuera de los del sentido.

 

Pero todos abiertamente confiesan que la molestia es cosa mala y digna de aborrecer. Porque algunas molestias son absolutamente malas, y otras hay que lo son por ser en alguna manera impedimento. Pues lo que es contrario a lo que es de aborrecer en cuanto es de aborrecer y malo, bueno será, de manera que, de necesidad el deleite ha de ser bien alguno, porque la solución que Speusipo daba, diciendo que el deleite era contrario de la molestia, como lo es lo mayor de lo menor, o de lo igual lo desigual, no vale nada. Porque ninguno dirá que el deleite es como una especie de lo malo. Y el haber algunos deleites malos no es bastante razón para negar que no hay algún deleite sumamente bueno, de la misma manera que el haber algunas ciencias malas no es bastante argumento para concluir que no hay ninguna buena. Antes por ventura de necesidad se coligirá que (pues en cada hábito hay sus propios deleites, que al tal hábito no le hacen ningún estorbo), ora sea la felicidad ejercicio de todos los deleites, ora de alguno de ellos no impedido, este tal será el más digno de escoger, y esto tal es deleite. De manera, que algún deleite habrá sumamente bueno, aunque digamos ser así, que haya muchos deleites absolutamente malos. Y por esto todos tienen por cierto que la vida del dichoso es vida muy suave, y con razón encierran el deleite y lo comprenden en la felicidad, porque ningún ejercicio impedido es perfeto, y la felicidad es una de las cosas perfectas. Por esto el dichoso tiene necesidad de los bienes corporales y de los externos, y también de la prosperidad de la fortuna, porque estas cosas no le impidan. Porque los que dicen que el que está puesto en tormentos, o le suceden muy grandes desventuras, es dichoso, si bueno es, ora lo digan voluntaria, ora forzosamente, no saben lo que dicen. Pero porque se añade la fortuna les parece a algunos, que felicidad y buena ventura es todo una misma cosa, no siéndolo, porque la buena ventura o buena dicha, si demasiada es estorbo para la felicidad, y que por ventura ya no es justo llamarla buena dicha, porque la definición de la buena dicha va dirigida a la felicidad. Y el ver que todos, así bestias como hombres, procuran el deleite, es alguna manera de argumento para entender que el sumo bien es deleite:

 

Porque la fama puesta y celebrada

Por muchos pueblos en jamás perece,

Ni de memorias de hombres es borrada.

 

 

 

Pero porque ni una misma naturaleza, ni un mismo hábito les es a todos el mejor, ni les parece, de aquí procede, que aunque todos procuran el deleite, no todos procuran una misma manera de deleite. Aunque por ventura procuran todos, no la que piensan, ni las que sabrían nombrar, sino todos una misma, porque todas las cosas tienen en sí un rastro de divinidad, sino que se han alzado con este nombre los deleites sensuales, porque encontramos con ellos muchas veces, y participamos todos de ellos. Pues como de solos estos deleites se tiene vulgarmente noticia, por eso les parece a los hombres vulgarmente, que solos aquellos son deleites. Pero es cosa muy clara y manifiesta, que si el deleite no fuese cosa buena y también el ejercicio, que el que es bienaventurado no vivirá vida suave. Porque ¿para qué habría menester este tal al deleite, si no fuese cosa buena? Y aún acontecería que el bienaventurado viviese vida llena de molestias, pues la molestia ni es buena ni mala, pues tampoco lo es el deleite. Y si esto es así, ¿por qué huye de las pesadumbres? Ni aun la vida del bueno sería suave y deleitosa, si no lo fuesen también sus ejercicios.

 

Capítulo XIV

 

De los deleites corporales

 

Ha mostrado ser el sumo bien cosa en extremo deleitosa, y que por esto se puede decir que el deleite es el sumo bien, aunque haya algunos deleites sensuales malos. Por esta ocasión trata en este último capítulo de los deleites sensuales, y declara una muy saludable filosofía, en que muestra de dónde procede que los deleites sensuales siendo malos así emborrachan, y muestra que este mal procede de una falsa aparencia de bien que traen consigo, con que engañan a los mozos mal experimentados, y que todo lo que reluce (como dicen) les parece oro, y también a los hombres melancólicos por su mal hábito de cuerpo, el cual piensan podrán remediar con los deleites corporales.

 

Los que dicen, pues, que hay algunos deleites dignos de escoger en gran manera, como son los honestos, pero no los corporales y los que sigue el hombre disoluto, tienen obligación de tratar de los deleites corporales. ¿Por qué, pues, son malas las molestias contrarias de los deleites corporales? Porque a lo malo lo bueno le ha de ser contrario. ¿O diremos de esta manera, que los deleites corporales necesarios son buenos, pues todo lo que es malo es bueno? ¿O hasta cuánta tasa diremos que son buenos? Porque cuando ni en los hábitos ni en los movimientos hay exceso en lo bueno, tampoco lo hay en el deleite de ellos; pero cuando en aquéllos lo hay, también lo hay en su deleite. Pues en los bienes corporales hay exceso, y el ser uno malo procede de procurar demasiada y excesivamente los bienes corporales, y no por procurar las cosas necesarias, porque todos en alguna manera se alegran con el comer y con el beber y con los deleites de la carne, pero alégranse no como conviene. Pero en la pesadurnbre es al contrario, porque no sólo huye de la excesiva pesadumbre, pero generalmente de toda pesadumbre. Porque la pesadumbre no es contraria del exceso, sino del que procura el exceso. Pero por cuanto, no solamente conviene decir la verdad, pero también declarar la causa de la mentira (porque esto importa mucho para ganar crédito, pues cuando parece conforme a razón aquello, por donde lo que no es verdad parece serlo, es causa que a lo que es verdad se le dé más firme crédito), es bien que digamos qué es la causa por donde los deleites corporales parecen más dignos de escoger. Primeramente, pues, procuran los hombres el excesivo deleite y señaladamente el corporal, por excluir la pesadumbre y los extremos de ella, tomando al deleite, como por medicina para contra ellos. Son, pues, estas unas pesadas medicinas, y procúranlas, por parecerles al contrario de esto. Y por estas dos causas el deleite parece ser cosa no buena, como habemos dicho, porque algunos de ellos son ejercicios de mala naturaleza, que ya donde su nacimiento salió tal, como la de la bestia, o por costumbre, como los ejercicios de los hombres viciosos; y otros porque son medicinas de cosa falta, y el tener ya en ser una cosa, es mejor que no el hacerse, y otras suceden a las cosas ya perfetas; de manera, que accidentariamente son aquéllos buenos. Asimismo, como tales deleites, por ser terribles y subjetos a molestias, no los procuran sino los que no pueden gozar de otros, de manera que ellos mismos se procuran a sí mismos maneras para tener sed de ellos, lo cual, cuando sin perjuicio se hace, no es de reprender, pero cuando con perjuicio, es malo, porque no tienen otras cosas con que puedan deleitarse, y el no tenerlas les es a muchos pesadumbre por su naturaleza. Porque como nos persuaden las razones de los filósofos naturales, siempre el animal padece; y dicen que el ver y el oír es cosa de pesadumbre, sino que no nos lo parece (según ellos dicen), porque estamos ya a ello habituados. De la misma manera los hombres, en la mocedad, por la crecida del cuerpo, tienen la misma disposición que los borrachos, y la misma juventud, de suyo es cosa deleitosa. Pero los que son naturalmente melancólicos, tienen siempre necesidad de medicina, porque el cuerpo de estos tales, por su complexión, siempre está consumiendo, y tienen siempre fuerte el apetito, y el deleite, ora sea contrario, ora cualquiera, si es excesivo, despide la tristeza; y por esto los hombres se hacen malos y disolutos. Pero los deleites que no son anexos a molestia, no tienen exceso. Estos tales proceden de las cosas que, naturalmente y no accidentariamente, son suaves. Llamo accidentariamente suaves las que curan, porque de acaecer que el que sufre a la cosa medicinal que obra algo se cure, de aquí procede que parezca cosa suave. Pero las cosas naturalmente suaves son aquellas que hacen el ejercicio de tal naturaleza. Aunque una misma cosa no siempre no es dulce y aplacible, por no ser sencilla nuestra naturaleza, sino haber en ella cosas diversas, de donde procede ser nosotros corruptibles. De manera que si la una de nosotros hace algo, a la otra naturaleza le viene cuesta arriba, pero cuando a ambas igualmente cuadra, ni parece cosa aplacible la que se hace, ni pesada. Pues si la naturaleza de alguna cosa fuese sencilla, siempre una misma acción le sería muy suave y aplacible. Por esto Dios siempre goza de un mismo y sencillo deleite, porque no solamente el deleite es ejercicio de movimiento, pero aun también de quietud, y aun más consiste el deleite en quietud que en movimiento. Pero la mudanza de todas las cosas, como dice el poeta, es una cosa muy aplacible, por cierta imperfición y falta de natura. Porque así como el hombre malo es fácil de mudar de un parecer a otro, así también es mala naturaleza aquella que tiene necesidad de trastrocarse, porque ni es sencilla, ni moderada en su bondad. Dicho, pues, habemos de la continencia y de la incontinencia; asimismo del deleite y pesadumbre, qué cosa es cada una de ellas, y cómo algunas cosas de éstas son buenas y otras malas. Resta, pues, agora tratar de la amistad.

 

Libro octavo

 

De las éticas o morales de Aristóteles, escritas a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del octavo libro

 

Declarada ya en los libros pasados toda la materia de virtudes y de vicios, la cual para el fin humano, que es la verdadera felicidad (como está mostrado), importa el todo, réstale al filósofo tratar de la amistad, como de cosa muy trillada entre los hombres, y muy necesaria para cualquier género de estado. Que parece haber sido ésta divina providencia para que nos amásemos los unos a los otros, que esta es la voluntad de nuestro Dios, y para que ninguno se ensoberbeciese, que todos los hombres tuviésemos necesidad los unos de los otros, y no hobiese estado de hombres que a otros no hobiese menester. Porque el rey tiene necesidad de sus súbditos para conservar su reino, y los súbditos tienen necesidad de la prudencia del rey para vivir en paz y quietud. Y el rico tiene necesidad del pobre para que le haga sus haciendas, y el pobre del rico para que le mantenga y le dé en qué ganar la vida. De manera que esta nuestra vida es una manera de feria en que, dando y recibiendo, se conserva la humana compañía. Trata, pues, de la amistad varias cosas, como largamente lo veremos, y declara cuán diversas maneras hay de amistad, y qué partes ha de haber en los amigos, y cuál es la perfeta amistad y cuál la lisonjería, y otras muchas cosas dignas de saber.

 

Capítulo primero

 

De la amistad

 

En el Capítulo primero declara cuán necesaria cosa es en la vida humana la amistad para todos los estados. Y aun no sólo para los hombres en particular, pero también para los pueblos comúnmente. Ni hay tierra que no sea inexpugnable, si entre los moradores de ella hay conformidad de voluntades y amistad, ni, por el contrario, hay tierra que no sea fácilmente puesta en servidumbre y cautiverio, si por ella pasa la pestilencia de las disensiones. Después propone las cosas que suelen disputar del amistad, de las cuales unas desecha, como cosas curiosas y ajenas de la disciplina moral, y otras propone de tratar, como anexas a la disputa presente, y necesarias.

 

Tras de esto se sigue el haber de tratar de la amistad. Porque la amistad, o es virtud, o está acompañada de virtud. A más de esto, es una cosa para la vida en todas maneras necesaria, porque ninguno hay que sin amigos holgase de vivir, aunque todos los demás bienes tuviese en abundancia. Porque los ricos y, los que tienen el gobierno del mundo, parece que tienen mayor necesidad de amigos, porque, ¿de qué sirve semejante prosperidad quitándole el hacer bien, lo cual, principalmente y con mayor alabanza, se emplea en los amigos? O, ¿cómo se podría salvar y conservar semejante estado sin amigos? Porque cuanto mayor es, tanto a mayores peligros es subjeto. Pues en el estado de la pobreza y en las demás desventuras, todos tienen por cierto ser sólo el refugio los amigos. Asimismo, los mancebos tienen necesidad de amigos para no errar las cosas, y los viejos para tener quien les haga servicios y supla lo que ellos, por su debilitación, no pueden hacer en los negocios, y los de mediana edad para hacer hechos ilustres, porque yendo dos camino en compañía, como dice Homero, mejor podrán entender y hacer las cosas. Parece, asimismo, que la naturaleza de suyo engendra amistad en la cosa que produce para con la cosa producida, y también en la producida para con la que la produce; y esto no solamente en los hombres, pero aun en las aves y en los más de los animales, y entre las cosas que son de una misma nación para consigo mismas, y señaladamente entre los hombres; de do procede que alabamos a los que son aficionados a las gentes y benignos. Pero cuán familiar y amigo es un hombre de otro, en los yerros se echa de ver muy fácilmente. Y aun a las ciudades también parece que mantiene y conserva en ser amistad, y los que hacen leyes mis parece que tienen cuidado de ella que no de la justicia, porque la concordia parece ser cosa semejante a la amistad. Los legisladores, pues, lo que más procuran es la concordia, y la discordia y motín, como cosa enemiga, procuran evitarlo. Asimismo, siendo los hombres amigos, no hay necesidad de la justicia; pero siendo los hombres justos, con todo eso tienen necesidad de la amistad. Y entre los justos, el que más lo es, más deseoso de amigos se muestra ser. Pero no sólo la amistad es cosa necesaria, mas también es cosa ilustre, pues alabamos a los que son aficionados a tener amigos, y la copia de amigos parece ser una de las cosas ilustres. Muchos, asimismo, tienen por opinión que, los mismos que son buenos, son también amigos. Pero de la amistad muchas cosas se disputan, porque unos dijeron que la amistad era una similitud, y que los que eran semejantes eran amigos. Y así dicen comúnmente que una cosa semejante se va tras de otra semejante, y una picaza tras de otra picaza, y otras cosas de esta suerte. Otros, por el contrario, dicen que todos los cantareros son contrarios los unos de los otros, y disputan de esto tomando el agua de más lejos, y tratándolo más a lo natural, porque Eurípides dice de esta suerte:

 

Ama la tierra al llover

Cuando está muy deseada,

y la nube muy cargada

Quiere en la tierra caer;

 

y Heráclito afirma que lo contrario es lo útil, que de cosas diversas se hace una muy hermosa consonancia, y también que todas las cosas se engendran por contiencia. Otros, al contrario de esto, y señaladamente Empédocles, dijo que toda cosa semejante apetecía a su semejante. Pero dejemos aparte disputas naturales, porque no son propias de esta materia, y tratemos las que son humanas y pertenecen a las costumbres y afectos, como si se halla entre todos los hombres amistad, o si no es posible que los que son malos sean amigos. Ítem, si hay sola una especie de amistad, o si muchas. Porque los que tienen por opinión que no hay más de una especie de amistad, porque la amistad admite más y menos, no se lo persuaden con razón bastante, porque otras muchas cosas que son diferentes en especie, admiten más y menos. Pero de esto ya está dicho en lo pasado.

 

Capítulo II

 

Qué cosas son amables

 

Propuesta la utilidad de la amistad y las dudas que de ella se ofrece disputar, por cuanto procede de amistad, y el amor muévese de la cosa que es amable o digna de amar, trata en el capítulo presente cuáles cosas son amables, y propone tres maneras de ellas: buenas, útiles y dulces, y éstas en dos maneras: unas que son tales de suyo, y otras que, no siéndolo, son tenidas por tales. Después declara cómo en el amor de las cosas que no tienen sentido, no se puede fundar el amistad, por no haber corresponsión de parte de ellas.

 

Pero por ventura se entenderá mejor todo esto, si se entiende y declara qué es lo que es amable. Porque no parece que se ha de amar toda cosa, sino aquella que es digna de amor, la cual es o buena, o suave, o útil. Aunque también parece útil aquello de lo cual procede algún bien o algún deleite, de manera que lo bueno y lo deleitoso serán cosas amables como fines. Pero, ¿es verdad que aman los hombres lo que de suyo es bueno, o lo que a ellos les es bueno? Porque discrepan algunas veces estas cosas. Y lo mismo acaece en las cosas del deleite. Parece, pues, que cada uno ama lo que es bueno para sí, y que lo que es absolutamente bueno, es también absolutamente amable; pero, particularmente a cada uno le es amable porque es bueno para él. Ama, pues, cada uno, no lo que es bueno para sí, sino lo que le parece a él que es bueno, aunque en esto no hay ninguna diferencia, porque aquello tal será aparentemente amable. Siendo, pues, tres los géneros de las cosas por las cuales aman, el amor de las cosas que carecen de alma no se dice bien el amistad, porque no hay en ellas correspondiente amor, ni voluntad del bien de ellas, porque cosa de reír sería que uno dijese que desea todo el bien al vivo, y si desea que se conserve es por gozar de el. Pero al amigo dicen que se le ha de desear todo bien por su propio respecto, y a los que de esta manera desean el bien llámanlos bien aficionados, o bien quirientes, si de parte del otro lo mismo no les correspondo. Porque el amistad es una buena voluntad en los que en ella se corresponden. ¿O ha de añadirse que se sepa? Porque muchos tienen buena voluntad a los que nunca han visto, sino que los tienen en reputación de buenos o de útiles, y lo mismo le puede acontecer a alguno de aquellos tales para con este tal. Manifiesta cosa, pues, es que estos tales se tienen buena voluntad el uno al otro; pero amigos, ¿quién dirá que son, no conociéndose el uno al otro ni entendiéndose las aficiones? Conviene, pues, que el uno al otro se tengan buena voluntad y se deseen todo bien, y que esto lo entienda el uno del otro, y esto por alguna de las razones que están dichas.

 

Capítulo III

 

De las diferencias de la amistad

 

Conforme a la diferencia de cosas amables que ha hecho en el capítulo pasado, hace agora tres especies de amistad en el presente: amistad honesta, amistad útil y amistad deleitosa; y muestra cómo las amistades útiles y deleitosas no son verdaderamente amistades, sino sola la honesta y fundada en la bondad. Y así aquéllas fácilmente se quiebran, como cosas fundadas sobre falso y mudable fundamento; pero la fundada en la virtud es la que permanece. De do sucede que los que en la mocedad parece que eran, como dicen vulgarmente, cuerpo y alma, creciendo la edad y sosegándose aquel juvenil ardor, y cesando los ejercicios de aquél, vienen a desapegarse tanto, que suelen poner admiración a los que no dan en la cuenta de dónde procedía. Y así, al propósito de esto, trata otras cosas muy provechosas a los que les quieran dar oído.

 

Pero difieren en especie estas cosas las unas de las otras, y, por la misma razón, las voluntades y amistades, porque hay tres especies de amistad, iguales en número a las amables cosas. Porque en cada especie de cosa amable hay reciprocación de voluntad sabida y manifiesta, y los que se aman los unos a los otros, de la misma manera que se aman, se desean el bien los unos a los otros. Los que se aman, pues, entre sí por alguna utilidad, no se aman por sí mismos ni por su propio respecto, sino en cuanto les procede algún bien y provecho de los unos a los otros. Y de la misma manera los que se aman por causa de deleite, porque no aman a los que son graciosos cortesanos en cuanto son tales o tales, sino en cuanto les es aplacible su conversación. Los que aman, pues, por alguna utilidad, por su propio provecho quieren bien, y los que por deleite, por su propio deleite, y no en cuanto uno es digno de ser amado, sino en cuanto es útil o aplacible. De manera que accidentariamente son estas tales amistades, porque el que es amado no es amado en cuanto es tal que merezca ser amado, sino en cuanto sacan de el algún provecho los unos y algún deleite los otros. Son, pues, estas tales amistades de poca dura y fáciles de romper, no perseverando entre sí ellos semejantes, porque luego que dejan de serles aplacibles o fructíferos, ellos también dan fin a la amistad. Y la utilidad no dura mucho, sino que unas veces es una y otras otra. Perdido, pues, aquello por lo cual eran amigos, también se deshace la amistad, como cosa que a aquello iba encaminada. Tal amistad, como ésta, señaladamente, parece que se halla en hombres viejos, porque estos tales no buscan ya lo apacible, sino lo provechoso, y también en aquellos de media edad, y en aquellos mozos que procuran mucho su propio interese. Pero estos tales no duran mucho en compañía, y aun algunas veces los unos a los otros no se aplacen, ni tienen necesidad de semejante conversación, si no son útiles, porque entre tanto son aplacibles, que tienen esperanza de algún bien. Entre estas amistades cuentan también el hospedaje. Pero la amistad de los mancebos parece que procede del deleite, porque éstos viven conforme a sus afectos y procuran mucho lo que les da gusto, y lo presente. Pero, como se va mudando la edad, también se van mudando los deleites, y se hacen diversos, y por esto los mancebos fácilmente toman amistades y fácilmente las dejan, porque la amistad se va también mudando, como las cosas deleitosas, y semejante deleite tiene fácil la mudanza. Son, pues, los mancebos muy prontos para amar, porque la mayor parte del amor procede de afecto y deleite, y por esto aman, y fácilmente desisten, mudando de amistades, dentro de un día, muchas veces. Estos tales, pues, huelgan de pasar los días y vivir en compañía de sus amigos, porque de esta manera alcanzan lo que ellos en la amistad pretenden. Pero la perfeta amistad es la de los buenos, y de los que son semejantes en virtud, porque estos tales, de la misma manera que son buenos, se desean el bien los unos a los otros, y son buenos por sí mismos. Y aquellos son verdaderamente amigos, que a sus amigos les desean el bien por amor de ellos mismos. Porque, por sí mismos, y no accidentariamente, se han de esta manera. El amistad, pues, de estos tales es la que más dura, que es mientras fueren buenos, y la virtud es cosa durable, y cada uno de ellos es absolutamente bueno, y también, bueno para su amigo, porque los buenos son absolutamente buenos y provechosos los unos a los otros, y de la misma manera dulces y aplacibles. Porque los buenos absolutamente son aplacibles, y también aplacibles entre sí, porque cada uno tiene sus propios ejercicios, que le dan gusto, los que son tales cuales él, y los ejercicios de los buenos son tales como ellos, o semejantes a ellos. Con razón, pues, tal amistad como ésta es la que dura, porque contiene en sí todas las cosas que ha de haber en los amigos, porque toda amistad, o es por causa de algún bien o algún deleite, que absolutamente lo sea, o a lo menos para aquel que ama, y por alguna semejanza. Los que son, pues, amigos en esta amistad, todo lo que está dicho tienen por sí mismos; pues las demás amistades son a ésta semejantes. Porque lo que es absolutamente bueno también absolutamente es aplacible, y estas cosas son las que más merecen ser amadas. En estos tales, pues, consiste el amar y la amistad, y la mejor de las amistades. Ni es de maravillar que tales amistades como éstas sean raras, porque hay pocos hombres tales cuales ellas los quieren. A más de esto, tienen necesidad de tiempo y de comunicación, porque, como dice el vulgar proverbio, no se pueden conocer los unos a los otros sin que primero hayan comido juntos las hanegas de sal que se dicen, ni aceptarse el uno al otro, ni darse por amigos, hasta que el uno al otro le parezca ser digno de amor y se fíe de el. Pero los que de presto traban amistad entre sí, quieren, cierto, ser amigos, pero no lo son si no son dignos de amor, y el uno del otro entiende que lo es. La voluntad, pues, de amistad fácilmente se concibe, pero el amistad misma no. Es, pues, el amistad perfeta la que con el tiempo y con las demás cosas se confirma, y en la cual concurren todas estas cosas, y en donde a cada uno le procede lo mismo de parte del amigo, que al otro de parte de el. Lo cual ha de haber en los amigos.

 

Capítulo IV

 

Cómo solos los buenos son por sí mismos y absolutamente amigos, y los demás accidentariamente

 

No contiene este capítulo nueva materia ni disputa, sino que declara más lo que ha propuesto en el pasado, y prueba sola la amistad de los buenos ser absolutamente y de veras amistad, y las otras sólo en la aparencia, en cuanto tienen algo que parece a las amistades de los buenos.

 

Pero la amistad que se toma por cosas de deleite, tiene alguna muestra del amistad de los buenos, porque también los buenos son los unos a los otros aplacibles. Y lo mismo es en la que se toma por respecto de alguna utilidad, porque también los buenos son los unos a los otros provechosos. Entre tales, pues, entonces duran más las amistades, cuando del uno al otro procede cosa igual, como si dijésemos igual deleite, y no sólo esto, pero también cuando procede de lo mismo, como acontece entre los graciosos cortesanos, y no como acaece entre el amador y el amado. Porque éstos no se deleitan con unas mismas cosas, sino que el enamorado se huelga de ver al que ama, y, el amado de los servicios que le hace el amador. Pero estragada aquella hermosura, muchas veces también se deshace la amistad, porque ni al enamorado le es aplacible la vista, ni el amado recibe ya los servicios que solía. Aunque muchos también perseveran en el amistad, si acaso en la contratación se han conocido ser de costumbres semejantes, y de ahí han venido a amarlas. Pero los que en los amores no procuran el deleite, sino el provecho y interese, menos amigos son y menos en el serlo perseveran. Y los que por el interese son amigos, en cesar el interese dan también fin a la amistad, porque no eran amigos entre sí, sino de aquel provecho. Por causa, pues, de algún deleite o de algún provecho, bien puede acaecer que los malos sean amigos entre sí, y aun los buenos de los malos, y otros de cualquier manera. Pero por sí mismos, cosa cierta es que solos los buenos pueden ser amigos, porque los malos no se agradan los unos de los otros, sino que algún provecho se atraviese de por medio. Y sola la amistad de los buenos está libre de chismerías, porque ninguno fácilmente creerá lo que otro le diga de aquel que por largo tiempo lo tiene experimentado. Y más que en estos tales se halla el fiarse, y el jamás hacerse agravio, y todas las demás cosas que en la amistad verdadera se requieren; pero en las demás amistades no hay cosas que impidan el acaecer cosas semejantes, pues llaman los hombres amigos también a los que lo son por interese, como lo hacen las ciudades (porque las ligas de los pueblos parece que se hacen por la utilidad), y también a los que lo son por deleite, como lo hacen los niños. Aunque también, por ventura, nosotros los habremos de llamar a los tales amigos, y hacer varias especies de amistad: una, la que lo es principal y propriamente, que es la de los buenos, en cuanto son buenos, y las otras por cierta semejanza, porque en cuanto contienen en sí algún bien y semejanza, en tanto son amigos. Porque la cosa deleitosa buena es para los que son aficionados al deleite. Aunque estas dos cosas no conciertan mucho, ni unos mismos son amigos por utilidad y por deleite, porque las cosas que accidentariamente son tales, no conforman mucho en uno. Partiendo, pues, el amistad en estas especies, los malos serán amigos por deleite, o por provecho, pues son en esto semejantes, pero los buenos serán amigos por sí mismos, porque éstos en cuanto son buenos son absolutamente amigos, pero los otros accidentariamente, y en cuanto quieren remedar a los buenos en alguna cosa.

 

Capítulo V

 

En que se muestra quién se ha de decir amigo, y qué se requiere haber en las amistades de los buenos

 

En el capítulo quinto declara haber dos maneras de amistades: una en hábito, cual es la de los ausentes, y otra en acto, como la de los que se conversan amigablemente y comunican. Trata asimismo de la absencia de los amigos.

 

Pues así como acontece en las virtudes, que unos se llaman buenos según los hábitos, y otros según los ejercicios, de la misma manera acontece también en el amistad, porque los amigos que en compañía viven, huélganse unos con otros y comunícanse sus bienes. Pero los que duermen o están, absentes no obran cierto, pero están aparejados para obrar amigablemente, porque la distancia de los lugares no deshacen absolutamente y del todo la amistad, sino el uso de ella. Pero si la absencia dura mucho, parece que hace poner en olvido la amistad, por lo cual se dice, comúnmente, que el silencio ha deshecho muchas amistades. Los viejos, pues, y los hombres muy severos no parecen aptos Para tratar amistad, porque en los tales hay poco deleite, y ninguno hay que pueda tratar larga conversación con el triste ni con el que ningún gusto da, porque nuestra naturaleza parece que huye lo más que puede de lo triste, y, apetece lo suave y deleitoso. Pero los que los unos a los otros se recogen, pero no viven juntos de compañía, mas parecen a los bien aficionados que a los amigos, porque no hay cosa que tanto confedere la amistad, como el vivir en compañía. Los necesitados, pues, apetecen el provecho, pero el comunicarse aun los mismos bienaventurados lo apetecen, porque a estos tales no les conviene la vida solitaria, y comunicarse unos con otros no es posible no siendo aplacibles ni holgándose con unas mismas cosas, lo cual parece ser propio de la virtud de la amistad. El amistad, pues, de los buenos (como ya muchas veces está dicho), es la que es más de veras amistad, porque lo que es absolutamente bueno o aplacible, parece que es digno de amarlo y de escogerlo, y a cada uno lo que para él es tal, y el bueno esle de amar al bueno por estas ambas a dos causas. Parece, pues, la afición o amor de los amigos al afecto, y la amistad al hábito. Porque el amor y afición no menos lo ponemos en las cosas que de ánima carecen, pero los hombres correspóndense en el amor por elección de su propria voluntad, y la elección procede del hábito. Asimismo, los amigos desean el bien a sus amigos por respecto de ellos mismos, no por afecto de pasión sino por hábito, y amando al amigo, aman también el bien propio, porque el buen amigo, bien es de aquel a quien le es amigo. De manera que cada uno de ellos ama su propio bien y paga en la misma moneda (que dicen) a la voluntad y al contento que recibe del amigo. Porque la amistad se dice ser una manera de igualdad, lo cual, señaladamente, se halla en las amistades de los buenos.

 

Capítulo VI

 

En que se prueba no ser posible ser uno perfectamente amigo de muchos, y se declara que tales son las amistades de los que puestos están en señorío

 

En parte reitera lo que ha dicho en el pasado de los viejos y de los hombres de mucha gravedad. Después da las razones por donde no es posible que uno sea amigo de muchos perfetamente, porque, como está dicho, la perfeta amistad requiere tales experiencias y tales cosas, que no se pueden bien sacar en limpio en muchos, por ser cosas que requieren largo tiempo.

 

Pero en los hombres demasiadamente graves y en los viejos no se halla tan fácilmente el amistad, porque son menos tractables ni se huelgan tanto con las conversaciones. Porque estas cosas parecen ser propias del amistad, y las que la traban y conservan, y por esto los mancebos fácilmente toman amistad y, no los viejos, porque ninguno se hace amigo de aquellos con quien no se huelga. Y, por la misma razón, ni con los demasiadamente graves. Estos tales, pues, dícense ser aficionados en voluntad los unos a los otros, porque desean todo bien, y se, comunican y valen en las necesidades; pero amigos no son mucho, por no conversarse ni holgarse los unos con los otros, en lo cual parece que consiste principalmente el amistad. No es posible, pues, que uno sea amigo de perfeta amistad de muchos, así como tampoco es posible amar juntamente a muchos, porque esto parece cosa de extremo, la cual no se puede emplear sino en uno solamente. Ni es cosa fácil que muchos a uno le agraden de veras, ni aun por ventura que sean buenos. Hase de hacer también experiencia de ellos, y conversar con ellos, lo cual es muy dificultoso. Pero por vía de utilidad y de deleite bien se puede aplacer a muchos, porque los que de estas cosas se agradan, son muchos, y estos tales servicios en poco tiempo se hacen. de estas amistades, pues, mas lo parece ser la que procede de cosas deleitosas, cuando procede una misma manera de deleite del uno para el otro, o se huelgan el uno con el otro, o con unos mismos ejercicios, como son las amistades que entre sí toman los mancebos, porque en éstas resplandece la generosidad, que no en las que se fundan en utilidad, que son amistad de tenderos. Y los bienaventurados y prósperos no tienen necesidad de las cosas útiles, pero tienen la de las cosas deleitosas, pues les agrada el vivir en conversación con algunos, y las cosas de molestia poco tiempo las sufren. Ni aun el mismo bien no habría quien a la contina lo sufriese, si pesado a él le fuese. Y por esto procuran tener los amigos aplacibles. Convernía, pues, que los buscasen buenos, pues los buenos son tales, y también para ellos lo serían, porque de esta manera habría en ellos lo que ha de haber en los amigos. Pero los que están en señorío puestos, parece que tienen las amistades repartidas, porque unos amigos tienen que les son útiles y otros que aplacibles; pero amigos que lo uno y lo otro tengan, no los tienen, porque no buscan amigos que en virtud les sean aplacibles, ni útiles en las honestas, sino buscan amigos que les sean aplacibles con gracias cortesanas, procurando el deleite, y los útiles quieren los que sean prontos para hacer lo que se les mande. Y estas cosas no se hallan juntamente en uno. Pero el bueno ya está dicho que es útil y aplacible. Pero el que está puesto en alto grado de fortuna no tiene tales amigos como éstos, si ya también no tiene alto quilate de virtud, porque si no lo tiene, no iguala conforme a proporción el excedido, aunque estos tales no acostumbran mucho a serlo. Las amicicias, pues, sobredichas consisten en igualdad, porque el mismo bien procede del uno para el otro, que del otro para el otro; y lo mismo que el uno al otro desea, también el otro al otro; a lo menos, uno en cuenta de otro, truecan y reciben como deleite en lugar de provecho. Ya, pues, está dicho que estas son menos firmes amistades, y que duran menos. Y aun parece que, en realidad de verdad, no son amistades, sino que lo parecen por alguna semejanza y diferencia que con una misma cosa tienen, porque, por la semejanza que con la virtud tienen, parecen amistades, pues la una contiene en sí deleite y la otra provecho, ambas las cuales cosas se hallan también en la virtud. Pero en cuanto ésta carece de sospechosas murmuraciones y es durable, y las otras fácilmente se deshacen, y en otras muchas cosas difieren de ella, por la diferencia que entre ellas y ésta hay, no parecen amistades.

 

Capítulo VII

 

De la amistad que consiste en exceso

 

Ha tratado de la amistad igual; agora viene a tratar de la amistad que se atraviesa entre personas superiores y inferiores en la dignidad, como entre padres y hijos, señores y súbditos, patrones y ahijados; por lo cual la llama amistad que consiste en exceso, y en la cual no procede lo mismo de los unos para los otros, que de los otros para los otros; la conservación de esta amistad dice que consiste en que entienda cada uno de ellos las cosas que de su parte ha de hacer para conservarla y las ponga por obra. Como el hijo al padre, la mujer al marido, el súbdito al señor, le debe obediencia, fidelidad y amor, y el padre al hijo mantenimiento de alma y de cuerpo, y el señor al súbdito conservación de sus cosas en paz y sosiego, y otras muchas cosas que sería largo recitarlas de una en una. Pues cuando de ambas partes se guarda lo que se debe, dura y resplandece mucho esta amistad. Pero si por alguna de ellas quiebra, muchos escándalos se ofrecen.

 

Mas hay otra especie de amistad, que consiste en exceso, como entre el padre y el hijo, y, generalmente, entre el más anciano y el más mozo, entre el marido y la mujer, y entre cualquiera que manda y el que le es subjecto. Estas dos especies de amistad difieren entre sí la una de la otra, porque no es la misma el amistad que los padres tienen con los hijos que la que los señores con los súbditos, ni tampoco es la misma la que tiene el padre con el hijo que la que el hijo con el padre, ni la que el marido con la mujer que la que la mujer con el marido, porque la virtud y oficio de cada uno déstos es diverso, y también lo son las cosas por las cuales se quieren bien los unos a los otros, y por la misma razón lo serán las voluntades y amistades. No procede, pues, lo mismo del uno para el otro que del otro para el otro, ni tampoco se requiere que proceda; pero cuando los hijos hacen los cumplimientos con sus padres que deben hacer con quien los engendró, y los padres hacen por sus hijos lo que tienen obligación de hacer por ellos, el amistad dentre ellos es durable y buena. Y, a proporción de esto, en todas las demás amistades que consisten en exceso, ha de ser la voluntad de esta manera: que el superior sea más amado que no ame, y el más útil, y cada uno de los demás de la misma manera. Porque cuando la voluntad conforma con la dignidad, entonces, en alguna manera, se halla la igualdad, lo cual parece ser propio de la amistad. Pero lo igual no es de la misma manera en las cosas justas que en el amistad, porque en las cosas justas, aquello parece principalmente ser justo, que se distribuye conforme a la dignidad de cada uno, y tras de esto lo que consiste en cantidad. Pero en el amistad, al revés, aquello es principalmente justo, que consiste en cantidad, y tras de esto lo que consiste en dignidad, por lo cual se ve claro si del uno al otro hay gran distancia en virtud, o en el vicio, o en la prosperidad de la fortuna, o en alguna otra cosa; porque de allí adelante ni son amigos, ni se precian de serlo, lo cual se ve claramente en los dioses, porque éstos exceden muy mucho en todo género de bienes. Véese también claramente en los reyes, de los cuales los que son muy inferiores en dignidad no se tienen por dignos de ser amigos, ni menos de los que son muy buenos y muy sabios los que de ningún valor ni precio son. En estos tales, pues, no se puede poner cierto término hasta el cual hayan de llegar los que les han de ser amigos, porque aunque falten muchas cosas, no por eso se pierde el amistad; pero si es mucha la distancia, como es la de Dios al hombre, ya no permanece. Y por esto, se duda si es verdad que los amigos desean a sus amigos los mayores bienes, como es agora verlos hechos dioses, porque ya no les serían más amigos, y por la misma razón ni bienes para ellos, porque los amigos bienes son para el amigo. Pues si es verdad lo que se, dijo, que el amigo ha de desear el bien al amigo por causa del mismo amigo, conviene que el amigo persevere en el mismo estado que el otro amigo esté, y así le deseará los bienes que a un hombre le pueden suceder más aventajados, y aun por ventura no todos, porque cada uno quiere más los bienes para sí.

 

Si Aristóteles hobiera gustado del amor de Dios y hobiera alcanzado el Evangelio, por cierto tengo yo no escribiera lo que en este capítulo escribió de la amistad de Dios, ni dijera que lo más alto en dignidad es más amado que ama. Acontece ello, cierto, así acá bajo entre nosotros por nuestra miseria y por el amor demasiado que a nosotros mismos nos tenemos, que el que más ha menester a otro le ama más, o a lo menos lo finge por su necesidad, y aquel que le parece que muchos lo han menester, casi hace adorarse, y muestra hacer poco caso y tener poca cuenta con aquellos que tienen de el necesidad. Pero en Dios y en las criaturas celestes no es así, sino que así como Dios es infinito en perfeción, así es infinito el amor que tiene a sus criaturas, lo cual se echa bien de ver en las inefables mercedes que tiene hechas a los hombres y nos hace cada día. Y entre las criaturas celestiales (como escribe Dionisio en el libro de la celestial jerarquía), los que de más alto grado son, como los serafines, tienen más ardiente el afecto del amor. De manera que, en parte, es verdad lo que Aristóteles dice que lo más perfeto es más digno de ser amado, y en parte es mentira, en decir que lo que más perfeto es ha de amar menos, porque el amar es afecto de la bondad, y así, do mayor bondad hay, allí ha de haber mayor amor. Y si un hombre puesto en señorío estuviese persuadido ser verdad esto que aquí Aristóteles escribe (como en realidad de verdad lo están algunos), ¿qué cosas les vernían a su deseo, en lo que toca a ajenas honestidades y intereses, que no le pareciese estarle bien, considerada su dignidad, ejecutarlas? De lo cual cuánto mal vendría a la república y cuán de veras se desataría esta excesiva amistad de que aquí trata, cualquier prudente lo entiende. Y así, en esto no se ha de dar crédito al filósofo, que habló como hombre.

 

Capítulo VIII

 

En que se muestra cómo el amistad lisonjera consiste más en ser uno amado que en amar

 

Pone la diferencia que hay entre la verdadera amistad y la de los que se huelgan de que los lisonjeen, y muestra cómo la verdadera amistad consiste en amar, trayendo por ejemplo el amor de madre para con los hijos; y la amistad lisonjera más en ser amado que en amar, la cual amistad no se halla sino entre tales personas cuales pintó el cómico latino en el Eunuco, en persona de Traso y Gnaton: quiero decir entre necios arrogantes y taimados lisonjeros.

 

Pero hay muchos que, por su arrogancia, desean más ser amados que no amar, y por esto hay muchos amigos de lisonjeros, porque el lisonjero es amigo de más bajo quilate, o a lo menos fingese serlo, y que ama más que no es amado. Porque el ser amado parece cosa muy vecina del ser honrado, lo cual muchos lo apetecen. Aunque no parece que apetecen la honra por sí misma, sino accidentariamente, porque muchos se huelgan de que los que están puestos en señorío los honren, y esto por la esperanza que de allí les nace: que confían que recabarán de ellos lo que quieren menester. Agrádales, pues, la honra, como señal que han de librar bien. Pero los que desean que los buenos y sabios les hagan honra, quieren confirmar la buena opinión en que están puestos. Huélganse, pues, éstos de ver que son buenos, dando crédito al juicio de los que lo dicen. Pero huélganse con ver que son amados por solo esto mismo. Y así parece que el ser amado es cosa de mayor valor que el ser honrado, y que el amistad por sí misma es cosa de preciar y desear. Aunque parece que el amistad más consiste en el amar que no en el ser amado, como se ve claro en las madres, que se deleitan en querer bien a sus hijos, porque algunas de ellas dan sus hijos a criar a otras mujeres, y con todo eso los aman entendiendo lo que hacen, ni se les da mucho que de ellos no sean amadas, si lo uno y lo otro no es posible, sino que se tienen por contentas de verlos bien librados, y los aman aunque ellos, por no conocerlas, no puedan hacer con ellas los cumplimientos que deben. Consistiendo, pues, más de veras el amistad en el amar, y siendo alabados los que son aficionados a tener amigos, parece que la virtud de los amigos es amar de modo que, aquellos amigos en quien esto se hace como debe, son firmes amigos, y el amistad de ellos dura mucho. Y de esta manera, aunque sean de desigual calidad, serán amigos, porque vernán a igualarse, y la amistad no es otra cosa sino una igualdad y semejanza, y señaladamente la de los que son semejantes en virtud, porque como son personas firmes y perseveran consigo y con los otros, y ni tienen necesidad de cosas ruines ni dan favor para ellas, antes (que lo quiero decir de esta manera) las prohíben. Porque es propio oficio de buenos ni errar ellos ni permitir que sus amigos den favor a cosas malas; pero los malos no tienen en sí firmeza ni seguridad ninguna, porque ni aun a sí mismos no perseveran semejantes, y en poco rato se hacen amigos, deleitándose con su común ruindad. Pero los amigos útiles y los aplacibles más espacio de tiempo duran, que es mientras los unos a los otros deleite dieren o provecho. Pero el amistad que de cosas contrarias se hace más particularmente parece que es la que se toma por el provecho, como es la que hay entre el pobre y el rico y entre el ignorante y el sabio, porque cada uno, en cuenta de aquello que apetece y se conoce tener necesidad de ello, da otra cosa. A esta misma amistad se puede reducir la que hay entre el enamorado y la persona amada, y entre el hermoso y el feo, y por esto muchas veces dan mucho que reír los enamorados, pretendiendo que tanto han de ser amados, cuanto aman ellos. Y si ellos tuviesen igualmente partes para serlo, por ventura tenían razón de pretenderlo; pero no teniendo en sí cosa que de preciar ni de amar sea, es cosa de risa pretenderlo. Aunque por ventura un contrario no desea otro contrario por sí mismo, sino accidentariamente, sino que su deseo es alcanzar el medio, porque en éste consiste el bien. Como agora lo seco no apetece hacerse húmedo, sino venir al medio, y de la misma manera lo caliente y los demás. Pero dejemos esto aparte, que es fuera de propósito.

 

Capítulo IX

 

De la amistad civil

 

Ya se dijo al principio ser el amistad cosa tan general que, no solamente comprendía a los hombres, pero aun también a las ciudades, y aun a los reinos y provincias. Declarada ya, pues, el amistad que entre los hombres. particularmente se atraviesa, viene a tratar de la que hay entre las ciudades, la cual por eso se llama amistad civil. Primeramente, pues, declara cómo el amistad, la justicia y estas cosas semejantes, no son cosas que tienen en sí mismas el ser absolutamente, sino que todo lo que son lo refieren a otrie. Y de aquí procede que lo que referido a uno es justo, comparado con otro es injusto, y hacer por uno obliga la ley de amistad lo que por otro, o no tanto, o no nada. Después demuestra cómo la civil compañía y la amistad es amistad útil, y comprende en sí todas las otras compañías.

 

Parece, pues (como ya dijimos al principio), que el amistad y lo justo consisten en unas mismas cosas y personas, porque en cualquier comunidad parece que hay alguna manera de justicia y también muestra de amistad, porque los que van en una misma nave navegando, se llaman los unos a los otros amigos, y los que son en un mismo ejército soldados, y de la misma manera en todas las otras compañías, y en tanto hay entre ellos amistad, en cuanto hacen una misma compañía. Porque está bien puesto lo justo, y también aquel vulgar proverbio que dice ser todo común entre los amigos, porque en la compañía se funda el amistad, y los hermanos y amigos todo lo tienen común, pero los demás tienen conocido y repartido lo que es suyo, aunque unos más y otros menos, porque también hay en las amistades más y menos, y aun las cosas justas tienen entre sí alguna diferencia, porque no es una misma manera de cosas justas las que se atraviesan entre padres y hijos que las que entre hermanos, ni tampoco hay las mismas leyes de justicia entre los amigos que entre los ciudadanos, y de la misma manera en los otros géneros de amigos, ni las cosas justas y injustas entre cada unos déstos son las mismas, sino que crecen y admiten aumento cuando a los amigos se refieren, porque más grave crimen es defraudar en el dinero al amigo, que no al ciudadano, y peor es no socorrer al hermano que al extranjero, y poner las manos en el padre que no en cualquier otro. Puede, pues, lo justo acrecentarse juntamente con el amistad, como cosas que consisten en lo mismo y se extienden igualmente. Todas las compañías, pues, tienen manera de partes de la compañía civil, porque todos se ajuntan por respecto de alguna cosa que les cumple, y por haber algo de lo que es menester para la vida. Y aun la civil compañía o contratación donde su principio parece que procede y persevera por causa de lo útil, porque a esto enderezan las leyes los legisladores, y aquello dicen ser justo que a todos conviene comúnmente. Las demás compañías, pues, pretenden particular manera de provecho, como los marineros el provecho que se saca del arte del navegar, como es dinero o otra cosa tal; los soldados el provecho que se saca de la guerra, apeteciendo, o el dinero, o la victoria, o el señorío de alguna ciudad, y de la misma manera los perroquianos y vecinos de un mismo pueblo. Aunque algunas compañías parece que se juntan por algún deleite, como los que hacen danzas o convites, porque éstos por hacer fiesta y holgarse se juntan. Todas, pues, estas tales compañías parece que debajo de la compañía civil se comprenden. Porque la civil compañía no solamente procura la utilidad Presente, pero también la que es menester para todo el discurso de la vida, haciendo sacrificios y ajuntamientos para ellos, honrando a los dioses y procurándose sus descansos con contento, porque los antiguos sacrificios y ajuntamientos parece que se hacían después de las cogidas de los fructos como primicias, porque en este tiempo estaban más desocupados. Todas las compañías pues, parecen partes de la compañía civil, y a cada una de ellas le es anexa semejante manera de amistad.

 

Capítulo X

 

Cómo hay tres maneras de república, y otros tres géneros de república viciosa

 

Aunque no es propio deste lugar tratar del gobierno de república, porque aquí no se trata sino de los principios de ella, que son las virtudes, con todo eso, como trata de la amistad civil, y ésta no se puede bien entender sin entender las diferencias de la república, pónelas aquí brevemente, las cuales más al largo entenderemos en los libros de República. Pone, pues, tres maneras de gobernar república, reino, aristocracia, que quiere decir gobierno de buenos, y la que rigen los que son de más hacienda. Y con mucha razón pone por mejor de todas el reino, porque en las otras maneras de gobierno que de tiempo a tiempo se mudan, la diversidad de condiciones de los que rigen suele destruirlas. Pero así como es la mejor, está también subjeta a la peor de las mudanzas, que es a la tiranía, cuando el rey quiere hacer en todas las cosas su voluntad, y quiere que aquella valga por ley, aunque sea contra buena razón y contra justicia, y, en fin, cuando viene a persuadirse que la república es para él y no él para la república. Pero esto en los libros de República se tratará más largo.

 

Hay tres maneras de gobierno de república, y otras tantas de mal gobierno y vicioso, que son como destruición de aquellas otras. Son, pues, los gobiernos buenos éstos: el reino, la aristocracia, y el tercero, el que se hace y escoge conforme a la facultad que cada uno tiene de hacienda, la cual llamarla timocracia (que quiere decir gobierno de hacienda) no parece propria manera de decir, pero los más suélenla llamar gobierno de república. De todas estas tres maneras de gobierno, la mejor es el reino, y la peor la timocracia. Pero el vicio y perdición del reino es la tiranía, porque el uno y el otro son monarquías, aunque difiere mucho la una de la otra, porque el tirano no mira más de sus propios intereses y provechos, pero el rey mira mucho por el bien y provecho de sus súbditos, porque aquel que para conservar su estado no es bastantemente poderoso, y no hace ventaja a los demás en todo género de bienes, no es rey, y el que todo esto tiene, no tiene necesidad de ninguna cosa, de manera que nunca terná cuenta con sus propias utilidades, sino con el bien y utilidad de sus vasallos, porque el que de esta condición no es, más parece hombre elegido por suerte, que no rey. Pero la tiranía es al contrario de esto, porque no tiene cuenta con procurar otra cosa sino sus provechos, y así, es cosa muy manifiesta ser la peor manera de gobierno, porque lo que es contrario de lo mejor, aquello es lo peor. Suélese, pues, mudar de reino en tiranía, porque la tiranía es vicio de la monarquía, y el que es mal rey hácese tirano. Pero del otro gobierno, que se dice aristocracia, por falta de los que gobiernan se suele mudar en oligarquía, cuando los que gobiernan reparten las cosas de la república fuera de la dignidad de cada uno, y se lo toman todo, o lo más de ello, para sí, y unos mismos tienen siempre los cargos de la república y precian, sobre todo, el hacerse ricos. Mandan, pues, los que son pocos y malos, en lugar de los mejores. Pero de la timocracia suélese venir a la democracia (que es gobierno popular), porque son estas dos maneras de gobierno muy vecinas la una de la otra, porque también la timocracia quiere ser gobierno de muchos, y todos los que hacienda tienen son iguales. Pues de los malos gobiernos de república, el menos malo es el gobierno popular, porque se aleja poco de su especie de república. de estas diversas maneras, pues, se mudan señaladamente las repúblicas, porque de esta manera es poca y fácil la mudanza. Pero en las cosas puede quien quiera ver una semejanza y casi ejemplo de ellas, porque la contratación que el padre tiene con los hijos, tiene manera y muestra de reino, porque el padre tiene cuidado de los hijos, y por esto, Homero llama a Júpiter padre, porque el reino quiere mostrarse gobierno paternal. Pero, entre los persas, el paternal gobierno es tiranía, porque se sirven de los hijos como de esclavos. Es también tiránico gobierno el del señor con los esclavos, porque en él no se busca ni hace sino el provecho del señor. El gobierno, pues, del señor parece recto, pero el paternal que los persas usan es errado, porque los diversos estados de personas han de tener también diversa manera de gobierno. Pero la contratación del marido y la mujer representa la aristocracia, porque el marido, como su dignidad lo requiere, manda, y manda en las cosas que a su gobierno tocan, pero las cosas que cuadran y son dadas a la mujer, a ella las remite. Pero si el marido se requiere entremeter en todo y regirlo todo, inclínase a la oligarquía, porque hace cosas contra su dignidad, y no como superior. Otras veces mandan las mujeres, por ser ellas las herederas de sus padres y personas ricas; de manera que no va el regimiento de la casa conforme a virtud, sino por riquezas y poder, como en las oligarquías. Pero la contratación de los hermanos parece a la timocracia, porque, fuera de que difieren en la edad, son iguales en lo demás, y por esto, si en la edad son muy diversos, ya no tienen amistad de hermanos entre sí. Pero la democracia o gobierno popular, señaladamente se muestra en las casas donde no hay señores, porque allí todos viven a lo igual, y también en las que el señor es hombre de poco valor y cada uno tiene liberta de hacer lo que quisiere.

 

Capítulo XI

 

De la manera de amistad que hay en cada género de gobierno de república

 

A qué propósito ha hecho mención de las diferencias del gobierno de república, que de suyo tocaba a otro genero de argumento, declara en el capítulo presente, que es para tratar de la amistad civil, la cual no es todo una sino en cada género diversa. Propone, pues, qué manera de amistad ha de ser entre el rey y los súbditos, entre el padre y los hijos, y dice que ha de ser amistad de exceso, y asimismo entre el varón y la mujer, que es la que corresponde a la aristocracia. Pero en la timocracia, donde muchos viven en igualdad, hay amistad de compañeros. En las viciosas maneras de gobierno no hay ninguna verdadera amistad, y menos en la tiranía, que es la peor de todas.

 

Pues en cada género de estos de república, tal manera de amistad hay, cual es la justicia que se guarda en ella. Porque el amistad que hay entre el rey y los vasallos, consiste en el exceso del hacer las buenas obras, porque el rey ha de hacer bien a sus vasallos, pues si es buen varón, toma cuidado de ellos para que vivan como buenos, como tiene un pastor de su ganado. Y por esto, Homero llama Agamemnón pastor de pueblos. De la misma manera es el amistad paternal, aunque difiere en la grandeza de las buenas obras, porque el padre es causa de lo que parece ser el mayor de los beneficios, que es el ser, y del darles de comer, y instruirlos en doctrina, y lo mismo se atribuye a los agüelos y bisagüelos, porque, naturalmente, el padre tiene señorío sobre los hijos, y los agüelos sobre los nietos, y el rey sobre los súbditos. Estas amistades, pues, consisten en exceso, y por esto los padres son honrados. Y entre los padres y los hijos no hay la misma manera de justicia, sino la que cada uno merece según su dignidad, y de esta manera se conserva el amistad entre ellos. La misma manera de amistad hay entre el marido y la mujer, y también en la república regida por los buenos, que se llama aristocracia. Porque en ésta al que es mayor en virtud se le da el mayor bien, ya cada uno lo que es conforme a él, y de la misma manera se guarda lo que es justo. Pero el amistad de los hermanos es como la de compañeros, porque son iguales y casi de una edad, y los tales son casi de unas mismas costumbres y aficiones por la mayor parte. Semejante a esta amistad es la que se halla en aquel gobierno de república que llamamos timocracia, porque en ésta los vecinos pretenden ser iguales y hombres buenos, y mandar en parte y por igual, y así, de la misma manera es el amistad. Pero en los viciosos gobiernos de república, así como se guarda poca justicia, así también hay poca amistad, y menos en la peor manera de gobierno, porque en la tiranía poca o ninguna amistad se trata, porque donde no hay comunicación entre el que manda y el que es mandado, tampoco puede haber entre ellos amistad, pues ni tampoco entre ellos hay justicia, sino que se habrán como el artífice y el instrumento, o como el alma y el cuerpo, o como el señor y el esclavo, porque estas cosas reciben alguna utilidad de los que se sirven de ellas; pero con las cosas que vida no tienen no hay amistad, ni tampoco justicia, ni aun con el caballo o con el buey, ni tampoco con el siervo, en cuanto es siervo, porque no hay comunicación, porque el siervo es un instrumento animado, y el instrumento un siervo sin alma. Pues con el siervo, en cuanto es siervo, no hay amistad, sino en cuanto es hombre, porque parece que hay alguna justicia en todos los hombres, para con cualquiera que pueda participar de ley y de contrato, y así, en cuanto es hombre, puede participar de amistad. En las tiranías, pues, poca justicia y poca amistad se halla, pero en las democracias o gobiernos populares mucha, porque los que son iguales, muchas cosas tienen iguales.

 

Capítulo XII

 

De la amistad que hay entre los compañeros, entre los parientes y entre los de una familia

 

Hace comparación entre estas amistades, que ha propuesto en el capítulo pasado, y declara cómo algunas más se han de llamar compañías que amistades, como las de los que van juntos un camino. Propone asimismo cómo naturalmente más ama el padre al hijo que no el hijo al padre, lo cual parece proceder de la continuación de la especie, porque de padre a hijo va la sucesión de ella y no de hijo a padre. Declara también las causas por donde entre los hermanos ha de haber amistad, y cómo cuanto más se van alejando estas causas, menos hervor tiene esta amistad. Últimamente trata de la amistad de entre el marido y la mujer, la cual muestra en orden de naturaleza haber sido primero que la civil, como principio de ella.

 

Toda amistad, pues, como está dicho, consiste en compañía. Aunque de aquí apartaría alguno el amistad de los parientes y la de las compañías. Pero las amistades que consisten en ser de una misma ciudad, y de una misma perroquia, y en ir en una misma nave, y todas las demás que son deste jaez, más manera de compañía tienen, que de amistades, porque parecen amistades por alguna manera de proporción, que con las que realmente lo son tienen. A las mismas también reduciría alguno el amistad que hay entre los huéspedes. Pero el amistad de los parientes parece que tiene diversas especies y maneras, y que proceden todas de la paternal, porque los padres aman a los hijos como a cosa que es parte de su sustancia, pero los hijos a los padres como a cosa de donde han procedido, y así los padres saben mejor que aquéllos han de ellos procedido, que los hijos haber procedido de ellos, y más conjunto es aquello de donde algo procedió a lo que procedió de allí, que lo que procedió al que lo hizo y engendró, porque lo que procede es lo propio a aquello de donde procede, como el diente o el cabello, o cualquiera cosa semejante, es propria al que la tiene, pero aquello de do procede, no es propio de ninguno de ellos, o a lo menos no tanto. Y también por la longitud del tiempo, porque los padres donde luego aman a sus hijos, pero los hijos a los padres, andando el tiempo, cuando vienen a alcanzar juicio y entendimiento. De aquí se entiende la causa por qué aman más las madres, porque los padres aman a sus hijos como a sí mismos, porque los que de ellos han procedido son como otros ellos apartados; pero los hijos a los padres como cosas de quien han procedido. Mas los hermanos quiérense bien entre sí, en cuanto han procedido de unos mismos padres, porque la unión que tienen con los padres les hace que entre sí sean también unos. Y por esto, se dice comúnmente: son de una misma sangre, de un mismo tronco, y otras cosas de esta manera. Y aunque son cosas apartadas, en cierta manera son todos una misma cosa. Importa también mucho para el amistad el haberse criado juntos, y el ser casi de una edad, porque el igual se huelga con su igual, y los que se conversan son amigos, y por esto el amistad de los hermanos es como la de los muy familiares. Pero los primos y los demás parientes por estos mismos se ajuntan, pues se tratan por ser de una misma cepa descendientes. Hay, pues, unos de ellos más cercanos y otros más apartados, según que más o menos al principal tronco son cercanos. Tienen, pues, los hijos con los padres amistad, y también los hombres con los dioses, como con cosa que es su bien, y que les excede, porque les han hecho los mayores bienes que hacerse pueden, pues son causa de su ser y del criarlos, y también del ser instruidos, cuando son ya crecidos, en doctrina. Esta manera, pues, de amistad más dulzura y más utilidad tiene que la de los extranjeros, tanto cuanto más común es entre ellos el vivir. Y todo lo bueno que hay en la amistad de los muy familiares lo hay también en la de los hermanos, mayormente si son hombres de bien, y, universalmente hablando, en la de los que son semejantes en condición, y tanto más cuanto son más propios entre sí, y criados juntos donde su nacimiento, se aman los unos a los otros, y cuanto más se conversan los que son hijos de unos mismos padres, y se crían juntos, y juntos aprenden letras y doctrina. Y de la misma manera, la experiencia que de sí se tienen, de largo tiempo adquirida, importa para esto mucho y es muy segura. En los demás parientes, a proporción de esto, se han de juzgar las cosas de amistad, pero entre el varón y la mujer parece que consiste naturalmente el amistad, porque el hombre, de su naturaleza, más inclinado es al ajuntamiento del matrimonio que al de la república, y en tanto es primero la casa que la ciudad, en cuanto es más necesaria, y el engendrar hijos es cosa común a todos los animales. Los demás animales, pues, para sólo esto hacen compañía, pero los hombres no sólo para engendrar hijos se ajuntan, pero también para prover los demás menesteres de la vida, porque luego se reparten los oficios, y así el varón como la mujer tienen los oficios diferentes. Haciendo, pues, cada uno de ellos su propio oficio, se valen el uno al otro, en lo que a los dos toca comúnmente. Y por esto también, en esta manera de amistad, parece haber utilidad juntamente con dulzura; y si el marido y la mujer son personas de virtud, también por la misma virtud será aplacible, porque cada uno de ellos tiene su propria virtud, con que el uno y el otro recibirán contento. Aunque el sello y nudo désta son los hijos, y por esto, los que hijos no tienen, más fácilmente se apartan, porque los hijos son bienes comunes de los dos, y lo que es común ase de ambas partes. Pero el inquirir cómo se ha de tratar el marido con la mujer y, generalmente, cómo un amigo con otro, parece ser lo mismo que inquirir en qué consiste lo justo, porque no es toda una la justicia que se ha de guardar con el amigo que la que con el extraño, ni la que con el compañero es la misma que la que con el condiscípulo.

 

Capítulo XIII

 

De las faltas que hay en el amistad útil

 

Hace comparación entre estos tres géneros de amistades, que ha propuesto, y muestra cómo el amistad que se funda en sola utilidad es más subjeta a quejas que ninguna de las otras, o por mejor decir sola ella lo es subjeta, y da bastantes razones para ello.

 

Siendo, pues, tres las maneras de amistades, como dijimos al principio, y habiendo en cada una de ellas amigos que consisten en igualdad, y otros que en exceso (porque de la misma manera toman entre sí los buenos amistad, y el mejor con el no tan bueno, y de la misma manera los que su amistad fundan en deleite) y también por su propria utilidad los que en ella son iguales, y los que diferentes, conviene que los que consisten en igualdad se igualen así en el amarse como en lo demás, pero los que consisten en exceso, hanse de tratar conforme a la proporción del exceso y ventaja que se hacen. En sola la amistad, pues, que se funda en el provecho, se hallan quejas y reprensiones, o a lo menos más en ésta que en las otras, lo cual, es conforme a la razón, porque los que en virtud fundan su amistad, están prontos para hacerse bien los unos a los otros, porque éste es el propio oficio de la amistad que se funda en la virtud. A más de esto, los que en el hacerse bien andan a porfía, no están subjetos a quejas ni a contiendas, porque con el que le ama y le hace bien ninguno hay que esté mal, antes si agradecido es, procura de volverle el galardón. Y el que en el hacer bien a otro se aventaja, pues alcanza lo que deseaba, no se quejará por eso de su amigo, pues el uno y el otro apetece lo que es bueno. Tampoco se hallan muchas quejas en el amistad fundada en el deleite, porque el uno y el otro lo que deseaban alcanzan juntamente, si con su común conversación se huelgan, porque el que se quejase de otro que no le da contento su conversación, daría bien que reír, pues está en su mano no conversar con él. Pero el amistad que se funda en el provecho es muy subjeta a quejas, porque como se valen el uno al otro por el provecho, siempre tienen necesidad de más, y les parece que tienen menos de lo que habrían menester, y se quejan de que no alcanzan todo lo que habrían menester, siendo de ello merecedores, y los que les hacen bien no pueden hacer tanto por ellos, cuanto habrían menester los que lo reciben. Parece, pues, que así como hay dos maneras de justicia, una que no es escrita y otra puesta por ley, así también hay dos maneras de amistad fundada en provecho, una moral y otra legal. Entonces, pues, andan más las quejas, cuando no en la misma manera de amistad se hacen y deshacen los contratos. El amistad legal, pues, consiste en cosas ya determinadas, y una de ellas hay, que es la más abatida de todas, cuando no se trata sino a daca y toma, otra hay que es más ahidalgada, cuando se trata de tiempo a tiempo, pero de tal manera, que queda en claro qué han de dar y por razón de qué. En esta manera, pues, de amistad, claro y manifiesto está lo que se debe, aunque en lo que toca a la paga amigable dilación admite. Y por esto, algunos déstos no tienen pleitos ni contiendas, sino que les parece que son dignos de amar los que en el contratar guardan y mantienen su palabra. Pero el amistad moral no consiste en cosas determinadas, sino que lo que da lo da como amigo, o en cualquiera otra manera, pero no rehúsa de recibir otro tanto o más por ello, coma si no lo hobiera dado, sino prestado. Pero si no le vuelven tanto como dio, quejarse ha, lo cual, procede de que todos o los más aman las cosas ilustres, pero antes echan mano de las útiles; y el hacer bien no por recibir otro tanto, es ilustre cosa, pero el recibir buenas obras es cosa provechosa. El que puede, pues, ha de galardonar las buenas obras que recibió conforme a la dignidad de ellas, y esto con mucha voluntad, porque al que forzosamente hace el bien no le habemos de tener por amigo, como a persona que yerra en los principios, y recibe bien de quien no conviene recebirlo, pues no lo recibe de amigo, ni del que procura serlo. Habemos, pues, de descoser el amistad con estos tales como con los que tratamos y recebimos provechos en cosas determinadas. Y ha de constar ser poderoso para dar el galardón, porque del que no puede, aun el mismo que le hizo la buena obra, no quiso galardón. De suerte que si poder tiene, ha de volver el galardón. Pero al principio hase de mirar bien, quién es el que hace la buena obra y en qué, para que vea si las tales obras debe aceptarlas o no. Pero hay disputa si se ha de ponderar la buena obra conforme al provecho que de ella se les siguió al que la recibió y conforme al tal provecho galardonarla, o por el contrario, conforme a la buena voluntad y afición del que la hizo. Porque los que reciben las buenas obras, siempre dicen que los otros hicieron por ellos cosas que les eran fáciles de hacer, y que de otros muchos pudieran recebirlas, casi apocando las buenas obras y disminuyendo con palabras. Pero los que las hacen, por el contrario, dicen que han hecho por ellos cosas muy grandes, cuales de otrie no pudieran recibir, y en tiempos peligrosos o en otras semejantes necesidades. Pues si esta manera de amistad consiste en provecho, el provecho del que recibe la buena obra, será la medida y regla de ella. Porque éste era el que tenía la necesidad de ella, y a éste le favorece con fin de recibir otro tanto de el. Y así tan grande fue el servicio, cuan provechoso fue al que lo recibió, y ha de galardonarle tanto, cuanto bien halló en el tal servicio, y aun algo más, porque esto es cosa más ilustre. Pero en las amistades fundadas en virtud, ninguna queja hay. Pero la elección del que hace la buena obra parece ser la medida y regla de ella, porque la potestad y señorío de la virtud y costumbre, consiste en la elección.

 

Justicia no escrita llama aquí Aristóteles la ley natural, la cual, consiste en las cosas, a que nos obliga naturaleza, como es a defender la vida, a amar los hijos, a buscar el mantenimiento necesario, y a las demás cosas sin las cuales el estado de nuestra vida no se podría conservar. Y así, para estas tales cosas o es menester ley puesta por escrito. Pero las demás cosas que no traen esta necesidad, para que sean obligatorias, han de estar mandadas por la mayor potestad, que es por el pueblo o por el que tiene las veces y poder del pueblo, que es el rey, o el supremo magistrado. Y así, con la justicia legal compara la amistad útil, sin la cual no pueden pasar los hombres, que es la de la contratación de los unos con los otros. Porque así como la ley escrita habla de casos particulares, así esta amistad consiste, no en todo género de comunidad, sino en particulares y tales o tales tratos y intereses, y con la natural la amistad útil donde unos hacen por otros esperando galardón, pero no se especifica tanto, ni cuanto, ni en qué. Y ésta dice ser la más generosa de las amistades que consisten en provecho.

 

Capítulo XIV

 

De las quejas que se hallan en las amistades que consisten en exceso

 

Ya nos ha mostrado, cómo en las verdaderas amistades, que son las fundadas en virtud, no se hallan quejas ni sospechas, ni tampoco en las fundadas en deleite, pues está en mano de cada uno apartarse el día que la conversación no le diere gusto, y que sólo en las amistades útiles se hallan quejas, por querer más los hombres para sí los provechos que para los otros, si ya la virtud no rige bien este apetito. Pero todo esto ha sido dicho de las iguales amistades y que entre personas que la una a la otra no se exceden mucho, se atraviesan. Agora trata de las quejas que se hallan en las amistades que consisten en exceso, las cuales dice acaecer cuando el uno al otro se defraudan en lo que propio es de cada uno. Lo cual se hace cuando el superior disminuye la utilidad al inferior, o el inferior no hace la honra que debe al superior. Y así, para que el amistad entre el superior y el inferior dure, conviene que el inferior dé honra al superior, y el superior ampare y defienda la utilidad del inferior, lo cual en el buen tiempo de la república romana los romanos guardaban muy bien en aquellas amistades que guardaban mucho los que ellos en su lengua llamaban patrones y clientes.

 

También se ofrecen disensiones en las amistades que consisten en exceso, porque cada uno de ellos pretende que ha de tener más de lo que tiene, y cuando esto acontece, rómpese el amistad, porque el más principal pretende que es cosa que le cumple tener más, porque al bueno se le debe lo más. De la misma manera, el más útil también presume que ha de tener más, porque dicen que el que no sirve de nada, no es bien que iguales partes lleve, porque sería eso cosa de hombres alquilados y no de amistad, si lo que de la amistad procede no se reparte conforme al trabajo que pone cada uno. Porque les parece que así como se hace en las compañías de mercaderes, que los que más dinero ponen llevan mayor parte del provecho, así se ha de hacer también en lo que toca a la amistad. Pero el necesitado y el inferior pretende al contrario, porque dice que el oficio del buen amigo es favorecer a los amigos necesitados. Porque ¿de qué sirve, dicen, ser amigo de un bueno o de un poderoso, si no habéis de sacar de el algún provecho? Y parece que cada uno de ellos tiene razón en lo que pretende, y que conviene que a cada uno de ellos le toque mayor parte de aquella amistad, pero no de un mismo género de cosas, sino al superior le ha de proceder mayor parte de la honra, y al necesitado del provecho, porque el premio de la virtud y de la beneficencia es la honra, pero el socorro de la necesidad es la ganancia. Lo cual parece ser así en las administraciones y gobiernos de república, porque al que ningún provecho hace a la comunidad, no se le hace honra ninguna. Porque al que hace bien al común, se le ha de dar lo que es común, y la honra es lo común, ni se compadece que uno juntamente se haga rico con lo común, y sea honrado, porque ninguno hay que sufra que le den en todas las cosas lo peor y lo que es menos, y así al que en su dinero recibe perjuicio, dásele la honra, y al que no es benigno en el dar dánsele dineros. Porque lo que se reparte conforme a la dignidad de cada uno, como está ya dicho, es lo que iguala y conserva el amistad. Y así se ha de conversar con los desiguales de tal manera, que el que recibe de otro algún provecho, o en el dinero, o en la virtud, le dé al tal por galardón la honra, dándole la que pudiere; porque la amistad no requiere lo que cada uno merece, sino que se contenta con lo que cada uno puede. Porque no se puede hacer en todo lo que se merece, como en las honras que se hacen a los dioses y a los padres, a los cuales nadie puede honrar como ellos merecen ser honrados. Pero el que en el hacer servicios hace lo que le es posible, parece que al oficio de bueno satisface. Y así parece que no se sufre que el hijo pueda desechar al padre, pero el padre sí al hijo, porque el hijo ha de pagar siempre como aquel que debe, porque por mucho que haga nunca satisface a lo que debe, y así siempre le es deudor al padre; pero aquellos a quien se debe, poder tienen para desechar, y así lo tiene el padre. Aunque ninguno parece que renuncia su propio hijo, sino cuando el tal es extremadamente malo, porque a más de la natural amistad que entrellos se atraviesa, es inhumanidad negar a ninguno su favor, pero de lo que los hombres deben huir, o a lo menos no procurarlo, es de dar favor a uno que es malo y perverso, porque recibir bien quien quiera lo desea, pero del hacerlo huyen como de cosa sin provecho. Pero en fin, de esto basta lo tratado.

 

 

Libro nono

O morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del nono libro

 

No es menos, dicen vulgarmente, el saber conservar lo ganado, que el ganarlo. Por esto Aristóteles, después de haber tratado en el libro pasado de cómo y con quién se ha de tomar amistad, y de las diferencias de amistades, en el presente libro trata de las cosas que se requieren para la conservación de la amistad, y de lo que está obligado a hacer un amigo por otro, del amor propio, que es la principal causa de los agravios y males, del número de los amigos que tan grande ha de ser, cuál tiempo es más acomodado para los amigos, el de la próspera fortuna o el de la adversidad, y otras cosas muchas como estas, muy provechosas y aplacibles.

 

Capítulo primero

 

En que se declara qué manera de cosas son las que conservan la amistad

 

Casi todo lo que este capítulo contiene está ya antes declarado y es como una recopilación de lo dicho. Declara en él cómo la conservación de las amistades consiste en entender cada uno lo que está obligado y debe hacer en ley de aquella amistad que trata y poner lo tal por obra, y que el dejarlo de hacer es deshacer el amistad, y que finalmente la disolución de la amistad sucede cuando en ella no se alcanza lo que se pretendía, y esto en cualquier diferencia de amistad.

 

En todas las amistades diferentes en especie, lo que conserva la tal amistad es la proporción, como ya está dicho, como en la compañía y contratación civil se le da al zapatero por un par de zapatos el premio conforme a su merecimiento, y de la misma manera al tejedor y a todos los demás. En tales cosas, pues, como éstas, está ya puesto el dinero como por común medida, y todo se refiere a él y él lo tasa todo. Pero en el amistad de los enamorados algunas veces el amador se queja de que, amando él en extremo, no es recompensado con amor; y acontece ser esto así por no tener el tal cosa alguna por donde merezca ser amado. Otras veces el amado se queja de que, habiéndole hecho primero el amador largas ofertas, agora no hace nada de lo prometido. Tales cosas como estas acaecen cuando el amador ama al amado por su deleite, y el amado al amador por su provecho, y no sucede al uno y al otro lo que pretendía. Porque como el amistad era por esto, deshácese el amistad cuando no sucede aquello por cuya causa se amaron. Porque estos tales no se amaban el uno al otro, sino lo que habla en el uno y en el otro, que eran cosas no firmes ni seguras, y así ni tampoco lo eran las amistades de ellos. Pero el amistad de los hombres virtuosos, como cosa que en sí misma se funda, permanece, como ya está dicho arriba, aunque también discordan cuando al uno y al otro les suceden las cosas diferentemente que pensaban, y no lo que apetecían; porque el no alcanzar lo que se pretende es lo mismo que no hacer cosa ninguna, como el que prometía premio al músico de cítara, y que cuanto mejor cantase mayor se lo daría, y al otro día, de mañana, cuando le pidió las ofertas, le respondió que ya le había dado un gusto en pago de otro. Si ambos, pues, pretendieran el deleite, quedaran, cierto, satisfechos. Pero, pues, el uno buscaba su deleite y el otro su provecho, y el uno había gozado del deleite, y el otro no del provecho, no se habían cumplido con lo que al contrato se debía. Porque cada uno se allega a aquello de que se ve necesitado, y da por ello lo que tiene. Pero, ¿a cuál de los dos toca el tasar el valor y dignidad, al que da la cosa o al que la recibe? Porque el que la da parece que la remite al arbitrio del que la recibe, como dicen que lo hacía Pitágoras, el cual, cuando a uno le había enseñado alguna cosa, hacía que el discípulo mismo la estimase, y juzgase de cuánto valor le parecía lo que había aprendido; y lo que el discípulo tasaba, aquello mismo recebía. Pero en cosas como estas a algunos bástales el vulgar dicho: cuál el varón, tal el jornal. Pero los que reciben dinero y después no cumplen nada de lo que ofrecieron, por haber ofrecido cosas excesivas, con razón son reprendidos, porque no hacen por la obra lo que prometieron de palabra. Tal cosa como esta les es forzado, por ventura, hacer a los sofistas, porque, por todo lo que ellos saben, ninguno les daría un real. Éstos, pues, con justa razón son reprendidos, pues no hacen aquello por lo cual recibieron premio. Pero donde no hay pacto expreso de servicio, los que por sí mismos dan alguna cosa, ya está dicho que no están subjetos a quejas ni reprensiones, porque tal como ésta es el amistad fundada en la virtud. Hase de dar, pues, el premio conforme a la libre voluntad de cada uno, porque ésta es propria del amigo y de la virtud. Lo mismo parece que acaece también a los que se comunican en la filosofía, cuya dignidad no se tasa ni iguala con dinero, ni se les puede hacer honra que con su merecimiento iguale. Pero bastarles ha, por ventura, que se les haga la que hacerse pueda, como a los dioses y a los padres. Pero cuando el don no es de esta manera, sino en algún negocio particular, parece que en tal caso conviene, por ventura, que se dé por igual el galardón, de manera que cuadre a la dignidad del que lo da y del que lo recibe. Y si esto no se hace así, no solamente será cosa forzosa, pero aun también justa, que el que dio el don tase el valor de el. Porque si el tal recibiese otro tanto cuanto éste hubo de provecho, o en cuanto estimó el deleite, terná lo que conforme a la dignidad del don o servicio mereció, porque en las compras y ventas así parece que se hace. Y aun en algunas tierras hay leyes que mandan que sobre contractos voluntarios no se funde pleito, casi dando a entender ser cosa conveniente que, con aquel de quien confió, remate su contracto de la misma manera que lo hizo. Porque se tiene por más justo que las cosas confiadas las estime aquel a quien se le confiaron, que no aquel que las confió. Porque muchas cosas no las estiman igualmente los que las tienen y los que las quieren recibir. Porque lo que es propio de cada uno y lo que a otro alguno da, a cada uno le parece digno de mucha estima. Pero con todo eso en semejantes cosas dase tanto galardón cuanto tasan los que las reciben. Aunque, por ventura, conviene que se estime, no en cuanto la estima el que lo tiene, sino en cuanto la estimaba antes de tenerla.

 

Capítulo II

 

En que se declara lo que se debe hacer por cada uno

 

En los negocios dicen los jurisconsultos que hay más particularidades que vocablos, y así en estas cosas morales, que todas consisten en negocios, se ofrecen cosas, en que no se puede dar la ley y regla general, sino que se han de remitir al buen juicio y recta razón del hombre sabio y experimentado, cuales son las cosas que Aristóteles en el presente capítulo disputa.

 

Hay, pues, alguna duda y dificultad en cosas semejantes: como si conviene en todas las cosas tener respecto al padre y obedecerle, o, si estando enfermo, conviene obedecer al médico más que al padre; y para la guerra, elegir antes capitán prudente en ella que no al propio padre. Y, de la misma manera, si conviene más hacer servicio al amigo que al hombre virtuoso, y si es bien dar el galardón al que nos hizo alguna buena obra, antes que hacer bien a nuestro compañero, si acaso no podemos hacer por ambos juntamente. Tales cosas, pues, como éstas no pueden fácilmente determinarse con clara y manifiesta certidumbre, porque tienen muchas y varias diferencias, así en lo más como en lo menos, y en lo honesto, como en lo necesario. Pero esto es cosa cierta, que no se ha de hacer por amor de uno toda cosa, y las buenas obras por la mayor parte se han de galardonar antes que hacer bien a cualquiera amigo, de la misma manera que, lo que se debe, antes se ha de pagar al que se debe que darlo a ninguno otro. Aunque esto no es, por ventura, siempre así, como agora, si uno ha sido rescatado de mano de cosarios,¿es bien que rescate al que lo rescató, sea quien quisiere, o si preso no está, pero le pide lo que dio por él, se lo pague, o es mejor que rescate a su padre con aquel dinero? Porque parece que en tal caso mas obligación ternía de rescatar a su propio padre aún que a sí mismo. La deuda, pues, como está dicho, así, generalmente hablando, hase de pagar; pero si la tal paga excede los límites de la bondad o de la necesidad, hase de reglar por éstas, porque aun el galardonar la buena obra recibida de otro no es, algunas veces, cosa justa, cuando el que la hizo entendió que la hacía por un buen varón, y el que ha de dar el galardón a aquel a quien lo ha de dar, lo tiene por mal hombre. Y aun al que prestó no es bien algunas veces hacer por él lo mismo, porque aquel tal, entendiendo que prestaba a un hombre de bien, prestó entendiendo que lo había de cobrar; pero estotro no tiene esperanza de haber de cobrar del que es ruin. Y si, en realidad de verdad, esto pasa así, no es justa aquella general proposición; y si no es así, pero piensen ser así, no parecer que hacen los tales cosas fuera de razón. Lo que se dice, pues, de los afectos y de los negocios (como ya lo habemos advertido muchas veces), hase de determinar según fueren las cosas en que consiste. Cosa, pues, es muy clara y manifiesta que ni se ha de hacer por todos toda cosa, ni al padre se le ha de dar toda cosa, así como a Dios tampoco le sacrificamos toda cosa. Y, pues, unas cosas se han de hacer por amor a los padres, y otras por los hermanos, y otras por los amigos, y otras por los bienhechores, a cada uno le habemos de dar lo que es suyo y le pertenece. Y así parece que se hace, porque para unas bodas convidan a los parientes, a los cuales les es común ser de un linaje, y los negocios que acerca de el se han de hacer, y por la misma razón a los desposorios les parece que es más razón que acudan los parientes. Pero a los padres parece que sobre todo conviene favorecerlos con darles el mantenimiento necesario, como a personas a quien deben toda cosa, y de quien tienen el ser, y que es más justo que los mantengan a ellos que a sí mismos. Y la honra háseles de dar a los padres como a los dioses, aunque no se les ha de hacer a los padres cualquier género de honra, porque ni aun al padre la misma que a la madre, ni la que se hace al sabio, gobernador, sino al padre la honra paternal y a la madre también la maternal, y asimismo a cualquier anciano la que se le debe conforme a su edad, levantándose cuando él viene, y haciéndole lugar y con otras cosas semejantes. Pero para con los amigos y con los hermanos habemos de usar de liberalidad y comunicar con ellos toda cosa. Asimismo para con los parientes, con los perroquianos, con los ciudadanos, habemos siempre de procurar de tratarnos de tal suerte, que demos a cada uno lo que es suyo, y cotejemos lo que hay en cada uno según la familiaridad que con él tenemos, o según la virtud o según el provecho que nos hace. Entre los que son de un mismo linaje, pues, fácil cosa es juzgar lo que se ha de hacer por cada uno, pero entre los que son de diversos hay mayor dificultad. Pero no por eso habemos de desistir de ello, sino distinguirlo de la mejor manera que pudiéremos.

 

Capítulo III

 

En que se disputa si se han de deshacer las amistades

 

Llana cosa es lo que en este capítulo se trata. Prueba cómo las amistades fundadas en utilidad o en deleite, en faltar la causa de ellas luego se deshacen, pero en las fundadas en virtud, si alguno siendo malo pretendió que le amaban como a bueno, y después le salió al revés, él mismo tuvo la culpa, pues fió de sí lo que no debía. Pero si alguno se fingió bueno, por ser tenido y amado por tal, y después faltó a lo que se mostraba, este tal dice Aristóteles ser más digno de castigo que el que hace moneda falsa, tanto cuanto es de mayor valor la virtud que no el dinero.

 

Hay también alguna duda acerca del deshacer las amistades o no para con los que no perseveran. Aunque entre los que son amigos por utilidad o por deleite, cuando ya de ellas lo tal no les procede, no es maravilla que las tales amistades se deshagan, porque eran amigos de aquellas cosas, las cuales faltando, estaba claro que no se habían de querer bien. Pero entonces se podría quejar uno con razón, cuando amándole uno por su utilidad o por deleite, fingiese amarle por sus costumbres y bondad. Porque, como ya dijimos al principio, hay muchas maneras de amistades y de amigos, cuando no son amigos de la misma manera que pensaban. Pues cuando uno de esta manera se engañare, que pretendiere ser amado por sus costumbres y virtud, no obrando él cosa ninguna que a virtud huela, quéjese de sí mismo; pero cuando este mismo, fingido del otro, le engañare, con justa razón del tal que le engañó podrá quejarse, y tanto con mayor razón que de los que hacen moneda falsa, cuanto contra más ilustre cosa se comete la maldad. Pero si uno admite a otro por amigo, pretendiendo que es hombre de bien, y después sale ruin, o parece serlo, ¿halo de querer bien con todo eso? ¿O diremos que no es posible, pues no toda cosa es amable, sino la que es buena? No es, pues, el malo cosa amable, ni conviene amar al malo, porque ni es bien ser amigo de ruines ni tampoco parecerles, y está ya dicho en lo pasado, que lo semejante es amigo de su semejante. ¿Hase, pues, de romper luego el amistad o no con todos, sino con aquellos, cuya maldad es incurable?; pero a los que son capaces de corrección más favor se les ha de dar en lo que toca a las costumbres, que en lo que a la hacienda, cuanto las costumbres son mejores que ella y más anexas a la amistad. Aunque el que tales amistades descosiese, no parece que haría cosa fuera de razón, porque no había tomado amistad con el que ser agora se demuestra. No pudiendo, pues, conservar al que de tal manera se ha mudado, apártase de el. Pero si el bueno persevera y el malo se mejora en la virtud, pero con todo eso entre la virtud del uno y la del otro hay mucha distancia, ¿halo de tener por amigo, o diremos que no es posible? Porque cuando en las personas hay mucha distancia, manifiesta cosa es que no es posible, como en las amistades trabadas donde la niñez. Porque si el uno se queda mochacho en cuanto al entendimiento, y el otro sale varón de mucha suerte, ¿cómo podrán estos tales perseverar en su amistad, pues ni se agradaran de unas mismas cosas, ni recebirán contento ni pena con unas mismas cosas, ni el uno al otro se darán contento? Y donde esto no hay, no es posible ser amigos, porque no pueden entre sí tratar conversación. Pero de estas cosas ya arriba se ha tratado. Y, pues, ¿no se ha de tratar más cuenta con el tal, que si nunca se hobiera conocido? ¿O conviene acordarse de la pasada conversación? Y así como juzgamos que debemos antes complacer a los amigos que a los extranjeros, de la misma manera a los que fueron nuestros amigos por el amistad pasada se les ha de conceder alguna cosa, sino cuando por algún exceso de maldad vino a romperse el amistad.

 

Capítulo IV

 

De las obras de los amigos, y cómo el amigo se ha de tratar de la misma manera para consigo y para con el amigo, pero que el malo ni para consigo en alguna manera ni para con otro tiene afecto de amigo

 

En el capítulo cuarto se pone el fundamento de la amistad, que es tener para con el amigo el mismo afecto que para consigo mismo tiene, y desearle al tal por su propio respecto lo que para sí mismo querría. Pónense algunas difiniciones del amigo, y dispútanse acerca de esto algunas cosas curiosas.

 

Pero los cumplimientos, de que para con los amigos se ha de usar, y las cosas con que las amistades se difinen, parecen haber procedido del amor que a sí mismo se tiene cada uno. Porque dicen que el amigo es aquel que desea y procura lo bueno, o lo que parece serlo, por causa del amigo. O que el amigo es aquel que desea que el amigo dure y viva por causa y respecto del amigo mismo, el cual afecto y deseo tienen también las madres para con sus hijos, y también los amigos ofendidos. Otros dicen que el amigo es aquel que conversa con el amigo, y ama lo mismo que él, y de su dolor se duele y con su alegría se regocija. Pero esto más particularmente acaece en las madres para con los hijos. Con alguna cosa, pues, de estas suelen definir el amistad. Pero en el bueno cada cosa de estas se halla en respecto de sí mismo, y en los demás en cuanto se tienen por hombres de bien. Porque, como está dicho, la virtud y el virtuoso en cada cosa de estas parece ser la regla. Porque este tal cuadra consigo mismo, y en todas las partes de su alma tiene unos mismos apetitos, y para sí mismo quiere y procura lo bueno y lo que le parece serlo. Porque propio del bueno es procurar lo bueno por su propio respecto, porque por ser entendido lo desea, lo cual haber en sí a cada uno le parece. Desea, pues, cada uno vivir y conservarse, y señaladamente apetece aquello con que se hace prudente. Porque al bueno bien le es el ser, y cada uno quiere para sí lo bueno. Pero sí el bueno se mudase y se hiciese otro de lo que es, ninguno holgaría, que aquel tal que se ha trastrocado tuviese todos los bienes, porque también Dios tiene en sí el sumo bien, pero este sumo bien es lo mismo que el mismo Dios. Parece, pues, que cada uno de los hombres es entendimiento, o a lo menos más aquello que otra cosa. Y así este tal huelga de conversar consigo mismo, porque lo hace con mucho gusto, por ser muy aplacible el acordarse de las cosas ya pasadas, y también las buenas esperanzas de las cosas venideras, y estas tales caen en mucho gusto. Abunda asimismo de consideraciones este tal en su entendimiento, y consigo mismo o se aflige mucho o se huelga mucho, porque una misma cosa le es del todo o pesada o aplacible, y no agora de una manera y agora de otra. Porque este tal no hace cosas de que le convenga arrepentirse. Pues, porque cada cosa de estas desea tener el bueno por su propio respecto, y para con el amigo se ha de tratar como para consigo mismo (porque el amigo es un otro él), de aquí procede que el amistad parece consistir en alguna de estas cosas, y que aquellos en quien semejantes cosas se hallan son amigos. Pero si tiene o no tiene cada uno amistad consigo mismo, no hay para qué disputarlo por agora. Parece, pues, que el amistad consiste en haber dos o más cosas de las ya tratadas, y que la excesiva amistad parece mucho a la que consigo mismo tiene cada uno. Pero parece que también se hallan en la gente común las cosas que están dichas, aunque los tales sean ruines, pero por ventura que en cuanto los unos de los otros se agradan, y pretenden ser hombres de bien en tanto les alcanza parte de estas cosas, pues en ninguno que sea del todo perverso y malhechor se halla ninguna cosa de estas, ni aparencia de ellas, y aun casi ni en los mismos malos. Porque ni aun consigo mismos no conforman, y unas cosas apetecen y otras quieren, como les acontece a los incontinentes, los cuales posponen las cosas que juzgan ser buenas para ellos, por las cosas aplacibles que les son perjudiciales. Otros, de cobardía y flojedad dejan de hacer las cosas, que entienden ser muy convenientes para ellos. Otros, que han hecho muchas y muy grandes maldades, por su propria perversidad aborrecen y huyen de la vida y se matan a sí mismos; los malos, pues, buscan con quién conversar, y huyen de sí mismos, porque se les acuerda de muchas y muy graves maldades, cuando consigo mismos conversan, y esperan otras tales como aquéllas, pero conversando con otros olvídanse de cosas semejantes. Como no tienen, pues, en sí cosa que de amar sea, por eso ningún amor se tienen a sí mismos, de manera que estos tales, ni se huelgan consigo mismos, ni se duelen, porque está amotinada y discorde el alma de estos tales, y unas veces por su perversidad recibe pena, absteniéndose de algunas cosas, y otras veces se huelga de abstenerse, y la una parte le retira a lo uno, y la otra a lo otro, como quien lo despedaza. Pues si es verdad que no puede juntamente entristecerse y regocijarse, sino que a cabo de poco se entristece porque se regocijó, y no quisiera haber tenido tales deleites (porque los malos están llenos de arrepentimiento), parece cierto que el malo ni aun consigo mismo no tiene amistad, por no tener en sí cosa que de amar sea. Y, pues, estar dispuesto de tal suerte es muy grande desventura, con todas sus fuerzas es bien que procure huir de la maldad y trabaje de ser bueno, porque de esta manera terná paz y amistad consigo mismo y será también amigo de los otros.

 

Capítulo V

 

De la buena voluntad

 

Casi todo lo que en este capítulo se trata, está ya de lo de antes entendido. Pone la diferencia que hay entre la buena voluntad y el amistad, que es la misma que entre el género y la especie, que dondequiera que hay amistad hay buena voluntad, mas no por el contrario, porque a muchos tenemos buena voluntad, sin haberlos tratado jamás ni conocido, lo cual no es posible en la amistad.

 

La buena voluntad parece algo a la amistad, pero no lo es, porque la buena voluntad puédese tener a los que no son conocidos, y puede ser sin que se entienda, pero el amistad no. Pero esto ya está dicho en lo pasado. Pero ni tampoco es afición, porque la buena voluntad ni tiene porfía ni apetito, pero en la afición ambas a dos cosas se hallan. Asimismo la afición va acompañada de conversación, pero la buena voluntad repentinamente se cobra, como acontece en los que se combaten, a los cuales se les aficionan y desean juntamente con ellos la victoria, pero no por eso se ponen a ayudarles. Porque, como habemos dicho, la buena voluntad cóbrase repentinamente, y los que la tienen, aman así sencillamente y sin afecto. Pero parece que esta buena voluntad es principio de la amistad, de la misma manera que de los amores lo es el deleite de la vista, porque ninguno ama sin que primero se agrade de la vista, y aunque uno se agrade de la vista, no por eso ama, sino cuando viene a sentir la absencia, y desea gozar de la presencia. De la misma manera, ningunos pueden ser amigos, si no se tienen buena voluntad, pero los que se tienen buena voluntad no por eso luego son amigos, porque sólo tienen esto, que a los que les tienen buena voluntad les desean todo bien, pero no por eso se pornán a valerles ni a sufrir por ellos fatiga o pesadumbre. Y así, hablando como por metáfora, podría uno decir que la buena voluntad es una amistad remisa o tibia, la cual, si persevera y viene a confirmarse con la conversación, se convierte en amistad, pero no de las que se fundan en utilidad o deleite, porque en estos tales no hay buena voluntad. Porque el que ha recebido buenas obras, en cuenta de ellas da por pago buena voluntad, haciendo lo que es justo. Pero el que desea ver a otro próspero, por esperanza que tiene que de allí le ha de venir algún bien a él, no parece que le tiene al tal buena voluntad, sino antes a sí mismo. Como tampoco es amigo el que hace servicios a otro porque le ha menester. Y, generalmente hablando, la buena voluntad procede de virtud y bondad, cuando al tal le parece, que aquel a quien él tiene buena voluntad es bueno, virtuoso o valeroso, o alguna cosa de estas, como dijimos que acaecía en los que se combaten.

 

Capítulo VI

 

De la concordia

 

Cosa es también anexa a la amistad la concordia, y por eso trata de ella aquí Aristóteles, y declara qué cosa es concordia, y cómo no toda conformidad de pareceres es concordia, sino cuando conforman en las cosas tocantes a la común utilidad. Y muestra también cómo entre los malos no puede durar la concordia, por no haber conformidad de pareceres.

 

La concordia también parece ser cosa de amistad, y por esto la concordia no es solamente conformidad de pareceres y opiniones, porque seguirse hía que los que no se conocen los unos a los otros fuesen concordes. Tampoco dicen ser concordes los que en cualquier cosa son de un mismo parecer, como los que en las cosas del cielo son de una misma opinión, porque concordar en las opiniones en cosas semejantes, no es cosa que tiene que ver con el amistad. Pero cuando los pueblos y ciudades en lo que toca a su utilidad son de un mismo parecer, y escogen aquello que les parece convenir a todos comúnmente, y lo ponen por la obra, entonces dicen que están concordes. Concordan, pues, los hombres en las cosas que se han de hacer, y de éstas en las cosas de tomo y gravedad que pueden convenir a ambos, a todos, como las ciudades concuerdan cuando a todas les parece que se han de sacar por elección los cargos públicos, o que han de hacer liga con los lacedemonios, o que Pitaco sea príncipe, pues él holgaba de serlo. Pero cuando cada uno por su parte quiere serlo, como aquellos de la tragedia Fenisas, muévense alborotes. Porque el concordar en una misma cosa no es entender el uno y el otro una misma cosa, sea cual quisiere, sino resumirse en lo mismo, como cuando el pueblo y los buenos de el se conciertan en que gobiernen los mejores. Porque de esta manera cada uno sale con lo que desea. Parece, pues, la concordia una amistad civil, como también se dice serlo, porque consiste en las cosas útiles y que importan para la conservación de nuestra vida. Tal manera, pues, de concordia hállase entre los buenos, porque estos tales concordan consigo mismos y con los demás que son del mismo parecer. Porque las consultas déstos tales permanecen, y no van y vienen como corrientes de agua, porque quieren lo que es justo y útil, y esto comúnmente lo apetecen para todos; pero los malos hombres no pueden concordar sino, cuando mucho, por algún poco de tiempo, así como ni tampoco ser amigos, pues apetecen el tener más en las cosas útiles, y en los trabajos y servicios el hacer lo menos, y como cada uno de ellos quiere esto para sí, escudriñan mucho al que le está cerca y le van a la mano, porque como no guardan comunidad piérdense, y así suceden entrellos disensiones, forzando los unos a los otros que hagan las cosas justas que ellos no quieren hacer.

 

Capítulo VII

 

De la beneficencia

 

En el capítulo presente disputa Aristóteles cuál tiene mayor amor a cuál: el que hace bien al que lo recibe, o el que lo recibe al que lo hace, y con muy buenas razones filosóficas prueba que, naturalmente, ama más el que hace el bien que el que lo recibe. Porque cada uno por ley natural tiene más amor a sus propias obras que no las obras a su autor, como el padre más ama a los hijos, que los hijos al padre, y el que ha ganado la hacienda más amor le tiene que el que la ha heredado, y cada poeta tiene mucho mayor amor a sus propios versos que a los ajenos. Y como el que recibe la buena obra es hechura del que la hace, y no el que la hace del que la recibe, en cuanto a aquella parte, de aquí procede ser mayor el amor del que la hace que del que la recibe.

 

Pero los que hacen las buenas obras parece que aman más a los que las reciben, que los que las reciben a los que las hacen. Y así, como cosa ajena al parecer de razón, se disputa qué es la causa de ello. A los más, pues, les parece que procede de esto: que los que reciben las buenas obras quedan deudores, y los que las hacen como acreedores, y así como en las cosas prestadas los que las deben querrían no ver en el mundo a quien las deben, pero los que han emprestado tienen mucho cuidado de la vida de sus deudores, de la misma manera los que han hecho las buenas obras desean que vivan los que las han recebido, por haber de ellos las gracias; pero los que las han recebido, no tienen mucho cuidado de dalles para ellas galardón. Epicarmo, pues, por ventura diría que lo hacen estos tales teniendo ojo a lo malo, pero parece cosa conforme a la condición y naturaleza de los hombres, porque los más de los hombres son olvidadizos, y desean antes recibir buenas obras que hacerlas. Aunque la causa de esto más parece natural y no semejante a lo que decíamos de los que prestan, porque en aquéllos no hay afición, sino voluntad de que los tales no se pierdan, y esto por su propio interese, pero los que a otros han hecho buenas obras, quieren bien y aman a los que las recibieron, aunque de ellos no hayan de recibir ningún provecho de presente ni en tiempo venidero, lo cual acaece también a los artífices, porque cada artífice ama más su obra que ella lo amaría a él si tuviese sentido. Lo cual, en los poetas por ventura se ve más a la clara, pues éstos aman a sus propias poesías con la misma afición que los padres a los hijos. Como esto, pues, parece ser lo de los bienhechores, porque el que recibe la buena obra es hechura del que la hace, y así, el bienhechor ama más a su obra, que la obra a su hacedor. Y esto también es la causa que todos escojan y amen el ser, porque el ser de todos consiste en ejercicio, pues el vivir y el obrar es lo que conserva nuestro ser. El que hace, pues, la obra, cuanto al efecto se puede decir en alguna manera, que es la obra, y así ama la obra casi como su propio ser, lo cual es natural cosa, porque lo que uno es en la facultad, la obra misma que hace lo muestra realmente. A más de esto, que al bienhechor le es honra el hacer hecho semejante, y así se deleita con lo que le es honra, pero el que recibe la buena obra, no tiene en el que la hace otro bien sino la utilidad, la cual es menos suave y menos digna de amor, porque de presente es aplacible el acto, en lo porvenir la esperanza, y en lo pasado la memoria, y lo más aplacible de todo es lo que consiste en el ejercicio, y así es lo más amable, pues al que hizo la buena obra, quédale su obra, porque lo bien hecho dura mucho tiempo, pero al que la recibió pásasele la utilidad. Asimismo, la memoria de las cosas bien hechas es muy aplacible, pero la de las cosas útiles no mucho, o a lo menos no tanto, lo cual parece ser al revés en la esperanza. A más de esto, la afición parece al hacer, y el ser amado al padecer, y así en los que exceden en el hacer esles anexo el amar y las cosas tocantes al amor. Asimismo, todos aman más las cosas que se hacen con trabajo, como vemos que el dinero lo ama más el que lo gana que el que lo hereda, y el recibir buenas obras parece cosa de poco trabajo, pero el hacerlas cuesta mucho. Y por esto las madres tienen más afición a los hijos que los padres, porque les cuesta más trabajo el nacimiento de ellos, y ellas tienen más certidumbre que son suyos aquellos hijos que los padres. Lo cual, parece que cuadra también a los bienhechores.

 

Capítulo VIII

 

Del amor propio

 

Si otra cosa no hobiera buena en Aristóteles sino sólo este capítulo, por sólo éste a mi parecer era merecedor de ser tenido en mucha estima, tanta es la discreción y sabiduría que aquí mostró en tratar y distinguir el amor propio. El cual, fundado en las cosas exteriores de honras, de intereses, de deleites, es el que estraga al mundo, el que revuelve los reinos y provincias, el que hace cometer los adulterios y hacer los homicidios. Por éste el soberbio no admite igual ni puede sufrirlo. Por éste el codicioso no sabe hacer bien a otro sino con daño del que lo recibe. Por éste el sensual da fuego en las honras de sus prójimos y vecinos. Por éste muchos hacen agravios a otros poniéndoles nombre de justicia. Finalmente, no hay daño ninguno que en vida, en honra, en hacienda a los hombres acaezca, que del querer para sí lo ilícito el que el tal daño hace no proceda. Deste, pues, trata en este capítulo Aristóteles y distínguelo muy sabiamente diciendo que de una manera se entiende el amor propio, como lo entiende el vulgo cuando dicen de uno que se quiere mucho a sí mismo, y que en todas las cosas quiere, como dicen comúnmente, la suya sobre el hito. Y esta manera de amor, en realidad de verdad, no es amor, sino amor falso. Porque el verdadero amor no sufre que a lo amado le venga mal ninguno, pero el que las cosas que habemos dicho hace, para sí mismo acarrea el mayor mal, aunque la ceguedad de su codicia le tapa los ojos del entendimiento para que no lo vea. De otra manera se entiende el amor propio como lo entienden los buenos, que es quererse bien a sí mismos, de tal manera que procuren no les venga ningún daño de aquellos que ellos entienden ser realmente daños, y así procuran para sí los verdaderos bienes, que son las perfetas virtudes. de estas dos maneras de amor propio, la primera es viciosa y digna de reprensión, y la otra virtuosa y digna de alabanza.

 

Pero dúdase si conviene amarse a sí mismo más que a ninguno otro, porque a los que a sí mismos se quieren mucho todos los vituperan, y como por baldón, les dicen que están muy enamorados de sí mismos. Parece también que el malo hace todas las cosas por su propio respecto, y tanto más de veras cuanto peor es, y todos se quejan de el como de hombre que no hace cosa sino las que particularmente a él le tocan. Pero el buen varón hace las cosas por razón de la virtud, y cuanto mejor es, tanto más por causa de la virtud lo hace, y por causa del amigo, y con lo que particularmente a él toca tiene poca cuenta. Pero de estas razones discrepan las obras, y no fuera de razón. Porque dicen que a aquel amamos más de amor que nos fuere más amigo, y el que más amigo es, es aquel que, al que quiere bien de veras, le desea todo bien por respecto de el mismo, aunque ninguno lo supiese. Todas estas cosas se hallan en cada uno más enteramente en respecto de sí mismo, y todas las demás con que el amigo se define, porque ya está dicho que deste amor han procedido todas las demás cosas que pertenecen a la amistad que tenemos con los otros. Con lo cual concuerdan también los vulgares proverbios, como son: un alma y un cuerpo; entre los amigos todo es común; el amistad es igualdad; más cercana es la camisa que el jubón. Porque todas éstas cuadran más particularmente a cada uno en respecto de sí mismo, porque cada uno es más amigo de sí mismo que de otro, y así parece que más se ha de amar a sí mismo que a ninguno otro cada uno. Con razón, pues, se duda a cuáles de estas razones habemos de dar crédito, pues las unas y las otras son probables. Conviene, pues, por ventura, distinguir estas razones, y determinar hasta cuánto y en qué concluyen bien las unas y las otras. Y si tomamos el amor propio como las unas y las otras lo toman y lo entienden, por ventura se dejará entender bien claramente, porque los que el amor propio tienen por cosa mala y digna de reprensión, llaman amigos de sí mismos a los que, en lo que toca a las honras, a los intereses y a los deleites corporales, toman la mayor parte para sí. Porque estas tales cosas las apetece el vulgo, y las procura como si fuesen las mejores, y por esto, acerca de ellas, hay muchas contiendas. Los que son, pues, de estas tales cosas codiciosos, complacen mucho a sus deseos, y generalmente a sus afectos, y a la parte del alma que es ajena de razón. Tales, pues, como éstos son los hombres vulgares, y así se tomó el nombre de la mayor parte, aunque mala. Con razón, pues, los que de esta manera son amigos de sí mismos, son vituperados. Y que a estos tales, que en semejantes cosas toman para sí la mayor parte, acostumbre el vulgo llamarlos amigos de sí mismos, es cosa muy averiguada. Porque si uno procura de señalarse más que todos en hacer cosas de hombre justo, o de templado, o de cualquier otro género de virtud, y, generalmente hablando, procura para sí todo lo honesto, a este, tal ninguno lo llama hombre amigo de sí mismo, ni lo vitupera. Y este tal más amigo parece de sí mismo que los otros, porque se toma para sí las más ilustres cosas y mejores, y complace a la parte que más propriamente es suya, y a ésta en todas las cosas le obedece. Pues así como los que son mejores hacen la ciudad y no los más ruines, y de la misma manera cualquier otro ajuntamiento, así también al hombre lo hace la parte mejor de el; pues el que a la mejor parte suya ama y a aquella complace, aquél parece, más de veras, amigo de sí mismo. Ser, pues, uno continente o incontinente consiste en gobernarse por el entendimiento, o no regirse por él, casi dando a entender que cada un hombre es su entendimiento, y los tales muestran hacer con mucha voluntad las cosas conformes a razón. Cosa es, pues, muy clara y manifiesta que el ser de cada un hombre consiste, señaladamente, en el entendimiento, y que el buen varón más particularmente ama a éste que a otra cualquier cosa. Y por esto el buen varón es amigo de sí mismo en otra diferente especie de amor, de la que vulgarmente es vituperada, y tan diferente de aquélla, cuanto es el vivir conforme a razón del vivir conforme al afecto y apetito, y cuánto difiere el apetecer a lo honesto, o lo que parece que conviene, y a los que los honestos hechos por diversas vías los procuran, todos los aman y los alaban. Si todos, pues, anduviesen a porfía sobre quién hará más honestas cosas, y encaminasen sus propósitos a hacer las cosas más ilustres, sucedería que los mayores bienes serían comúnmente para todos, y también para cada uno en particular, pues es el mayor de los bienes la virtud. De manera que conviene que el bueno sea amigo de sí mismo, porque este tal, haciendo cosas buenas, ganará él para sí y a los demás hará provecho. Pero el malo no conviene que sea amigo de sí mismo, porque perjudicaría a sí mismo y a los que cerca le estuviesen siguiendo sus malos afectos. En el malo, pues, discrepan las cosas que se debrían hacer y las que él hace, pero el bueno, lo que debería hacer, aquello hace, porque todo buen entendimiento escoge lo que para él es lo mejor, y el buen varón subjétase a su entendimiento. Verdad es, pues, lo que del bueno se dice: que hace muchas cosas por amor de sus amigos y por amor de su patria, aunque por ello se ofrezca recibir la muerte. Porque este tal desprecia intereses y honras, y generalmente todos los demás bienes por los cuales los hombres llevan contiendas entre sí, y querrá para sí más lo que es honesto, y escogerá antes un muy gran deleite, aunque le dure poco, que un deleite largo y debilitado, y preciará más vivir un año honestamente, que muchos como quiera, y más estimará un hecho ilustre y grande, que muchos y pequeños. A los que mueren, pues, en ilustres empresas esto por ventura les acaece. Escogen, pues, para sí el mayor bien y más ilustre. Estos tales, a trueque que sus amigos medrasen, despreciarían su dinero, porque de esto al amigo le viene provecho, y a ellos lo honesto, y así el mayor bien les toca a ellos. Y lo mismo es en lo que toca a las honras y a los y cargos públicos, porque todo esto lo querrá más para su amigo, porque esto le es a él honesto y, digno de alabanza. Con razón, pues, este tal se muestra ser hombre de bien, pues sobre todo precia más lo honesto. Acontece también que este tal conceda a su amigo el hacer hechos honestos, y que esto sea más ilustre cosa que si él mismo los hiciese, el ser él causa que su amigo los haga. En todas, pues, las cosas dignas de alabanza, parece que el hombre virtuoso toma para sí la mayor parte de lo honesto. de esta manera, pues, conviene que los hombres sean amigos de sí mismos, como ya está dicho, pero como lo son los hombres vulgarmente, no conviene.

 

En lo que toca a la inmortalidad del alma, y al premio de los buenos y castigo de los malos, parece que estuvo algo perplejo este filósofo, y no se determinó en el sí, como Platón, maestro suyo, por donde no mereció como él alcanzar nombre de divino. Lo cual casi quiso dar a entender en el capítulo presente, cuando dijo que los que mueren en ilustres empresas quieren más un breve contento grande, que un flaco que mucho dure, casi asignando por premio de una ilustre muerte sólo aquel contento de ver que muere por hecho muy ilustre. Y así en esto no hay que dalle crédito, pues nos asegura la ley de Dios de lo contrario.

 

Capítulo IX

 

En el cual se muestra cómo el próspero tiene también necesidad de amigos virtuosos

 

En el capítulo nono disputa si el hombre próspero y bien afortunado tiene necesidad de amigos, y refuta la opinión de los que dicen que no, mostrando el error déstos consistir en que no llamaban amigos a otros sino a los útiles, de los cuales el bien afortunado no tiene necesidad. Y prueba que tiene necesidad de amigos virtuosos, a los cuales hagan bien y con quien converse dulcemente, pues sin estas dos cosas no puede ser perfeta la bienaventuranza y prosperidad.

 

Dúdase también si el bien afortunado tiene necesidad o no de amigos, porque dicen algunos que los prósperos y bien afortunados, y que para sí mismos son harto bastantes, no tienen necesidad de amigos, pues tienen todos los bienes que se pueden desear, y que, pues, para sí mismos ellos se son harto bastantes, de ninguna otra cosa tienen necesidad, y que el amigo, siendo otro él, hace lo que el tal por sí mismo no pudiera. Y por esto, dicen comúnmente:

 

A quien es favorable la fortuna,

Necesidad de amigos ha ninguna;

 

 

 

pero parece cosa del todo apartada de razón que, los que al bien afortunado todos los bienes le atribuyen, le quiten los amigos, lo cual parece ser el mayor bien de los exteriores. Porque si mayor perfición de amigo es hacer bien que recebirlo, y es propio del bueno y de la virtud el hacer a otros buenas obras, y más ilustre cosa es hacer bien a los amigos que a los extranjeros, el bueno necesidad, cierto, terná de amigos a quien haya de hacer bien. Y por esto también se disputa en cuál de los dos tiempos hay más necesidad de amigos: ¿en la adversidad o en la prosperidad?, casi dando a entender que el que está puesto en adversidad tiene necesidad de amigos que le hagan bien, y los puestos en próspera fortuna han menester también amigos a quien hagan buenas obras. También parece, por ventura, cosa ajena de razón hacer al bien afortunado solitario, porque ninguno escogería ser a solas señor de todos los bienes, pues el hombre es animal civil y amigo de vivir en compañía, y el bien afortunado también ha de tener esto, pues tiene las cosas que son de su naturaleza buenas. Cosa es, pues, muy cierta y manifiesta, que es mejor vivir en compañía de amigos hombres de bien, que en compañía de extranjeros y gentes no conocidas. De suerte que también tiene necesidad de amigos el que está puesto en próspera fortuna. ¿Qué dicen, pues, aquellos primeros, o en qué dicen verdad? ¿Es, por ventura, la causa, que los más llaman amigos a los que acarrean algún provecho? Porque de estos tales el bien afortunado ninguna necesidad tiene, pues tiene ya en sí todos los bienes. Tampoco tiene necesidad, o a lo menos no mucha, de los amigos solamente deleitosos, porque como la vida del bien afortunado es aplacible, no tiene necesidad de deleites extranjeros. Como no tiene, pues, necesidad de tales amigos como éstos, parece que no ha menester amigos. Pero, por ventura, no es ello así verdad, porque ya dijimos al principio que la felicidad es cierta manera de ejercicio, y el ejercicio claramente se entiende que consiste en el hacer, y que no es como quien tiene una posesión. Y, pues si el ser un hombre próspero consiste en el vivir y ejercitarse, y el ejercicio de lo bueno es bueno y aplacible por sí mismo, como ya dijimos al principio, y las cosas propias también entran en el número de las cosas aplacibles, y más fácilmente podemos considerar a nuestros amigos que a nosotros mismos, y los hechos de ellos más fácilmente que los nuestros, y los hechos de los buenos siendo amigos serán, cierto, a los buenos aplacibles (porque los unos y los otros tienen cosas que son naturalmente deleitosas), colígese de aquí que el próspero y bien afortunado terná necesidad de amigos semejantes, pues le aplace el considerar los propios y buenos hechos. Porque tales serán los del bueno siéndole amigo. A más de esto, todos concuerdan en esto: que el bien afortunado ha de vivir vida de contento, pero el que solitario vive, tiene la vida trabajosa, porque es dificultosa cosa, estando a solas, ejercitarse a la contina; pero en compañía de otros, y para con otros, cosa fácil es. De manera que, con amigos, será el ejercicio más continuo, siendo por sí mismo deleitoso, lo cual ha de haber en el bien afortunado. Porque el bueno, en cuanto es bueno, huélgase mucho con los ejercicios virtuosos, y con los viciosos se enfada extrañamente, de la misma manera que el músico se deleita con las dulces y suaves consonancias, y recibe pena con las malas. Asimismo, del conversar con los buenos redundará un servicio de virtud, como Teognis dice en estos versos:

 

Del bueno aprenderás las cosas buenas;

Mas si con malos tú te revolvieres,

Perderás el buen seso que tuvieres;

 

 

 

pero los que más conforme a lo natural este negocio consideran, entienden que el buen amigo naturalmente es cosa de desear para el buen varón. Porque ya está dicho que, lo que naturalmente es bueno, por sí mismo es bueno y aplacible para el bueno; y el vivir, difinen que en los animales consiste en la facultad del sentido, pero en los hombres en la del sentido o del entendimiento. Y esta facultad ha de surtir en su efecto, y pues lo más principal es lo que en efecto consiste, nos parece que, propriamente hablando, el vivir será sentir o entender. Pues el vivir una de las cosas buenas es, que son buenas de suyo, y deleitosas, porque es cosa ya determinada, y la cosa determinada naturaleza de bien tiene, y lo que de suyo es bueno también lo es para el bueno, y por esto parece que el vivir es a todos aplacible. No habemos de entender ni comprender aquí la vida del malo, ni la estragada, ni tampoco la puesta en penas y tristezas, porque ésta es diferente, como lo son también las cosas que en ella hay, lo cual se ve más a la clara en los que están con duelos y tristezas. Pero si el vivir de suyo bueno es, también será aplacible, lo cual también se echa de ver en esto: que todos apetecen el vivir, y más los buenos y bien afortunados, porque a estos tales les es más de desear la vida, y el vivir déstos es más bien afortunado. Y el que ve, siente que ve, y el que oye también siente que oye, y el que anda siente asimismo que anda, y en las demás cosas es de la misma manera. Lo que allí sentimos, pues, es que hacemos, y así sentimos que sentimos y entendemos que entendemos, y el sentir que sentimos y entendemos es sentir que somos, pues nuestro ser es sentir o entender, y el sentir uno que vive es una de las cosas que de suyo son dulces y aplacibles, porque la vida, de suyo, es cosa buena, y el sentir uno que tiene en sí cosa buena, es cosa dulce y aplacible. Y así, el vivir es cosa de escoger, y señaladamente a los buenos, por cuanto el ser es para ellos bueno y aplacible; pues, por sentir que poseen una cosa de suyo buena, huélganse. Pues de la misma manera que se ha el bueno para consigo, mismo, se ha también para con su amigo, porque su amigo es otro él. Pues así como el ser es cosa de desear a cada uno, de la misma manera es desear el ser del amigo, o, a lo menos, por lo semejante. El ser, pues, decíamos que era cosa de escoger, porque lo sentíamos, siendo bueno, y semejante sentimiento de suyo es aplacible. Conviene, pues, también del amigo sentir que es, lo cual consiste en el vivir en compañía, y comunicarse en conversaciones y en los pareceres, porque esto parece que es lo que en los hombres llamamos vivir en compañía, y no como en los ganados el pacer juntos en un pasto. Pues si al bien afortunado le es cosa de desear, de suyo, el ser, por ser naturalmente cosa buena y aplacible, por lo semejante le será también la del amigo, y el amigo será una de las cosas que son de desear. Y lo que a cada uno le es de desear, esto ha de tener en sí, o será, en cuanto a aquella parte, falso. El bien afortunado, pues, necesidad terná de amigos virtuosos.

 

Capítulo X

 

Del número de los amigos

 

Después que ha demostrado por razones naturales cómo el bien afortunado tiene necesidad de amigos virtuosos, disputa agora del número de los amigos, si es bien tener amistad con muchos, y muestra cómo en el amistad útil y en el deleite no conviene tener muchos, porque no se puede satisfacer a tantos. De la amistad fundada en virtud pone esta regla, que tantos amigos es bien tener, con cuantos se pueda cómodamente conversar, y pues esto no puede ser bien con muchos, tampoco es bien tener con muchos amistad. Lo cual conforma muy bien con lo que dice el sabio, que ha de ser el amigo de mil uno.

 

Habemos, pues, de tener los más amigos que pudiéremos. ¿O diremos que aquello que se dice muy discretamente de los huéspedes, que ni tengamos muchos, ni estemos sin ellos, cuadra también a lo de la amistad, que ni estemos sin amigos, ni procuremos muchos por extremo? A los amigos útiles muy bien cierto parece que les cuadra esto que decimos, porque favorecer y valer a muchos es cosa trabajosa, ni hay hacienda que baste para ello. Cuando son, pues, más en número de los que pueden sufrir las fuerzas de la hacienda, son superfluos y hacen estorbo para el pasar la vida bien y con contento. De manera que no son menester. De los amigos también que se procuran por deleite, bastan pocos, como en la comida las salsas. Pero de los virtuosos ¿hanse por ventura de procurar muchos en número? ¿O diremos que hay término en el número y multitud de los amigos, como en el de los ciudadanos? Porque una ciudad no se poblara con diez hombres, y si cien mil tiene, ya no parece ciudad. La cantidad, pues, no es por ventura una cosa determinada, sino todo aquello que está comprendido dentro de cierto término de cosas. En los amigos, pues, también hay término en la multitud. De los cuales el mayor número ha de ser por ventura el de aquellos con los cuales pueda vivir uno en compañía, porque esto parece que es el sello de la amistad. Cosa, pues, es clara y manifiesta, que no es posible vivir en compañía de muchos y usar con todos de unos mismos cumplimientos. A más de esto, que de necesidad los tales también han de ser amigos entre sí, si unos con otros han de conversar, lo cual entre muchos es dificultoso, porque con dificultad puede uno alegrarse con muchos, y entristecerse o dolerse como en cosa propria, porque puede acaecer que con uno se haya de regocijar, y con otro entristecer. Bien está, pues, dicho por ventura, que no se ha de procurar de tener muchos amigos, sino tantos cuantos sean bastantes para pasar la vida. Porque ni aun tampoco parece que es posible que uno de muchos sea entrañablemente amigo, y por la misma razón parece que tampoco pueden ser amados muchos muy de corazón y voluntad, porque el amar muy tiernamente y de corazón parece ser el extremo de amistad, y esto ha de ser para con uno y el amar mucho para con pocos, porque de la misma manera parece que en las mismas cosas acontece, porque ni aun en la amistad de compañías no son muchos los amigos, y las amistades singulares, tan celebradas por poetas, entre dos solos se cuentan. Mas los que se ofrecen a muchos por amigos y conversan con todos, así, a baleo, no parece que son amigos de ninguno sino en género de amistad civil, a los cuales, comúnmente, llaman hombres de buen trato o aplacibles. Conforme, pues, a las leyes de amistad civil, bien puede uno ser amigo de muchos, siendo realmente hombre de bien, aunque en su tratar no sea muy aplacible. Pero, conforme a las leyes de amistad fundada en virtud, cual es la que los hombres tienen por sí mismos, no puede ser uno amigo de muchos, antes deben tenerse los hombres por dichosos de hallar siquiera algunos pocos tales.

 

Capítulo XI

 

En que se disputa cuándo son menester más los amigos, en la prosperidad o en la adversidad

 

Una aplacible cuestión propone en este capítulo Aristóteles, en cuál de las dos fortunas son más necesarios los amigos, y concluye que en ambas, pero de diferente manera, porque la próspera tiene necesidad de amigos buenos y fieles, y la adversa de amigos prósperos y que le puedan ayudar.

 

Pero ¿en qué tiempo son más necesarios los amigos, en la próspera fortuna o en la adversa? Porque en ambas se procuran, y los que están puestos en trabajos tienen necesidad de socorro, y también los bien afortunados han menester amigos con quien conversen, y a los cuales hagan buenas obras, porque desean estos tales bien hacer. En la adversidad, pues, es cosa más necesaria el tener amigos, y así allí son menester amigos útiles, pero en la prosperidad es más honesta cosa, y así, en ésta, se procura tener amigos buenos. Porque el hacer bien a tales y vivir con tales es cosa más de desear, pues la misma presencia de los amigos, así en la prosperidad como en la adversidad, es aplacible, porque los afligidos parece que quedan aliviados cuando se duelen juntamente los amigos de su pena. Por esto, ¿dudaría alguno si los amigos toman parte de la pena, como quien toma parte de una carga? ¿O no es la causa esto, sino que la presencia de ellos, como es aplacible, y el entender que aquéllos se conduelen, les alivia la tristeza? Pero si por esta causa, o por otra, se alivian, no lo disputamos. Parece, pues, que sucede lo que habemos dicho, y la presencia de los tales parece ser una como mezcla, porque el ver los amigos cosa aplacible es, y señaladamente a los que están puestos en trabajos, y siempre hay algún socorro para no entristecerse; porque el amigo es cosa que acarrea consuelo, así con su vista como con sus palabras, si es en ello diestro, porque le conoce la condición, y sabe qué cosas le dan gusto y cuáles también pena. Pero el sentir que el amigo se entristece por sus infortunios, le da pena, porque todos rehúsan de ser a los amigos causa de tristeza, y así, los hombres que son naturalmente valerosos, recátanse de que sus amigos reciban pena de su pena; y si con su esfuerzo no vencen la tristeza que en ellos ven, no pueden sufrirlo, y a los que lamentan con él del todo los despide, porque ni aun él no es amigo de hacer llantos semejantes. Pero las mujercillas, y los hombres de afeminadas condiciones, huélganse con los que lloran, y suspiran con ellos, y ámanlos como a amigos y personas que se duelen de ellos. Pero en todas las cosas habemos de imitar siempre a lo mejor. Pero la presencia de los amigos en la próspera fortuna tiene aplacible así la conversación como también el pensamiento y consideración, porque se alegran con los mismos bienes. Y por esto parece que conviene que a las cosas prósperas llamemos prontamente a los amigos (porque el ser amigo de hacer bien es honesta cosa), pero a los trabajos y adversidades recatadamente; porque lo menos que posible fuere habemos de dar a nadie parte de los males, de donde se dijo aquello:

 

Baste que yo esté puesto en desventura;

 

 

 

pero cuando, a costa de poco trabajo suyo, pueden hacerle mucho bien, en tal caso conviene darles parte. En el convidarse parece que se ha de hacer al revés, que a los que están puestos en trabajos se ha de ir sin ser llamado y prontamente (porque el oficio del amigo es hacer bien, y particularmente al que lo ha menester, y al que parece que no se osa desvergonzar a pedirlo, porque a ambos es más honesto y más aplacible el hacer bien); pero en las prosperidades, para hecho de servir en algo, hase de ir prontamente (porque también son menester para esto los amigos), pero para recibir bien base de ir perezosamente, porque no es honesta cosa ser uno pronto en el recibir las buenas obras. Aunque habemos de procurar que no nos tengan, por ventura, en opinión de, hombres rústicos y mal criados en el rehusarlas, porque esto también acontece algunas veces. Pero la presencia de los amigos en todos parece ser de desear.

 

Capítulo XII

 

En que se demuestra cómo el vivir en compañía es la más propria obra de los amigos, así buenos como malos

 

Concluye Aristóteles su disputa de la amistad, declarando ser el propio fin el vivir en compañía, ora sean los amigos virtuosos, ora viciosos, y muestra cómo de la misma manera que el enamorado se huelga con el ver más que con otro sentido, así también el amigo. Ponen asimismo la diferencia entre los buenos amigos y los malos, que cada unos de ellos huelgan de tener compañía en ejercicios semejantes a sus costumbres, los buenos en buenos y los malos en malos deshonestos ejercicios.

 

Acaece, pues, que así como a los enamorados les es la más aplacible cosa de todas el mirar, y más apetecen este sentido que todos los demás, como cosa por donde más entra y se ceba el amor, así también los amigos lo que más apetecen es el vivir en compañía, porque la misma amistad es compañía, y de la misma manera que uno se ha para consigo mismo, se ha también para con el amigo, y el sentir uno de sí mismo que es, cosa cierto es de desear, y por la misma razón el sentir lo mismo del amigo lo será. Pues el ejercicio deste sentimiento consiste en el vivir en compañía; de manera que no es cosa ajena de razón el desearlo; y en aquello en que consiste el ser de cada uno, o por cuya causa desean el vivir, en aquello mismo quieren conversar con los amigos. Y así, unos se festejan con convites, otros con jugar a los dados, otros con ejercicios de luchas, otros con cazas, o en ejercicios de filosofía, conversando cada unos de ellos en aquello que más le agrada de todas las cosas de la vida. Porque deseando vivir con sus amigos hacen estas cosas, y comunícanlas con aquellos con quien les agrada el vivir en compañía. Es, pues, la amistad de los malos perversa, porque como son inconstantes participan y comunícanse lo malo, y hácense del todo perversos, procurando parecer los unos a los otros; pero la de los buenos es buena y perfeta, porque con las buenas conversaciones crece siempre la virtud. Y así parece que cuanto más se ejercitan y más los unos a los otros se corrigen, tanto mejores se hacen, porque reciben los unos de los otros las cosas que les dan contento. De donde dijo bien Teognis, como arriba dijimos:

 

Del bueno aprenderás las cosas buenas.

 

De la amistad, pues, baste lo tratado. Síguese agora que tratemos del deleite.

 

Libro décimo y último

De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a su hijo Nicomaco y por esto llamados nicomaquios

 

Argumento del décimo libro

Ya que ha concluido en los dos libros pasados la disputa y materia de amistad, da fin en el presente libro a sus Morales y trata del deleite largamente y de propósito, porque lo que trató en el séptimo fue de paso y no de su intento principal. Trata, pues, en los cinco capítulos primeros del deleite, qué cosa es y cuántas especies tiene. Después trata de la felicidad, que es lo que puso por último fin de nuestra vida humana, y hace dos partes de ella: una, activa y otra contemplativa, y al fin, haciendo un largo epílogo de todo lo tratado, concluye con su obra.

 

Capítulo primero

 

Del deleite

 

En el primer capítulo muestra de qué manera toca al filósofo moral el tratar del deleite, y por qué causas. Muestra cuán varios pareceres hay acerca de si el deleite es cosa buena o no lo es. Para entender esto conviene que entendamos que el deleite es conformación de la cosa con la voluntad, porque entonces nos deleitamos, cuando las cosas se hacen a nuestro gusto, y la tristeza es lo contrario: disconformidad entre él suceso de la cosa y nuestra voluntad. De aquí se colige claramente que si la voluntad no es errada, el deleite es bueno, y si es errada y viciosa, es malo. Porque el hallar deleite y gusto en las cosas buenas, hace perseverar en ellas, y el hallar deleite y gusto en las cosas malas, hace incorregibles a hombres, porque es imposible enmendar uno su vida mientras no aborrezca lo mal hecho, y es imposible aborrecello mientras en ello halle deleite. De manera que el deleite de lo malo será malo, y bueno el de lo bueno.

 

Tras de esto se ofrece tratar, por ventura, del deleite, porque parece ser éste una cosa muy familiar a nuestra naturaleza, y por esto a los mancebos los enseñan rigiéndolos con deleite y con tristeza. Parece asimismo que, para lo que toca a las costumbres, importa mucho, y es lo principal, el hallar gusto en lo que conviene hallarlo, y aborrecer lo que se debe aborrecer, porque esto dura toda la vida, y es cosa de mucha importancia y valor para alcanzar la virtud y vida próspera, porque los hombres escogen las cosas deleitosas y huyen de las tristes. Estas cosas, pues, no se han de pasar así por alto, especialmente que lo que sobre esto se disputa hace mucha dificultad, porque unos dicen que el deleite es el sumo bien, y otros, por el contrario, que es cosa muy mala; los unos persuadidos, por ventura, ser ello así, y los otros entendiendo que, para lo que cumple a nuestra vida, es mejor dar a entender que el deleite es cosa mala, puesto que ello así no fuese, porque los hombres, vulgarmente, se van tras de el, y no atienden sino a darse a sus deleites, y que por esto era bien torcerlos al contrario, porque de esta manera verníase a dar en el medio. Pero esto no es bien dicho, porque en materia de afectos y ejercicios las razones no hacen tanta fe como las obras. Cuando discrepan, pues, éstas con lo que se ve por el sentido, son despreciadas y, juntamente con esto, destruyen la verdad, porque el que vitupera el deleite, si alguna vez se muestra apetecerlo, parece que se inclina a él, casi dando a entender que no son todos malos, porque el distinguir entre deleite y deleite no es de los vulgares. Las verdaderas razones, pues, parecen ser muy importantes, no solamente para el entender las cosas, pero aun también para pasar la vida, porque cuando conforman con la experiencia de las obras, persuaden, y así inducen a los que las entienden a vivir conforme a ellas. Pero de esto baste por agora, y prosigamos lo que está dicho del deleite.

 

Capítulo II

 

En que se propone la opinión, de Eudoxo, de Platón y de otros acerca del deleite

 

Propone la diversidad de las opiniones acerca de si el deleite es cosa buena o no lo es. La primera es de Eudoxo, el cual decía ser el deleite el sumo bien, pues todas las cosas lo apetecían, y también que su contrario, que es la tristeza, todas las cosas la rehúsan como cosa mala y enemiga de natura. Terceramente, porque el deleite, por sí mismo es apetecido, y si a otro bien se allega lo hace más digno de ser apetecido y deseado. La segunda es de Platón, el cual, por la misma razón, concluía no ser el sumo bien, pues el deleite con virtud es más de apetecer que sin virtud; pero el sumo bien no admite más o menos. Pone asimismo las opiniones de otros para probar que es malo, las cuales se entenderán en el mismo texto fácilmente.

 

Eudoxo, pues, tenía por opinión que el deleite era el sumo bien, porque veía que todas las cosas, así capaces de razón, como incapaces, lo apetecen, y que en todas las cosas lo que es de escoger aquello es bueno, y lo más digno de escoger lo mejor de todo; y el ver que todas las cosas se inclinan a lo mismo, muestra que aquello es para todas las cosas lo mejor, porque cada cosa halla lo que es bueno para sí, como el mantenimiento, y así, lo que es bien para todos y todos lo apetecen, aquello decía él ser el sumo bien. Estas razones de Eudoxo más persuadían por la bondad de las costumbres del hombre, que por sí mismas, porque por extremo se mostraba ser templado en su vivir. De manera que no parecería que decía esto como hombre al deleite aficionado, sino que, en realidad de verdad, era ello así como él decía. No menos se persuadía el ser esto así verdad por el contrario del deleite, porque la tristeza de suyo es cosa digna de que todos la aborrezcan, y de la misma manera será cosa digna de amar la que le es contraria. Ítem, que aquello parece ser lo más digno de escoger, lo cual no por amor de otra cosa lo apetecemos, y esto, sin controversia ninguna, es el deleite, porque ninguno pregunta jamás a otro a qué fin se deleita, casi mostrando que el deleite es cosa de suyo digna de escoger. Asimismo, allegado el deleite a otra cualquier cosa buena, la hace más digna de escoger, como el hacer justicia, el vivir templadamente, y hace que el bien mismo se acreciente y haga mayor. Aunque esta razón parece que demuestra ser el deleite uno de los bienes, pero no que sea más perfecto bien que cualquier otro, porque cualquier bien es más de desear acompañado de otro, que no a solas. Con esta misma razón demuestra Platón no ser el deleite el sumo bien, porque la vida deleitosa, tomada juntamente con la prudencia, es más de desear que no sin ella, y si lo mezclado más perfeto es, no es el deleite el sumo bien, porque lo que es sumo bien no se hace más digno de desear porque se le añada otra cualquier cosa. Consta, pues, que ninguna cosa, que en compañía de las cosas que son de suyo buenas fuere más digna de escoger, será el sumo bien. ¿Cuál, pues, será tal, del cual participemos? Porque éste es el que buscamos. Pues los que dicen que aquello que todos apetecen no es cosa buena, ninguna cosa dicen, porque lo que a todos les parece, aquello decimos que es; y el que esta persuasión refutare, no dirá cosas más dignas de fe. Porque si solas las cosas que no alcanzan razón apeteciesen los deleites, aún sería algo lo que dicen. Pero, pues, lo apetecen también las cosas dotadas de prudencia, ¿qué tienen que decir en esto? Y aun en los mismos malos, por ventura hay algún natural bien mayor que lo que es de suyo bueno, lo cual apetece su bien propio. Ni aun lo que dicen del contrario parece estar bien dicho. Porque dicen que no se sigue que porque la tristeza sea cosa mala por eso es bueno el deleite, porque bien puede un mal ser contrario de otro, y ambos de otro que no sea lo que el uno o lo que el otro. Esto que ellos dicen no está mal dicho, pero, en lo que aquí tratamos, no es verdad, porque si ambas a dos cosas fueran malas, ambas a dos fueran de aborrecer; y si ninguna de ellas mala, ninguna de aborrecer; y si la una, aquélla, de la misma manera, lo fuera. Pero agora parece que de la tristeza huyen como, de mal, y el deleite lo escogen como bien: pues luego, de la misma manera, son contrarios.

 

Capítulo III

 

En que se prueba cómo el deleite es cosa buena, y que no se han de escoger todos los deleites, y se satisface a las razones de los que tienen lo contrario

 

Propuesta la opinión de Eudoxo, y respondido a las razones de los que la refutaban, muestra cómo las razones de los que querían probar que el deleite no era cosa buena, no coligen nada, ni tienen ninguna consecución, Porque no se colige: el deleite no es calidad, luego no es cosa buena; el deleite admite más y menos, luego no es cosa buena. Porque en muchas cosas demuestra haber esto que es no ser calidad, como en un buen ejercicio, y admitir más y menos, como el ser justo, y con todo eso ser cosas buenas. Demuestra después el deleite no ser movimiento ni generación, y que no todos los deleites tienen por contraria la tristeza, sino solos los corporales. Declara, al cabo, que no todo lo que parece deleite es deleite, porque lo que la voluntad viciosa juzga por deleite a la tal le es, pero de suyo no lo es, así como el buen manjar, que el enfermo lo juzga amargo, al tal enfermo le es amargo, pero no lo es de suyo. Y así, lo que la voluntad sin virtud juzga ser deleite, no se ha de apetecer.

 

Pero no porque el deleite no sea calidad, deja por eso de ser uno de los bienes, porque tampoco son calidades los ejercicios virtuosos, ni menos lo es la misma felicidad. Dicen, asimismo, que lo bueno es cosa ya determinada, pero que el deleite no tiene cierto término, pues admite más y menos. Pues si del deleitarse lo coligen esto, lo mismo hallarán en la justicia y en las demás virtudes, conforme a las cuales, clara y manifiestamente, confiesan ser unos más tales y otros menos, porque unos hay que son más justos que otros, y otros más valerosos que otros. Y aun acontece que uno use más de justicia que otro, y uno sea más templado en su vivir que otro. Pero si en los mismos deleites dicen que consiste, no dan aún bien en la cuenta de la causa, si unos deleites hay que no admiten mezcla y otros que son mezclados. Pero ¿qué inconveniente hallan en que así como la salud, siendo cosa que tiene fin y término, con todo eso admite más y menos, de la misma manera también acontezca en el deleite? Porque ni en todas las cosas hay la misma templanza, ni aun en la misma cosa es siempre una misma, sino que aunque se debilite, queda la misma hasta llegar a cierto término, y difiere en más y menos. Y esto mismo puede acontecer en el deleite. Los que ponen que el sumo bien es cosa perfeta, y que los movimientos y generaciones son cosas imperfetas, pretenden mostrar que el deleite es movimiento y generación. Pero no parece que dicen bien en esto, ni que el deleite es movimiento, porque a todo movimiento le es anexa la presteza y la pereza, aunque no en respecto y comparación de sí mismo, sino de algún otro, como al movimiento del mundo en respecto de otro, pero en el deleite ni hay presteza ni pereza, porque caer en un deleite de presto puede acontecer, como caer en ira, pero deleitarse no es posible ni de presto ni respecto de otrie; pero el andar y crecer, y las cosas otras como éstas, bien pueden hacerse presta y perezosamente. Caer, pues, en el deleite presta o perezosamente, bien es posible, pero no lo es el obrar conforme a él, digo el mismo deleitarse. ¿Cómo será, pues, generación? Porque no parece que cualquier cosa se haga de cualquiera, sino que de lo mismo que se hace, en aquello mismo se resuelve, y así, de lo que el deleite fuese generación, de aquello mismo sería la tristeza perdición. Dicen, asimismo, que la tristeza es falta de lo que naturaleza requiere, y el deleite cumplimiento o henchimiento de aquello. Pero estas cosas son afectos corporales, porque si el deleite fuese henchimiento de lo que naturaleza requiere, aquello mismo en quien se hace el henchimiento, sentiría el deleite; luego el cuerpo sería el que se deleitase, lo cual no parece ser así. No es, pues, el deleite henchimiento, sino que haciéndose este henchimiento, se deleita el hombre, y quitándole alguna parte, se entristece. Pero esta opinión parece haber procedido de las tristezas y deleites que acaecen acerca del mantenimiento, porque los que están faltos de el, y por la misma razón tristes, cuando matan su hambre, se deleitan. Pero esto no acaece en todos los deleites, porque los deleites de las ciencias y de los sentidos, como son los que dan los olores, las músicas, las hermosas vistas, y muchas memorias y esperanzas, carecen de tristeza. ¿De quién, pues, diremos que son generaciones estos deleites semejantes? Porque de ninguna cosa son defectos, cuyas harturas o henchimientos sean. Pero a los que proponen deleites feos y torpes, puédeseles responder que cosas semejantes no son cosas deleitosas; porque no porque a los que tienen los afectos estragados les parezcan deleitosas, por eso habemos de creer que lo son absolutamente, sino deleitosas a los tales; de la misma manera que las cosas que a los enfermos les parecen provechosas, dulces o amargas, o las que a los lagañosos les parecen blancas, no por eso diremos que son tales. ¿O responderemos que los deleites son, cierto, cosas de apetecer, pero no los de cosas como aquéllas; así como el enriquecer es cosa de desear, pero no, haciendo traiciones a la patria, y el tener salud es cosa de desear también, pero no comiendo cualquier cosa? ¿O diremos que los deleites difieren en especie, porque los que proceden de cosas honestas son diferentes de los que de cosas feas, y que ninguno puede deleitarse como se deleita el hombre justo, no siendo justo, ni como se deleita el músico, no siendo músico, y de la misma manera en todo lo demás? Y que el deleite no sea bueno, o que haya diferentes especies de deleites, claramente lo muestra la diferencia que hay entre el amigo y el lisonjero, porque el amigo conversa encaminando su conversación a lo bueno, y el lisonjero a lo deleitable, y así lo del lisonjero es vituperado y lo del amigo es alabado, como cosas que enderezan su conversación a cosas diferentes. Ninguno tampoco habría que holgase de vivir toda la vida teniendo entendimiento de mochacho, por deleitarse con las cosas con que más parece que se deleitan los muchachos, ni se alegrase haciendo alguna cosa torpe, aunque nunca se hobiese de entristecer. Muchas cosas, asimismo, procuramos con mucha solicitud, aunque ningún deleite den, como el ver, el acordarnos, el saber, el ser dotados de virtudes. Y si tras de estas cosas de necesidad se siguen deleites, no importa, porque también las escogeríamos aunque ningún deleite nos procediese de ellas. Consta, pues, al parecer, que ni el deleite es cosa buena, ni todo deleite es de escoger, y que hay algunos deleites dignos de escoger de suyo mismos, los cuales difieren en especie, o, a lo menos, las cosas de do proceden ellos. Baste, pues, lo que está dicho del deleite y la tristeza.

 

Capítulo IV

 

En el cual se declara qué cosa es deleite y cómo perficiona todo ejercicio

 

Aunque el fin último de la moral ciencia es el bien obrar, para mediante aquél vivir prósperamente, y por esto la ciencia moral es ciencia activa y no contemplativa, con todo eso, siempre se ofrece tratar algunas cosas contemplativas, y que no pertenecen para el obrar; una de las cuales es la que se trata en el capítulo presente, en el cual el filósofo propone la definición del deleite, buscando primeramente, conforme a método lógico, su género, que es un súbito accidente que perficiona el ejercicio. Después pone algunas dudas, y satisface a ellas. Pero casi todo lo de este capítulo, más curioso es que necesario.

 

Pero qué cosa sea el deleite, o qué tal sea, más claramente se entenderá, tomando la cosa de principio. Porque el ver en cualquier cantidad de tiempo qué se haga, parece ser cosa perfeta, porque no tiene necesidad de otra cosa alguna que, añadiéndosele después, haga perfeta su especie. El deleite, pues, parece ser una cosa como ésta, porque es una cosa entera, y en ningún espacio de tiempo puede ninguno tomar un deleite de manera que, si más tiempo dura, venga a ser su especie más perfeta. Y por esto, el deleite no es movimiento, porque todo movimiento se hace en tiempo y va a algún fin enderezado, como el edificar entonces se dice ser perfeto, cuando haya dado remate a lo que pretende, o en todo el tiempo, o en este tal particular; pero considerados los movimientos en cualquiera parte del tiempo, todos son imperfetos y diferentes en especie, así del todo como entre sí; porque el poner una piedra sobre otra, diverso movimiento es del levantar el pilar, y ambas a dos cosas difieren del hacer el templo, y el edificar el templo es acción perfeta, porque para lo propuesto no le falta nada. Pero el echar los cimientos y el hacer la crucería son acciones imperfetas, pues ambas a dos son de lo que es parte; difieren, pues, en especie, y no puede hallarse en cualquier manera de tiempo perfeto movimiento en especie, si no es en todo el tiempo considerado juntamente. Lo mismo se halla en el andar y en los demás; porque si el ir es moverse de una parte a otra, sus diversas especies serán volar, andar, saltar, y otras semejantes. Y no solamente en éstas pasa ello así, pero aun en el mismo andar también, porque el de dónde y adónde no es un mismo en toda la corrida que en la parte, ni el mismo en la una parte que en la otra, ni es todo uno pasar esta raya o aquella otra, porque no solamente pasa la raya, pero pasa la puesta en lugar, y la una está en diferente lugar de la otra. Pero del movimiento ya en otros libros se ha tratado de propósito. Parece, pues, que ni aun en todo el tiempo no es una acción perfeta, sino muchas imperfetas y diferentes en especie, pues el de dónde y el adónde les hacen diversas en especie. Pero la especie del deleite en cualquier tiempo es perfeta. Consta, pues, manifiestamente que el movimiento y el deleite son cosas diversas entre sí, y que el deleite es cosa entera y perfeta, lo cual también parece que se entiende ser así de que ninguna cosa se puede mover sin discurso de tiempo, pero deleitarse bien puede, porque lo que agora en este presente tiempo es, entera cosa es. De aquí se colige que no dicen bien los que dicen ser el deleite movimiento o generación, porque éstas no se dicen en las cosas que tienen en sí todo su ser, sino de las que están por partes repartidas y no son cosas enteras; porque ni en la vista hay generación, ni en el punto, ni en la unidad, ni cosa ninguna de éstas es movimiento ni generación, ni tampoco lo habrá en el deleite, porque es una cosa entera. Pero todo sentido ejercita su operación en respecto, y el que bien dispuesto está en respecto de lo más hermoso que por el sentido se puede percibir, la ejercita perfetamente, porque tal cosa como ésta parece que es señaladamente el perfeto ejercicio, ni importa nada que digamos que el mismo sentido se ejercita o que se ejercita el que lo tiene. Y en cada uno de los sentidos, aquel es el mejor ejercicio, que es de más bien dispuesto sentido y va dirigido al mejor de sus objetos. Este tal, pues, será el más perfeto ejercicio y el más suave o deleitoso; porque en cada sentido hay, su deleite, y de la misma manera en cada ejercicio del entendimiento y en la contemplación, y el más deleitoso es el que es más perfeto, y el más perfeto es el del que está bien dispuesto para lo más virtuoso que con el entendimiento puede ser comprendido. Y este tal ejercicio perficiónase con el deleite, pero no de una misma manera lo hace perfeto el deleite y el objeto y el sentido, aunque son todas cosas buenas, de la misma manera que la salud y el médico no son de una misma manera causa del estar sano. Consta, pues, que en cada sentido hay su deleite, porque decimos que tales vistas y tales sonidos dan deleite; también consta que aquel será mayor deleite, que se tomará estando el sentido muy más perfeto, y siendo enderezado a muy más perfeto objeto. Siendo, pues, tales el objeto que se ha de sentir y el sentido que lo perciba, siempre habrá deleite, pues habrá quien lo dé y quien lo reciba. Perficiona, pues, el deleite al ejercicio, no como hábito que consista en él, sino como fin que de nuevo de el resulta, de la misma manera que a los mancebos la hermosura, y mientras lo que se siente o se entiende estuviere dispuesto como debe, y por la misma razón el que lo juzga y considera, en tal ejercicio siempre habrá deleite. Porque las cosas que son semejantes y de una misma manera están entre sí dispuestas, digo el que recibe y el que hace, siempre están aptas para producir el mismo efecto, pues como ninguno continuamente se deleita o está en fatiga, porque ninguna cosa humana puede durar continuamente en el ejercicio, y por esto no, ni el deleite tampoco dura a la continua, porque es anexo al ejercicio. Y aun algunas cosas deleitan siendo nuevas, y después no, por la misma causa. Porque al principio cébase en ellas el entendimiento y ejercitase con hervor, como los que miran ponen su vista ahincadamente, pero después no es tan vivo el ejercicio, sino remiso, y por esto también el deleite se escurece. Alguno, pues habrá que piense que apetecen los hombres el deleite, porque apetecen el vivir, y la vida es un ejercicio, y cada uno en aquello y con aquello que más ama se ejercita, como el músico con el oír en las consonancias, y el amigo de saber con el entendimiento en las consideraciones, y cada uno de los demás de la misma manera. Pero el deleite da la perfición y remate a los ejercicios, y así también al vivir, al cual apetecen. Con razón, pues, apetecen los hombres el deleite, pues a cada uno le perficiona la vida, la cual es cosa de desear. Pero si apetecemos el vivir por el deleite o al contrario el deleite por el vivir, no lo disputemos por agora, porque estas dos cosas parecen tan anexas la una a la otra, que no se pueden hallar la una sin la otra; porque sin ejercicio no hay deleite, y a todo ejercicio le da el deleite su remate.

 

Capítulo V

 

En que se muestra cómo los deleites difieren en especie

 

En el capítulo presente da fin a la disputa del deleite, probando una cuestión no muy dificultosa: que los deleites difieren en especie. Pruébalo con semejantes razones que éstas: que lo que unos perficionan, otros lo impiden, como los deleites del entendimiento perficionan las ciencias, los del sentido las destruyen. Ítem, que cada deleite sigue su propio ejercicio, y así como los ejercicios son diversos, lo han de ser también de necesidad los deleites que los siguen, con otras razones que se entenderán por el mismo texto fácilmente.

 

De donde parece que los deleites difieren en especie, porque las cosas que son diferentes en especie, juzgamos que son perficionadas por cosas también diferentes en especie; y los ejercicios del entendimiento diversos son de los del sentido. Porque de esta manera parece que difieren las cosas naturales de las artificiales, como los animales y los árboles, la pintura y la estatua, la casa y el vaso; y de la misma manera los ejercicios diferentes en especie son hechos perfetos por cosas también diferentes en especie. Pues los ejercicios del entendimiento difieren en especie de los del sentido, y éstos también los unos de los otros, luego también ternán la misma diferencia los deleites que la perfición le dieren y remate. Demuéstrase también esto mismo en que cada deleite es propio de aquel ejercicio, al cual hace perfeto; porque el propio deleite acrecienta el ejercicio, porque los que cualquier cosa hacen con deleite, mejor juzgan de ella, y mejor la declaran, como los que se deleitan con la geometría dícense geómetras, y las cosas tocantes a geometría mejor las entienden que los otros. De la misma manera los aficionados a la música, y a la arquitectura, y a las demás artes, aprovechan en sus propias obras deleitándose con ellas. Acrecientan, pues, los deleites a las obras, y las cosas que acrecientan propias son de aquello que acrecientan, y las cosas diferentes en especie tienen también cosas propias diferentes en especie. Pero aun más a la clara se verá esto, en que los deleites que de unas cosas proceden, son estorbos para los ejercicios de las otras. Porque los aficionados a las flautas no pueden escuchar las buenas conversaciones, si vieren tañer a un músico de flautas, porque se huelgan más con la música de las flautas, que no con el ejercicio que tratan de presente, de manera que el deleite de la música de flautas destruye el ejercicio de la buena conversación. De la misma manera acontece en las demás cosas, cuando uno en dos diversas cosas juntamente se ejercita. Porque la más deleitosa excluye a la otra, y si en el deleite difiere mucho la una de la otra, ya la excluye mucho más, de manera que en la otra verná a no ejercitarse nada. Por esto cuando en una cosa nos deleitamos mucho, no nos curamos de hacer otra; pero cuando ya con unas cosas no nos deleitamos mucho, entonces nos damos a hacer otras, como en los teatros, cuando los que combaten lo hacen fríamente, los miradores pónense a comer sus colaciones. Y, pues, el propio deleite esclarece más los ejercicios, y los hace más durables y mejores, y los que son ajenos lo destruyen, claramente se demuestra que difieren mucho los tales deleites entre sí, porque los ajenos deleites casi hacen lo mismo que las propias tristezas, porque las propias tristezas destruyen los ejercicios, como si a uno le es pesado o desabrido el escrebir o el contar a otro, ni el uno escribe, ni el otro cuenta, porque le es desabrido y pesado el ejercicio de ello. En los ejercicios, pues, de los propios deleites y molestias procede lo contrario, y propios deleites o molestias se dicen aquellas que de suyo trae consigo el ejercicio, pero los otros deleites llamámoslos ajenos, porque hacen lo mismo que las molestias, porque destruyen, aunque no de la misma manera. Y, pues, los ejercicios difieren en bondad y malicia, y los unos son dignos de amar y los otros de aborrecer y otros hay que son indiferentes, de la misma manera será de los deleites, que cada ejercicio tiene su propio deleite. El deleite, pues, que fuere propio del buen ejercicio, será buen deleite, y el que del malo, será malo. Porque también los deseos, si son de cosas buenas, son de alabar, y si de malas, de vituperar; verdad es que más propios de los ejercicios son los deleites que los deseos, porque los deseos son distintos de los ejercicios, así en el tiempo como en la naturaleza; pero los deleites están conjuntos con los mismos ejercicios, y tan unidos, que hay cuestión si el ejercicio es lo mismo que el deleite. Pero con todo eso el deleite no parece que sea entendimiento, ni tampoco sentido, porque es cosa ajena de razón, sino que como nunca está apartado el deleite, o del entendimiento, o del sentido, paréceles a algunos que es lo mismo como los demás ejercicios y deleites. Pero la vista difiere del tacto en la limpieza, y el oído y el olfato del gusto por lo mismo, y de la misma manera difieren los deleites de ellos, y déstos los del entendimiento, y entre sí los unos de los otros. Parece, pues, que cada animal tiene su propio deleite, como su propio ejercicio y obra propria, porque uno es el deleite del caballo, y otro el del perro, y otro el del hombre, como dice Heráclito de los asnos, que antes acuden a la paja, que no al oro, porque a los asnos más aplacible les es el comer que no el oro. Los deleites, pues, de cosas diversas en especie, también entre sí difieren en especie; pero los de las cosas que son unas mismas, es conforme a razón que sean no diferentes. Aunque las de los hombres no poco difieren entre sí, porque unas mismas cosas a unos dan pena y a otros dan deleite, y a unos les parecen cosas tristes y dignas de aborrecer, y a otros deleitosas y dignas de amar, lo cual en las cosas dulces acaece, porque una misma cosa no le parece dulce al que está con calentura y al que está sano, ni de la misma manera caliente al que está flaco, que al que tiene buen hábito de cuerpo, y lo mismo acaece en todo lo demás. En todas estas cosas, pues, aquello parece ser realmente, que el que bien dispuesto está juzgare que es. Pues si esto está bien dicho, como lo parece estar, y si la virtud es la regla en cada cosa, y el bueno es el que lo ha de reglar, aquéllos por cierto serán realmente deleites, que al bueno le parecieren que lo son, y aquellas serán cosas deleitosas, con las cuales él se deleitare. Y si las cosas de que este tal abomina, a otro le parecen deleitosas, no es de maravillar, porque de diversas maneras se pervierten los hombres y se estragan. No son, pues, las tales cosas deleitosas, sino sonlo a los tales, y a los que de aquella manera están dispuestos. Los que son, pues, a confesión de todos cosas feas, claro está que no habemos de decir que son deleites, sino para los estragados y perdidos; pero de las que ser parecen buenas, cuál o qué tal sea el que habemos de decir ser propio del hombre, por el mismo ejercicio se entiende claramente, porque a los ejercicios son anexos los deleites. Si el ejercicio, pues, del hombre bien afortunado es uno solo, o si son muchos los deleites que a este tal o a estos tales dieren perfición, estos se dirán propriamente ser deleites propios del hombre; pero los demás, secundariamente y muy de lejos, como también sus ejercicios.

 

Capítulo VI

 

De la felicidad

 

En el principio de esta obra mostró Aristóteles ser el blanco, adonde los hombres habían de enderezar todos sus hechos, la felicidad. Y después ha tratado de todos los géneros de virtudes, como de medios y cosas, mediante las cuales se alcanza esta felicidad, y por la misma razón ha tratado de la amistad y del deleite como de cosas anexas a la misma felicidad. Agora, en lo que resta deste libro, trata de la misma felicidad, dando con esto el remate a sus Morales. Porque en toda cosa el fin es lo primero que acude a la intención, y lo postrero que el que obra pone en ejecución. En el capítulo presente hace una breve recopilación de lo que ya se trató de ella en el principio. Muestra después ser la felicidad un ejercicio que los hombres perfetos lo aman por sí y no por causa de otro. Esto dice como hombre que en esto alcanzó lo que humanamente pudo. Si doctrina evangélica alcanzara, dijera, con la verdad, ser la felicidad nuestra ver a Dios y gozar de aquella inmensa gloria que de su suma bondad procede a los que la merecen alcanzar; y que las virtudes que están ya dichas, con otras que él no supo, que son: fe, esperanza, caridad, son los medios para alcanzar esta felicidad.

 

Pero, pues habemos ya concluido con lo de las virtudes, amistades y deleites, resta que tratemos así sumariamente de la felicidad, pues la pusimos por fin y blanco de las humanas cosas. Reiterando, pues, lo que ya está dicho en otra parte, será nuestra disputa más sumaria. Dijimos, pues, que la felicidad no era hábito, porque se siguiría que pudiese cuadrar al que duerme y viva vida de planta, y también al que estuviese puesto en muy grandes desventuras. Pues si tales cosas no nos cuadran, más habemos de decir que consiste en ejercicio, como ya se dijo en lo pasado. De los ejercicios, pues, unos hay que son forzosos y que por fin de otras cosas los escogemos, y otros que por respecto de ellos mismos. Consta, pues, que la felicidad se ha de contar por uno de aquellos ejercicios que por sí mismos se escogen, y no se ha de poner entre los que por fin de otras cosas se apetecen, porque la felicidad de ninguna cosa es falta, antes para sí misma es muy bastante. Aquellos ejercicios, pues, son dignos por sí mismos de escoger, de los cuales no se pretende otra cosa fuera del mismo ejercicio. Tales, pues, parecen ser las obras de virtud, porque el obrar cosas honestas y virtuosas es una de las cosas que por sí mismas son dignas de escoger, y asimismo los juegos que en sí son deleitosos, porque no por otro fin son apetecidos, porque más daño reciben los hombres de ellos que provecho, pues se descuidan por ellos de su propria salud y de sus intereses. Y aun muchos de los bien afortunados se dan a semejantes pasatiempos, y por esto los tiranos, a los que en semejantes conversaciones son graciosos y aplacibles, precisan mucho, porque estos tales se muestran deleitosos en aquello que los tales poderosos apetecen, y sienten ellos necesidad de cosas semejantes. Estas tales cosas, pues, parecen cosas prósperas, porque se deleitan en ellas los que están puestos en poder y señorío. Aunque los tales no son por ventura bastante argumento para persuadirlo, porque no consiste la virtud en el poder mucho y señorear, ni tampoco el buen entendimiento, de las cuales dos cosas proceden los buenos ejercicios. Y si estos tales, no gustando del deleite verdadero y liberal, se dan a los deleites sensuales, no por eso habemos de juzgar ser los deleites sensuales más dignos de escoger, porque también los niños juzgan ser lo más principal lo que en ellos es tenido en precio y en estima. Es, pues, cosa conforme a razón, que así como a los niños y a los varones las cosas que les parecen de estimar son diferentes, de la misma manera también a los malos y a los buenos. Aquellas cosas pues, son dignas de estima y deleitosas (como ya está dicho muchas veces), que las juzga ser tales el hombre virtuoso, porque cada uno juzga por más digno de escoger el ejercicio que es según su propio hábito, y así también el virtuoso juzga por más digno de escoger el ejercicio que es según virtud. No consiste, pues, la felicidad en gracias y burlas, porque cosa sería ajena de razón, que el fin de nuestra vida fuesen gracias, y que todo el discurso de nuestra vida negociásemos y padeciésemos trabajos por causa de decir donaires. Porque todas las cosas, hablando así sumariamente, las apetecemos por causa de otras, excepto la felicidad, porque este es el fin de todas ellas. Afanarse, pues, mucho y trabajar por amor de burlas y niñerías, mucha necesidad parece y mucha niñería. Pero burlarse algún poco para después volver a las cosas de veras con hervor, como decía Anacarsis, parece estar bien dicho. Porque las burlas parecen una manera de descanso, y como los hombres no pueden perseverar en el trabajo de contino, tienen necesidad de algún descanso. No es, pues, el reposo el fin de nuestra vida, porque lo tomamos por amor del ejercicio. Y la vida bien afortunada parece consistir en las cosas hechas conforme a virtud, y esta es la vida virtuosa, y no en las burlas ni en las gracias, porque las cosas virtuosas mejores decimos que son, que no las cosas de risa y las de gracias, y el ejercicio de la mejor parte y del mejor hombre, mejor virtuoso cierto es, así el ejercicio del que es mejor, más principal será y más importante para la felicidad. De los deleites corporales, pues, quienquiera puede gozar, aunque sea un vil esclavo, no menos que el bueno, pero la felicidad ninguno la atribuirá al esclavo; si ya también la vida virtuosa no tuviese. Porque no consiste la felicidad en semejantes conversaciones, sino en los ejercicios hechos conforme a virtud, como ya está dicho en lo pasado.

 

Capítulo VII

 

De la felicidad contemplativa

 

Declarado ya qué es y en qué consiste la felicidad, propone agora Aristóteles cuál es la mayor felicidad, y muestra ser la mayor la que consiste en la contemplación y en la consideración de las cosas, pues la parte que es más excelente y más divina en los hombres, se ejercita en ella, que es el entendimiento. Y también porque esto es lo que los hombres pueden hacer más continuamente sin fatiga, y porque al juicio bien dispuesto no hay cosa que tanto gusto le dé. Asimismo porque este es un ejercicio que menos necesidad tiene de cosas exteriores, lo cual es propio de la felicidad. Confórmase mucho este parecer con la verdad de nuestra fe, la cual nos enseña que aquellos verdaderamente bienaventurados, que en el otro siglo gozan de Dios, en éste tienen su felicidad, cuyo deleite excede a todo género de deleites. Y aun por boca de nuestro mismo Redemptor está esto aprobado, cuando pronunció que María Magdalena había escogido la mejor parte, la cual, como el sagrado Evangelio lo cuenta, estaba a los pies del Señor contemplando y considerando sus divinos sermones y palabras.

 

Pues si la felicidad es ejercicio conforme a la virtud, más princiforme (sic) a razón que ha de ser conforme a la virtud más principal, la cual es la virtud de la mejor y más principal parte, ora sea ésta el entendimiento, ora otra cosa, la cual conforme a la naturaleza parece que manda y es la capitana, y que tiene conocimiento de las cosas honestas y divinas, ora sea ella de suyo cosa divina, ora la más divina que en nosotros se halla. El ejercicio, pues, désta, hecho conforme a su propria virtud, será la perfeta felicidad. Y que la virtud de esta parte sea la contemplativa, ya está dicho, y esto que decimos muestra conformar con lo que ya antes está dicho y con la verdad misma. Porque este ejercicio es el más principal de los ejercicios, pues el entendimiento es lo principal que hay en nosotros, y de las cosas que se conocen, las más principales son las que el entendimiento considera. A más de esto, éste es el más continuo de los ejercicios, porque más continuamente podemos contemplar que no obrar cualquiera cosa. También tenemos por cierto que en la felicidad ha de haber mezcla de deleite, pues sin contradicción ninguna el ejercicio de la sabiduría es el más deleitoso de todos los ejercicios de virtud, porque parece que la sabiduría tiene en sí maravillosos deleites, así cuanto a la pureza de ellos, como cuanto a la firmeza, y por esto, conforme a razón, más aplacible les es la vida a los que saben, que a los que preguntan, así como aquello que llamamos suficiencia más cuadra a la contemplación. Porque de las cosas que son menester para el vivir, el sabio y el justo y todos los demás tienen necesidad. Pero siendo de estas cosas bastantemente proveídos, el justo tiene aún necesidad de aquellos para quien y con quien use de justicia, y de la misma manera el templado, y también el valeroso, y cada uno de todos los demás. Pero el sabio, estando consigo a solas, puede contemplar, y cuanto más sabio fuere muy mejor. Ello por ventura es mejor hacerlo en compañía, pero con todo eso es el sabio más bastante para sí. Parece asimismo que sola la contemplación es amada por sí misma, porque de ella ningún otro provecho procede fuera del mismo contemplar, pero en los negocios parece que algo más o menos alcanzamos fuera de la misma obra. También parece que la felicidad consiste en el reposo, porque si tratamos negocios es por después descansar, y si hacemos guerra es por después vivir en paz; los ejercicios, pues, de las virtudes activas consisten, o en los negocios tocantes a la república, o en las cosas que pertenecen a la guerra, y las obras que en estas cosas se emplean parecen obras ajenas de descanso, y sobre todas, las cosas tocantes a la guerra. Porque ninguno hay que amase el hacer guerra sólo por hacer guerra, ni aparejase lo necesario sólo por aquel fin, porque se mostraría ser del todo cruel uno y sanguinario, si de amigos hiciese enemigos sólo porque hobiese batallas y muertes se hiciesen. También es falto de descanso el ejercicio del que gobierna la república, y a más del gobierno procura para si señoríos o dignidades, o la felicidad para sí o para sus ciudadanos, diferente de aquella común civil que aquí buscamos como manifiestamente diferente. Pues si entre todos los ejercicios y obras de virtud, las civiles y tocantes a la guerra son las más principales en honestidad y grandeza, y éstas carecen de descanso y van dirigidas a otro fin, y no son por sí mismas dignas de escoger, y el ejercicio del entendimiento, siendo contemplativo, parece que difiere y se aventaja en la afición y que no pretende otro fin alguno fuera de sí mismo, pero que en sí mismo tiene su deleite propio, el cual su propio ejercicio hace ir de augmento y hay en él bastante suficiencia y descanso y seguridad de fatiga, cuanto el humano estado es capaz de ella; y todas las demás cosas que se atribuyen a un varón bien afortunado, parece que se hallan en este ejercicio de la contemplación, ésta por cierto será la felicidad perfeta del hombre, si se le añade perfeta largueza de la vida, porque ninguna cosa imperfeta es de las que comprende en si la felicidad. Pero tal vida como ésta más perfeta sería que la que un hombre puede vivir en cuanto hombre, porque en cuanto hombre no viviría de esta manera, sino en cuanto hay en él alguna cosa divina; y cuanto ésta difiere de las cosas compuestas, tanta diferencia hay del ejercicio désta al de las demás virtudes. Y si en comparación del hombre el entendimiento es cosa divina, también será divina la vida que es conforme al entendimiento, en comparación de la vida de los hombres. Conviene, pues, que no sigamos el parecer de los que dicen que, pues somos hombres, que nos contentemos con saber las cosas de hombres, y pues somos mortales, que amemos lo mortal, sino que en cuanto posible fuere nos hagamos inmortales y hagamos todo lo posible por vivir conforme a lo mejor que hay en nosotros; lo cual aunque en el tomo es poco, con todo eso en poder y valor a todo lo demás hace mucha ventaja. Y aun parece que cada uno de nosotros es este entendimiento, pues somos lo qué es más principal y lo mejor. Cosa, pues sería, por cierto ajena de razón, que uno dejase de seguir la vida que es propria suya por escoger la de otra cualquier cosa. Cuadra también al propósito lo que está ya dicho arriba, porque lo que a cada uno le es propio, según su naturaleza, aquello mismo le es lo mejor y lo más deleitoso y aplacible. Y así al hombre le será tal la vida que es conforme al entendimiento, pues el hombre más particularmente es entendimiento que otra cosa. Esta tal vida, pues, será la más próspera y mejor afortunada.

 

Capítulo VIII

 

En que se prueba que el sabio es el mejor afortunado

 

Después que con muy claras razones ha probado el filósofo que la vida contemplativa es la más perfeta vida, trata agora de la vida activa, la cual consiste en el ejercicio de las demás virtudes, y muestra ser ésta inferior a la contemplativa, pues consiste más en negocios y en afectos, los cuales, sin duda ninguna, no tienen que ver con el sosiego y quietud del entendimiento. Pruébalo también por la común opinión de los hombres, los cuales atribuyen a Dios la vida más perfeta, así como él, sin comparación, es lo más perfeto; y así le atribuyen la contemplación y consideración, en cuanto el hombre puede considerar y entender la divinidad. Nadie a Dios le atribuye negocios ni ocupaciones, sino los necios de los poetas gentiles, que las cosas de Dios las pintaban al modo de los hombres, por lo cual son reprendidos de Platón en los libros de república, como hombres que las flaquezas de los hombres las quisieron autorizar con el nombre de Dios, con grande injuria de la divinidad. Y así también aquí el filósofo se burla de semejantes necedades.

 

Después désta es la más perfeta la que es conforme a las demás virtudes. Porque los ejercicios de ellas son humanos, porque las cosas justas, y las valerosas, y las demás que conforme a virtud se hacen, tratámoslas los unos con los otros en nuestras contrataciones y necesidades, y en todo género de negocios, repartiendo a cada uno lo que conviene en lo que toca a los afectos. Pero todas estas cosas parecen ser cosas humanas, y aun algunas de ellas proceder del mismo cuerpo, y aun la virtud moral es cosa muy anexa a los afectos. La prudencia también está unida con la moral virtud, y la moral virtud con la prudencia, pues los principios de la prudencia consisten en las virtudes morales, y lo perfeto de las virtudes morales será regla por la virtud de la prudencia. Y pues estas virtudes a los afectos son anexas, consistirán por cierto en todo el compuesto, y las virtudes de todo el compuesto son virtudes humanas, y así lo será también la vida que conforme a ellas se hace y la felicidad que procede de ellas. Pero la felicidad que del entendimiento procede, es cosa que está de parte, porque sólo esto tratamos aquí de ella, porque tratarlo más exquisitamente excede a la materia que tratamos de presente. Y aun parece que de las cosas de defuera tiene esta felicidad poca necesidad, o a lo menos no tanta cuanta la moral. Porque de las cosas para su propio sustento necesarias, ambas a dos tienen igual necesidad, aunque mas se fatiga el varón civil por lo que toca al cuerpo y por las cosas semejantes. Pero, en fin, difieren poco en cuanto a esto, pero en cuanto a sus propios ejercicios, hay entre ellos mucha diferencia, porque el varón liberal tiene necesidad de dineros para ejercitar las cosas de la liberalidad, y también el justo para volver el galardón, porque las voluntades son inciertas, y aun los que no son justos fingen tener gana de hacer obras de justicia. Asimismo el hombre valeroso tiene necesidad de poder, si algo ha de llegar al cabo de las cosas que, a aquella virtud tocan. También el templado tiene necesidad de libertad, porque no teniéndola ¿como se verá si es tal, o es al contrario? Dispútase también cuál es más propria de la virtud, la elección o la obra, como cosa que en ambas a dos consiste. La perfeta virtud, pues, claramente se ve que consiste en la una y en la otra, pero para el ponerlo por obra, otras muchas cosas ha menester; y aun cuanto mayores y más ilustres sean las obras, tanto más cosas requiere. Pero el que contempla, ninguna cosa de estas ha menester para su ejercicio; antes le son (digámoslo así) una manera de estorbo para su contemplación. Aunque este tal, en cuanto es hombre y huelga de vivir con muchos, obrará también según virtud, y así, para tratarse como hombre, terná necesidad de estas cosas. Pero que la contemplación y ejercicio contemplativo sea la perfeta felicidad, por esto lo entenderemos claramente: porque a los dioses más particularmente los juzgamos por dichosos y bienaventurados; pero ¿qué ejercicios o qué obras les debemos atribuir? ¿Por ventura las de justicia? ¿No sería cosa de risa ver a los dioses hacer contratos y restituir los depósitos y hacer cosas semejantes? ¿O diremos que son valientes, y que guardan las cosas temerosas, y se ponen en peligros, porque el hacer esto es cosa honesta? ¿Pues qué, diremos que son liberales? ¿A quién, pues, darán? También parece cosa ajena de razón decir que los dioses tengan dineros o cosa semejante ¿O diremos que son templados? ¿Para qué lo han de ser? ¿O es para ellos por ventura alabanza pesada el decir que carecen de deseos malos? Si queremos, pues, discurrir por todo, hallaremos que todas las cosas tocantes a negocios son cosas pequeñas y no dignas de ser atribuidas a los dioses. Pero todos piensan que los dioses viven y que se ocupan en algunos ejercicios por la misma razón, porque no han de estar durmiendo como Endimion. Quitándole pues al que vive el obrar, o por mejor decir, el hacer, qué le resta sino el contemplar? De manera que el ejercicio de Dios, el cual excede en bienaventuranza, es contemplativo, y de la misma manera, entre los hombres, el ejercicio que más cercano fuere a éste, será el más bien afortunado. Entiéndese también por esto que los demás animales no participan de la felicidad, careciendo del todo deste ejercicio, porque a los dioses toda la vida les es bienaventurada; pero a los hombres tanto cuanto su vida es un retrato del ejercicio de los dioses. Pero de los demás animales ninguno se dice ser bienaventurado, porque en ninguna manera participan de la contemplación. Tanto, pues, se extiende la felicidad, cuanto la contemplación, y los que más participan del contemplar, también participan más del ser bienaventurados, y esto no accidentariamente, sino por razón de la misma contemplación, porque ella por sí misma es cosa preciosa. De manera que la felicidad no es otra cosa sino una contemplación. Aunque este tal bien afortunado, pues es hombre, también terná necesidad de tener abundancia de los hombres de defuera, porque la naturaleza de suyo no es suficiente para el contemplar, sino que conviene que el cuerpo esté sano y que tenga su mantenimiento y el demás servicio necesario. Pero no porque no sea posible ser uno bienaventurado sin los bienes exteriores, por eso habemos de pensar que el bienaventurado terná necesidad de muchos de ellos y de muy cumplidos, porque la suficiencia no consiste en exceso, ni tampoco el juicio, ni menos el hacer la obra, porque bien podemos obrar cosas honestas sin ser señores de la tierra o de la mar, pues puede uno con mediana facultad de cosas ejercitarse en las obras de virtud. Lo cual se puede ver muy a la clara, porque los particulares ciudadanos no parece que se ejercitan menos en las cosas de virtud, antes más que las gentes poderosas. Basta, pues, tener hasta esta cantidad los bienes de fortuna, porque la vida del que en virtud se ejercitare, será bienaventurada. Solón, pues, por ventura que quiere significarnos los bienaventurados donde dice, y muy bien, que aquellos lo serán, que en las cosas exteriores fueren medianamente abundantes y hobieren hecho cosas ilustres, según a él le parecía, y templadamente hayan vivido. Porque bien es posible que los que medianamente tienen lo que han menester, hagan lo que deben. Parece asimismo que Anaxágoras no llama bien afortunado al rico ni tampoco al poderoso, cuando decía que no se maravillaba él de que el vulgo estimase en mucho a un hombre malo, porque el vulgo juzga solamente por las cosas que parecen de fuera, y, de solas aquellas tiene conocimiento, y parece que las opiniones de los sabios conforman con las razones. Estas cosas, pues, parece que tienen alguna probabilidad, pero en los negocios júzgase la verdad por las obras y la vida, porque en éstas está lo principal. Conviene, pues, que se considere esto que habemos dicho haciendo anotomía de ello en las obras y en la vida, y que cuando las razones conformaren con las obras, se acepten; y si difieren, han de diputarse por fábulas y palabras huecas. El que en los negocios de la vida se conduce según la razón, honrándola y respetándola, paréceme ser el mejor y el más amado de los dioses; porque si los dioses tienen algún cuidado de las cosas humanas (como parece verisímil), probable es que se deleiten con aquella parte del hombre que mejor es y más aproximada a ellos, es decir, con la razón, y que protejan especialmente a los que en mayor grado aman y veneran a aquélla, porque ven que éstos prestan acatamiento a lo que ellos prefieren, y viven recta y honestamente. Y está claro que todo eso se da principalmente en el sabio, por lo cual es éste el más amado de Dios, y resulta verisímil que sea también el más feliz. Por lo cual, aun en este concepto, será el sabio el más dichoso de todos los hombres.

 

Capítulo IX

 

Del saber y de la práctica en esta filosofía

 

Trata el filósofo en este capítulo de la necesidad de que el gobernador de la república dicte preceptos para mover a los hombres al ejercicio de la virtud, lo cual no puede hacer si no se le da autoridad para que lo que él determinare y ordenare dentro de aquel pueblo o ciudad, sea firme y valga por ley particular, y pueda prohibir las demasías en lo que toca al comer, al vestir, a los juegos, al holgar, a los malos tratos y torpes usuras, a las mercaderías que no valen para otro sino para estragar la pública honestidad. Porque con esto habrá pública disciplina, y los hombres, comenzando a seguir la virtud por temor de la ley, vernán después cuando tengan más sano el juicio a amarla por sí misma. Todo esto se hará muy bien si en semejantes senados no se admitieren hombres ambiciosos de honra, ni codiciosos de dinero, porque tales gentes como éstas no valen sino para destruir la buena disciplina, sino hombres de costumbres moderadas, y que tengan esta ciencia, y sepan a quién han de inducir con premio y a quién con castigo, que son las dos riendas por donde los hombres han de ser regidos. Concluye, en fin, su libro, prometiendo tratar de la república, y mostrando el cómo, la cual obra también, si el Señor nos diere fuerzas para ello, la traduciremos para utilidad de todos en nuestra vulgar lengua.

 

Pero por ventura, si de estas cosas y de las virtudes, y también del amistad y deleite, así sumariamente está tratado, ¿habemos por eso de entender que ya nuestro propósito ha llegado al cabo? ¿O como se dice comúnmente en las cosas que se hacen, no consiste el fin en el considerar ni entender cada una de ellas, sino en el ponerlas por la obra? No basta, pues, en lo que toca a la virtud el saber, sino que se ha de procurar de poseer la virtud y usar de ella, o si otra vía hay por donde seamos hechos buenos. Si las razones, pues, fueran bastantes para hacer los hombres buenos, de muchos y grandes premios (como Teognis dice), fueran dignas, y con cualquier dinero fuera bien comprarlas. Pero parece que lo que ellas más pueden hacer, es exhortar y incitar a los más generosos mancebos a las costumbres generosas, y el que de suyo es aficionado a lo bueno, hácele perseverar en la virtud. Pero a la vulgar gente no bastan a inducirla a que a las cosas buenas se aficione, porque el vulgo no es apto para ser regido por vergüenza, sino por temor, ni apartarse de lo malo por su propio corrimiento, sino por el castigo, porque viven rigiéndose por sus afectos, buscan sus propios deleites y las cosas de donde les pueden proceder, y huyen de las contrarias pesadumbres. Pero de lo que es honesto y realmente deleitoso ni aun noticia no tienen, porque no son gente que gustan de cosas semejantes. A tal gente, pues, como ésta, ¿qué razón hay que baste a ponerlos en regla ni concierto? Porque las cosas que de mucho tiempo están recebidas en costumbres, no pueden, a lo menos no es cosa fácil, mudarlas por palabras. Y aun por ventura nos habemos de tener por contentos, si cuando están a la mano todas las cosas que para ser buenos parece que habemos menester, abrazamos aún entonces la virtud. Hay, pues, algunos que tienen por opinión que los hombres se hacen buenos por naturaleza, otros que por costumbres, y otros que por doctrina. Lo que toca, pues, a la naturaleza, manifiesta cosa es que no está en nuestra mano, sino que los que son realmente bien afortunados, lo alcanzan por alguna causa divina. Pero la razón y la doctrina no tienen fuerza en todo, sino que es menester que el ánimo del oyente esté dispuesto con buenas costumbres para que, como debe, ame lo que ha de amar y aborrezca lo que ha de aborrecer, de la misma manera que conviene estar bien sazonada la tierra que ha de recibir la simiente. Porque el que a su gusto vive, ni escucha la razón que le desaconseje aquello, ni tampoco la entenderá. Y al que de esta manera está dispuesto, ¿quién será bastante a persuadirle? En fin, el afecto no parece que es cosa que se subjeta a la razón, sino a la fuerza y al castigo. Conviene, pues, que preceda costumbre propria en alguna manera de la tal virtud, la cual costumbre ame y se aficione a lo honesto, y aborrezca lo que es torpe y deshonesto. Pero es dificultosa cosa, donde la mocedad, alcanzar vida encaminada a la virtud, no criándose uno debajo de leyes que inclinen a lo mismo, porque el vivir templadamente y perseverando en ello, a la gente vulgar no le es aplacible, y especialmente a gente moza. Por esto conviene que así el comer como los ejercicios en que se han de ejercitar sea tasado por las leyes, porque acostumbrándose a ello, no les será pesado. Pero no basta por ventura que los que son mancebos alcancen buena regla en su vivir y buen regimiento, sino que conviene también que, llegados a ser varones, se ejerciten y acostumbren en lo mismo, y para esto tenemos necesidad de buenas leyes, y aun para todo el discurso de la vida, porque los más de los hombres, más obedecen por fuerza que por razón, y más por castigos que por honestidad. Por esto les parece a algunos que los que hacen leyes deben convidar y exhortar a la virtud por causa de la misma honestidad, como cosa a la cual los buenos señaladamente obedecerán por lo que tienen de costumbre; pero a los que fueren desobedientes y no bien inclinados se les pongan penas y castigos, y a los que del todo fueren incurables los echen de la tierra. Porque el que bueno fuere y viviere conforme a la honestidad, dejará regirse por razón, pero el malo y amigo de vivir a su apetito como bestia, sea castigado con la pena. Y por esto dicen que conviene que se pongan tales penas, que sean del todo contrarias a los deleites a que ellos son aficionados, pues si el que ha de ser bueno, como está dicho, conviene que sea criado y acostumbrado bien y que después viva ejercitándose en buenos ejercicios, y que ni por fuerza, ni de su voluntad haga cosa mala, y esto se ha de hacer, viviendo conforme a algún buen juicio y a orden alguna buena que en sí tenga alguna fuerza, el paternal señorío, por cierto, ni tiene fuerza, ni necesidad que fuerce ni aun el de un solo varón, sino que sea rey o cosa semejante. Pero la ley tiene fuerza y poder obligatorio, siendo una razón que haya procedido de alguna grave prudencia y buen juicio. Asimismo los hombres suelen aborrecer a los que les van a la mano a sus deseos, aunque lo hagan con razón, pero la ley no es cosa pesada cuando manda lo que es bueno. En sola, pues, la república de los Lacedemonios parecen algunas otras pocas parece que el legislador tuvo algún cuidado de la crianza y ejercicio, pero en los más de los pueblos ningún cuidado hay de cosas semejantes, sino que cada uno vive como quiere, rigiendo sus hijos y mujer de la manera que se cuenta en las fábulas que los regían los Cíclopes. Lo mejor, pues, de todo sería que en esto hobiese un común y buen gobierno, que fuese bastante para haberlo de hacer. Pero si en lo público hay descuido en esto, parece que le convernía a cada uno encaminar sus hijos y amigos a la virtud, o a lo menos procurarlo. Y parece que más perfetamente lo podría esto hacer, si conforme a lo que hasta aquí habemos tratado se hiciese este tal un buen legislador; pues los comunes gobiernos se tratan y rigen por las leyes, y aquellas son buenas leyes que están hechas por buenos. Ni parece que habrá diferencia de que las tales leyes sean escritas o no sean, ni tampoco de que por las tales leyes uno o muchos sean regidos o instruidos de la misma manera que en la música, y en el arte de la lucha y en los demás otros ejercicios, porque así como en los pueblos mandan la cosas instituidas por ley o por costumbre, de la misma manera en las casas las palabras y costumbres paternales, y aun más aquí por el cercano parentesco y por los beneficios, porque naturalmente los hijos son ya aficionados y benévolos al padre. Asimismo hay mucha diferencia de la crianza y doctrina particular a la universal o general, de la misma manera que en la medicina. Porque generalmente a todo hombre que está con calentura le conviene la dieta y el reposo, pero particularmente a alguno por ventura no le es provechoso. También el que enseña a combatir no ejercita por ventura a todos en un mismo género de ejercicio, y aun parece que cada cosa se tratará más exquisitamente, teniéndose particular cuidado de ella, porque de esta manera cada uno alcanza mejor lo que le conviene; pero de cualquier cosa en particular ternía mejor cuido el médico o el maestro de la lucha o cualquier otro artífice que sea, si generalmente entendiere lo que a todos conviene, y también lo que a éstos o aquéllos, porque las ciencias son de cosas generales y estas mismas tratan. Pero con todo eso bien pudiera ser por ventura que algún particular, aunque no entienda la ciencia en general, rija bien y tenga cuidado de alguna cosa así en particular, sabiendo y habiendo visto por la experiencia lo que en las cosas particulares acaece, así como hay algunos que para sí mismos parece que son buenos médicos, y para otrie no podrían aprovechar cosa ninguna; no menos, pues, por ventura parece que el que en cualquiera cosa quiere ser artífice y contemplativo, ha de darse a entender lo universal y comprenderlo de la mejor manera que ser pueda, porque ya está dicho que en éste están las ciencias puestas; y aun que por ventura, que el que quiere poner diligencia en hacer mejores, ora a muchos, ora a pocos, debe procurar de ser hombre apto para hacer leyes, si mediante las leyes nos habemos de hacer buenos. Porque disponer bien una buena ley, que ya de antes está puesta, no es oficio de quien quiera, sino que si de alguno es, es del que lo entiende, así como en la medicina y en las demás artes, que consisten en diligencia y en prudencia, ¿Habemos, pues, por ventura de tratar tras de esto, de dónde y cómo se hace uno apto para hacer leyes? ¿O habemos de decir que esto, como todo lo demás, se ha de tomar de los libros de república? Porque esta facultad parece ser una partecilla de la disciplina de república. ¿O diremos que no es de la misma manera en la disciplina de república, que en las demás ciencias y facultades? Porque en las demás facultades véese claro que los mismos que las enseñan son los que usan de ellas, como los médicos y los pintores. Las cosas, pues, tocantes al gobierno de la república, los sofistas prometen enseñarlas, pero ninguno de ellos las ejercita sino los que están para el gobierno de los pueblos, los que les parece que lo hacen más por su buen juicio, y por la experiencia, que por cierta razón de entendimiento. Porque de esta facultad jamás vemos que escriban ni disputen (aunque fuera por ventura mejor hacerlo esto que escribir oraciones judiciales o deliberativas), ni tampoco vemos que a sus propios hijos los hacen aptos para el gobierno de la república, ni menos a ninguno de sus amigos, y parece conforme a razón que, si pudieran, lo hicieran, porque ninguna cosa podían desear más útil para los pueblos, ni desear para sí cosa mejor que semejante facultad, ni para los que más queridos suyos fuesen. Pero importa para esto mucho la experiencia, porque si no fuese así, no se harían los hombres más aptos para el gobierno de la república por el uso y costumbre de regirla. Por esto los que desean entender las cosas de la república, parece que tienen necesidad de experiencia. Pero los sofistas, que prometen enseñarlas, parecen estar muy lejos de hacer lo que prometen, porque del todo, ni ellos saben qué cosa es esta ciencia, ni menos de qué trata, porque si lo supiesen, no dirían que es lo mismo que la retórica, ni que es menor que la retórica; ni tenían por opinión que es cosa fácil el hacer leyes, juntando a una las leyes que les parecen buenas, porque se pueden escoger de allí las que fueren mejores, como si el escoger no fuese cosa que requiere buen ingenio y saber bien discernir cuál es lo mejor, como en las cosas que pertenecen a la música. Porque los que en cada cosa tienen experiencia, juzgan bien las obras, y de dónde, y cómo se hacen perfetas las cosas que ellos saben, y qué cosas conforman las unas con las otras, pero los que no tienen experiencia, hanse de tener por contentos de alcanzar siquiera a entender si está bien o mal hecha la obra, como acontece en la pintura. Pero las leyes parecen ser obras civiles. ¿Cómo, pues, con lo que los sofistas enseñan, será, uno apto para hacer leyes o para juzgar cuáles son las mejores? Porque ni aun médicos no parece que se hacen los hombres con sólo leer los libros, y con todo se atienen no solamente a tratar de los remedios, pero aun si pueden tener ciencia de ellos, y aun la de curar, distinguiendo los hábitos por sí de cada uno. Estas cosas, pues, para los que tienen experiencia cosas útiles parecen, pero para los que no son doctos, no sirven de nada. El hacer, pues, conferencias de leyes y de repúblicas para aquellos que pueden considerar y juzgar en esta materia lo que es bueno, o lo contrario, y determinar qué cosas cuadran unas con otras, por ventura que sería útil. Pero los que sin tener hábito en esto quieren tratar de ello, no juzgarán bien de ello, sino acaso. Lo que por ventura tenían, es que serían más aptos para comprenderlo. Pero, pues, los pasados dejaron esta materia del hacer leyes sin tratar, mejor será por ventura quo nosotros la tratemos y estudiemos, y aunque del todo disputemos de la disciplina de república, para que, cuanto a nosotros fuere posible, demos el remate a la filosofía que trata y considera las cosas que tocan al gobierno de los hombres. Procuremos, pues primeramente de tratar si algo particularmente dijeron bien acerca de esto los pasados. Después, conferiendo unas repúblicas con otras, consideremos qué cosas son las que conservan y cuáles las que destruyen las repúblicas, y también cuáles destruyen particularmente cada género de república y por qué causas unas son bien administradas y otras al contrario. Porque, consideradas estas cosas, entenderemos por ventura mejor cuál es el mejor gobierno de república y cómo está ordenada cada una, y de qué leyes y costumbres usa. Sigámoslo, o pues, comenzándolo a tratar desta manera.

Fin de los diez libros morales de Aristóteles


 

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